EDWARD ALBEE Y LA VIOLENCIA
Navegando en mi archivo encontré el programa de la puesta en escena de la obra de Edward Albee, “¿Quién le tiene miedo al lobo?”, año 1964, que recuerdo como una de las mejores que ví en mi vida. Fue interpretada por la compañía del Instituto del Teatro de la Universidad de Chile, ITUCH, que dirigió Agustín Siré, con la actuación de Sergio Aguirre y María Cánepa. Desafortunadamente, al archivar el programa guardé solo el afiche y una reseña de la obra escrita por el dramaturgo Nacional Luis Alberto Heiremans, “Edward Albee y la violencia”, razón por la que no tengo el resto del elenco.
El ITUCH fue una de las mejores compañías teatrales de la época. Agustín Siré, con anterioridad. había dirigido “Macbeth”, de William Shakespeare, “Largo viaje hacia la Noche”, de Eugene O´Neill, “El enemigo del pueblo”, de Enrique Ibsen y “El rinoceronte”, de Eugenio Ionesco, las que vi. en el Teatro Antonio Varas, sede de la compañía.
No sólo vi la obra de teatro, sino también el filme ¿”Quién le tiene miedo a Virginia Wolf”?, basada en la misma obra, dirigida por Mike Nichols, su primer largo metraje, año 1966, con la actuación de Richard Burton, Elizabeth Taylor, Sandy DennIs y George Segall. Elizabeth Taylor y Sandy Dennis obtuvieron un Oscar a la mejor actriz y mejor actriz de reparto, respectivamente.
La obra fue publicada en castellano por Nueva Visión, Buenos Aires, año 1967.
El texto de Luis Alberto Heiremans, es el siguiente:
EDWARD ALBEE Y LA VIOLENCIA
Cuando en los dramaturgos de un país comienzan a descubrirse resonancias de otros dramaturgos –anteriores- de un mismo país, creo que con justicia puede empezarse a hablar de una dramaturgia nacional. Y eventualmente, en torno a esa dramaturgia, se producirá una forma específica de actuarla, de ponerla en escena, de enfocarla y el todo constituirá un teatro nacional.
Es sin duda lo que está sucediendo en los Estados Unidos. En las obras de los actuales dramaturgos se detectan ecos e imágenes de sus antecesores y ello, lejos de menoscabar la creación, la potencian.
Así la gran figura de O’Neill se yergue, no como una sombra, sino como un hálito vivo en las piezas de Edgard Albbe. Está ahí, presente y distante a la vez. Encadenándolo con la realidad norteamericana y al mismo tiempo sirviendo de base firme para que el dramaturgo joven alce el vuelo y explore otras zonas, otros ámbitos, los que su propia observación descubre.
Edward Albee solo tiene 35 años y es, hoy por hoy, el dramaturgo que más fama tiene en los Estados Unidos. Pertenece a la generación cuyas obras primero se dieron en los pequeños teatros que rodean a Broadway y en la cual se encuentran figuras como Richardson, Gelber y Koppit; pero él está indudablemente a la cabeza de todos ellos Su éxito fue sorpresivo e inquietante, al mismo tiempo con esa inquietante y sorpresiva celebridad que alcanzan los éxitos en Norteamérica donde la radio, la televisión y la prensa hacen y deshacen reputaciones literarias y otras, en unos pocos días. Sus obras en un acto “El ideal norteamericano” (American Dreamer”), “La muerte de Bessie Smith” y sobretodo “El zoológico” (“Zoostory”), se representan continuamente y ya han trascendido del público norteamericano al grueso público.
Estos éxitos muchas veces son discutibles. Brotan de la necesidad que tiene la prensa de descubrir héroes día adía. Los periódicos precisan, como el ser mitológico una víctima diaria. Pero con Albbe ese éxito es justificado. Ha logrado aprender algo que es muy genuino de nuestra época: una cierta forma de la violencia. Las obras de Albee se caracterizan por su violencia. Son violentas en su contenido y en su forma. Encierran en esa violencia rasgos muy característicos de la de la vida de hoy, por lo menos, de la vida inmediata del hombre. Al verlas, o al leerlas, se presiente tras ellas un individuo angustiado y rabioso frente a un mundo, frente a una sociedad más bien, que ha confundido sus valores y, al hacerlo, se ha desquiciado. Son obras que huelen a pólvora y las réplicas –en el dialogo es sin duda un maestro- explotan como balazos, trenzándose en una batalla sin tregua, sin aliento, definitiva. Logra crear a través de esta contienda verbal un clima de una violencia absolutamente original en el teatro contemporáneo. Y de ella se desprende un ritmo en el cuál personajes y acción están presos. El ritmo se exacerba por momentos, se encabrita, se levanta en un oleaje desaradi y el espectados se siente de pronto atrapado en el como én un ritual. Es entonces, y aprovechando lo de mágico e hipnótico que posee un ritual, cuando el autor aprovecha para establecer los diferentes niveles de su obra.
Porque una obra de Albee puede ser aprehendida en muy diferentes niveles. El de la historia misma, uno. otros, el de los personajes, el de la crítica social y el de una corriente abstracta que, como sucede en toda obra de valor, recorre la trama de la pieza y le otorga su verdadera resonancia: la del símbolo.
Todos estos diferentes niveles están presente en ¿”Quién le tiene miedo al lobo”?(1). Esta no es solo la obra de un hombre importante sino, en un plano mucho más amplio, la de la impotencia que aqueja a una civilización perturbada y según él ya agónica. Dicha corriente traspasa las acciones de los cuatro personajes y fluye paralela a la historia, nunca en forma obvia, nunca en forma reiterativa, pero que eleva esta pieza por sobre el nivel de drama de costumbres.
“Y el Occidente, entorpecido por alizanzas paralizadoras y agobiado por el peso de una moral demasiado rígida para acomodarse al ritmo de los acontecimientos debe finalmente caer, leerá Jorge en un momento dado y estas palabras vienen no solo en esclarecer su propio drama personal, el de Jorge, sino también el de la sociedad y el del mundo en el cuál le ha tocado en suerte vivir.
El mayor acierto de Albee, a mi modo de ver, es haber podido abordar un rema tan vasto y profundo como éste sin jamás caer en lo discursivo ni didáctico. Su obra se mantiene viva como un nervio de comienzo a fin. Es realista, naturalista por momentos y, a un tiempo, abstracta en todo instante.
Es esta característica que nos hace pensar que Albee es, en cierta forma, el heredero del O´Neill de “Largo viaje hacia la noche” y siéndolo, continúa o más bien inicia la navegación en las aguas de sus mayores. Respeta una tradición teatral que podría ser el fundamento de un teatro verdaderamente norteamericano, un teatro que tendría a través de sus autores, de los directores que ponen a esos autores en escena y y de los actores que los interpretan una voz absolutamente individualizable, nacional por pertenecer a una región y universal por lograr que dicha región trascienda.
El ITUCH fue una de las mejores compañías teatrales de la época. Agustín Siré, con anterioridad. había dirigido “Macbeth”, de William Shakespeare, “Largo viaje hacia la Noche”, de Eugene O´Neill, “El enemigo del pueblo”, de Enrique Ibsen y “El rinoceronte”, de Eugenio Ionesco, las que vi. en el Teatro Antonio Varas, sede de la compañía.
No sólo vi la obra de teatro, sino también el filme ¿”Quién le tiene miedo a Virginia Wolf”?, basada en la misma obra, dirigida por Mike Nichols, su primer largo metraje, año 1966, con la actuación de Richard Burton, Elizabeth Taylor, Sandy DennIs y George Segall. Elizabeth Taylor y Sandy Dennis obtuvieron un Oscar a la mejor actriz y mejor actriz de reparto, respectivamente.
La obra fue publicada en castellano por Nueva Visión, Buenos Aires, año 1967.
El texto de Luis Alberto Heiremans, es el siguiente:
EDWARD ALBEE Y LA VIOLENCIA
Cuando en los dramaturgos de un país comienzan a descubrirse resonancias de otros dramaturgos –anteriores- de un mismo país, creo que con justicia puede empezarse a hablar de una dramaturgia nacional. Y eventualmente, en torno a esa dramaturgia, se producirá una forma específica de actuarla, de ponerla en escena, de enfocarla y el todo constituirá un teatro nacional.
Es sin duda lo que está sucediendo en los Estados Unidos. En las obras de los actuales dramaturgos se detectan ecos e imágenes de sus antecesores y ello, lejos de menoscabar la creación, la potencian.
Así la gran figura de O’Neill se yergue, no como una sombra, sino como un hálito vivo en las piezas de Edgard Albbe. Está ahí, presente y distante a la vez. Encadenándolo con la realidad norteamericana y al mismo tiempo sirviendo de base firme para que el dramaturgo joven alce el vuelo y explore otras zonas, otros ámbitos, los que su propia observación descubre.
Edward Albee solo tiene 35 años y es, hoy por hoy, el dramaturgo que más fama tiene en los Estados Unidos. Pertenece a la generación cuyas obras primero se dieron en los pequeños teatros que rodean a Broadway y en la cual se encuentran figuras como Richardson, Gelber y Koppit; pero él está indudablemente a la cabeza de todos ellos Su éxito fue sorpresivo e inquietante, al mismo tiempo con esa inquietante y sorpresiva celebridad que alcanzan los éxitos en Norteamérica donde la radio, la televisión y la prensa hacen y deshacen reputaciones literarias y otras, en unos pocos días. Sus obras en un acto “El ideal norteamericano” (American Dreamer”), “La muerte de Bessie Smith” y sobretodo “El zoológico” (“Zoostory”), se representan continuamente y ya han trascendido del público norteamericano al grueso público.
Estos éxitos muchas veces son discutibles. Brotan de la necesidad que tiene la prensa de descubrir héroes día adía. Los periódicos precisan, como el ser mitológico una víctima diaria. Pero con Albbe ese éxito es justificado. Ha logrado aprender algo que es muy genuino de nuestra época: una cierta forma de la violencia. Las obras de Albee se caracterizan por su violencia. Son violentas en su contenido y en su forma. Encierran en esa violencia rasgos muy característicos de la de la vida de hoy, por lo menos, de la vida inmediata del hombre. Al verlas, o al leerlas, se presiente tras ellas un individuo angustiado y rabioso frente a un mundo, frente a una sociedad más bien, que ha confundido sus valores y, al hacerlo, se ha desquiciado. Son obras que huelen a pólvora y las réplicas –en el dialogo es sin duda un maestro- explotan como balazos, trenzándose en una batalla sin tregua, sin aliento, definitiva. Logra crear a través de esta contienda verbal un clima de una violencia absolutamente original en el teatro contemporáneo. Y de ella se desprende un ritmo en el cuál personajes y acción están presos. El ritmo se exacerba por momentos, se encabrita, se levanta en un oleaje desaradi y el espectados se siente de pronto atrapado en el como én un ritual. Es entonces, y aprovechando lo de mágico e hipnótico que posee un ritual, cuando el autor aprovecha para establecer los diferentes niveles de su obra.
Porque una obra de Albee puede ser aprehendida en muy diferentes niveles. El de la historia misma, uno. otros, el de los personajes, el de la crítica social y el de una corriente abstracta que, como sucede en toda obra de valor, recorre la trama de la pieza y le otorga su verdadera resonancia: la del símbolo.
Todos estos diferentes niveles están presente en ¿”Quién le tiene miedo al lobo”?(1). Esta no es solo la obra de un hombre importante sino, en un plano mucho más amplio, la de la impotencia que aqueja a una civilización perturbada y según él ya agónica. Dicha corriente traspasa las acciones de los cuatro personajes y fluye paralela a la historia, nunca en forma obvia, nunca en forma reiterativa, pero que eleva esta pieza por sobre el nivel de drama de costumbres.
“Y el Occidente, entorpecido por alizanzas paralizadoras y agobiado por el peso de una moral demasiado rígida para acomodarse al ritmo de los acontecimientos debe finalmente caer, leerá Jorge en un momento dado y estas palabras vienen no solo en esclarecer su propio drama personal, el de Jorge, sino también el de la sociedad y el del mundo en el cuál le ha tocado en suerte vivir.
El mayor acierto de Albee, a mi modo de ver, es haber podido abordar un rema tan vasto y profundo como éste sin jamás caer en lo discursivo ni didáctico. Su obra se mantiene viva como un nervio de comienzo a fin. Es realista, naturalista por momentos y, a un tiempo, abstracta en todo instante.
Es esta característica que nos hace pensar que Albee es, en cierta forma, el heredero del O´Neill de “Largo viaje hacia la noche” y siéndolo, continúa o más bien inicia la navegación en las aguas de sus mayores. Respeta una tradición teatral que podría ser el fundamento de un teatro verdaderamente norteamericano, un teatro que tendría a través de sus autores, de los directores que ponen a esos autores en escena y y de los actores que los interpretan una voz absolutamente individualizable, nacional por pertenecer a una región y universal por lograr que dicha región trascienda.
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