Friday, August 10, 2007

EL PERRO Y LA NIEBLA


La noche del sábado 15 de junio la mujer soñó un lugar extraño, del cual supo recordar apenas unas imágenes difusas, simbólicas, si se quiere. Se lo contó al hombre por la mañana mientras desayunaban. Puede que hayan hablado de otras cosas también, aunque el hombre empezó la mañana leyendo el diario. Traía un comentario curioso: un cuadro de August Strindberg había sido vendido en Londres por la friolera de 30 millones de coronas. Estaba por comentar la venta cuando ella habló del sueño.

En el sueño había un terreno emparejado, empedrado, cubierto de lozas o de tablones de madera que formaban un rectángulo de buen tamaño. Al fondo había un espacio que en el sueño estaba envuelto por la niebla: ella no era capaz de decir si se trataba de un prado y una hilera de árboles de troncos delgados haciendo de telón o de un lago calmo y una docena de mástiles y botes dispuestos en línea contra un muelle.

El hombre se esforzaba por mantener el humor en alto, de mostrar al cuento su mejor talante e incluso se empeñaba en construirlo. Imaginaba cuadrados, rectángulos y cilindros de varios portes. Veía maderos largos durmiendo el sueño de los elementos muertos y, más allá, trataba de inventarse una niebla, que su geometría no lograba explicar, puesto que aquella sugiere algo sutil e informe - por lo menos recuerda algo sutil e informe a este hombre de carne y huesos, el cual confunde nieblas con neblinas. Por más, su conocimientos en estas materias le viene de experiencias pasadas, de autos, de noches, de caminos encurvados, de descensos en segunda por carreteras de países lejanos, de hileras de ojos de gatos que van formando un eje brillante serpenteando entre las pistas al reflejarse sobre ellos las luces amarillas de los focos.

Entonces ella mencionó al perro y borró de golpe recuerdos que tenían treinta años en la mente del hombre. Ella dijo que lo que dio vida al sueño no era el muelle, ni los yates, ni los tablones, ni el presunto prado. Ni siquiera la niebla, que el hombre había empezado ya a concebir con hostilidad, mientras ella hablaba. Todo esto estaba, pero era secundario. Lo que importaba en el sueño era el perro. Era grande: cuando corría era rápido, sus movimientos eran elásticos y su pelaje un mantón blanco recortándose apenas en la neblina. Ella había soñado que el perro era la neblina y la neblina el perro: estaba en ella, a veces se distinguía de ella, a veces no. El perro era y no era a un tiempo, existía y dejaba de existir en la neblina. Esta contradicción, lejos de quitarle veracidad al sueño, lo explicaba.

"El perro era el sueño, pero en otra dimensión" - había dicho la mujer de repente como si estuviera hablando con otra mujer pues solamente otra mujer podría entender una afirmación como esa -"como esas cosas que me vienen cuando siento que va a pasar algo".

"Siento" había dicho. "Ni siquiera tiene el buen gusto de presentir como las demás mujeres”. “Es más categórica que una reunión de profetas. Expresa sus intuiciones, soñadas o no, como si fueran hechos."

Si fue el hombre, o si es producto del arte que fabrica esto, o si fue usted lector o, peor aún, el perro del sueño el que se permitió tan malicioso pensamiento no queda consignado aquí. Ahora está dicho y no se puede cambiar. Como si lo hubiera escrito Strindberg, para una pieza de teatro. La palabra, hablada o ladrada, si se ha pronunciado una vez y mortifica el alma, no se puede borrar, solo se puede olvidar.

Pasaron varios días. Una tarde clara de verano el hombre no soportó más, subió al coche y condujo hasta Furusund. Demoró una hora en recorrer los sesenta kilometros exactos. En su memoria había un recuerdo de varios veranos atrás. La carretera se perdía rematando en un muelle amplio. Hasta allí llegaba el ferry a buscar coches y pasajeros para las islas. Antes del muelle había que pasar uno o dos puentes y, antes todavía, creía recordar que había un embarcadero muy pequeño usado por un club de yates. Pasó un rato en el bar, en Furusund, haciendo averiguaciones. La camarera no sabía del perro suelto pero en el tablero de afiches de la oficina del ferry leyó, entre avisos de vecinos y horarios de buses y barcos, un anunció que mencionaba a un perro extraviado y un número de teléfono. Había una foto y un nombre: Roqui.

El hombre manejó paciente los quilómetros que unen Furusund con Penningby hasta que se hizo de noche. A las doce se encontraba en el auto, con los faroles apagados, aparcado frente al embarcadero de veleros y yates. Desde allí veía la carretera. Fumaba, en silencio, sin esperanzas ni apuros. El paquete de carne y huesos lo dejó tirado al lado de uno de los pilares que anunciaban la entrada del embarcadero. Tenía la seguridad que si el perro se encontraba en las cercanías, tendría que acercarse a husmear el alimento.

Oscurecía y el hombre optó por abrir el termo, servirse café y uno de los sandwichs. Mientras comía se sintió invadido poco a poco por una intensa sensación de calma. Después encendió otro cigarrillo y tomó otro café. El silencio de la noche se vio amenazado apenas un par de veces por el ruido lejano de autos que transitaban por la carretera. Se preguntó si en vez del perro no llegaría un zorro a por la carne. Se sintió feliz sin motivo. Se dio cuenta que la felicidad es un estado del espíritu: no se puede dar ni pedir a otro. Se puede querer, pero no hacer dichoso a nadie.

En ese instante de lucidez comprendió muchas cosas de las cuales jamás se había enterado. Descubrió que nunca en su vida había sentido dicha, la que sentía ahora, solo, en medio de la noche, fumando y esperando que apareciera un perro que probablemente ni siquiera existía. Se imaginó que el perro que buscaba era un símbolo. Una señal de mujer, que habría que descifrar. Quizá - se dijo - el perro representa la desilusión de ella ante el fracaso de nuestra vida entera. O el presagio de algo que va a ocurrir, no porque ella sueñe con un perro, sino por que es inevitable.

Cuando, por fin, se bajo del auto y caminó hasta el embarcadero descubrió, para su sorpresa, que algún animal había ejercido su derecho natural sobre el paquete de carne. Quedaban restos del envoltorio. Se rió, mientras se rascaba la cabeza, pues no entendía cómo no había escuchado nada. Tiene que haber hecho un montón de ruido, pensó. Tuvo un segundo de inspiración, optó por volver al auto y manejar de vuelta a casa. Cuando pasó frente a la pieza que ocupaba ella, la vio durmiendo, apacible, y sintió que una ola de ternura le embargaba el pecho.

Al día siguiente el hombre partió de compras a Fridhemsplan. De regreso pensó tomar un helado y se instaló, finalmente, en Xoko. Sabía que este era un nombre pedante, que disfrazaba otro, muy extranjero, o sea, chocolate. Desde allí se entretuvo observando a un hombre que se balanceaba pesadamente allá abajo. en la calle. Transeúntes, cargados de bolsas, se apartaban inquietos, a su paso. Reconoció en la figura a un ex boxeador, Rocky Viking, y entendió que tambaleando o no, hay gente que siempre infunde temor. A pesar del pelo rubio tirando a colorín y los lentes ahumados de vidrios negros, no dejaba de mostrar un aire brutal; comunicaba a su alrededor una ferocidad de gente nórdica, de rostros arrugados prematuramente, barbudos. de miembros largos y fuertes, de venas muy marcadas, vida muy corrida.

Muchas cervezas han hecho el milagro de ponerlo en un mundo percibido únicamente por él y ahora no se sabe qué milagro lo mantiene en pie, pero una vez en la esquina de Birkagatan, Rocky busca refugio en el primer banco que se pone al frente de su andar vacilante y, una vez allí, comienza a hurgar botellas vacías dentro de su bolsa. Después de tirar varias, decepcionado, al basurero infaltable, llega por fin a sus manos una llena pero llega también el minuto de la desgracia, la botella se le escapa de las manos y se estrella con estruendo contra la vereda y termina en mil pedazos con una nube de espuma de cerveza, ante los ojos atónitos de los testigos que estamos esperando que llegue el bus, o que nos traigan el helado que pedimos hace cinco minutos y ante los no menos atónitos ojos de Rocky: los unos porque Rocky inspira temor, no queremos que se nos venga encima, y Rocky, pues comprende, aún en el mundo de honduras profundas en donde le ha metido la borrachera, que ha perdido la única botella que le quedaba para revivir el milagro. Apagar esa sed increíble, que solamente puede sentir un borracho. Para continuar asustándonos a todos los presentes, que miramos para otro lado y hacemos de cuenta que los últimos cinco minutos no existen, he aquí que Rocky se inclina torpemente y recoge trozos de vidrio verde y los tira adentro del papelero y después recoge otros más y después otros y los va tirando hasta que se corta la mano y él sigue recogiendo y tirando mientras corre sangre de su herida, tratando también él de disimular. Los últimos pedazos de vidrio los empuja con el taco de la zapatilla hacía atrás, debajo del banco y hacia la pared, como haría un perro apurado en ocultar sus miserias. Rocky sigue allí, medio sentado en el banco, de aspecto feroz, sangrando, con la bolsa de plástico en las manos, los anteojos negros sombreando su vista y protegiendo su mundo del nuestro, aunque no sabemos si también protegen nuestro mundo del suyo, puesto que Rocky, una vez llegado el bus sube y no sin haber perdido pie un par de veces, va finalmente a sentarse a uno de los asientos traseros. Respiramos todos. El hombre, sentado en el café, vuelve a pensar en el perro del sueño perdido en la niebla. Por fin llega el helado.

Por la noche el hombre retoma el camino hacía Furusund. Este es uno de los lugares que sirvieron de trasfondo a un par de dramas que Augusto Strindberg escribió, cuando estaba peor que nunca y su matrimonio con Siri había naufragado ya. Escribe allí Danza de la Muerte, drama que cuenta el fracaso de la pareja formado por un oficial y su mujer, una actriz, víctima ambos de las pequeñeces de la vida, de esa amargura que va reemplazando sentimientos iniciales de ternura y amor. Porque los hombres son siempre militares en sus piezas, se pregunta el hombre, igual que en El Padre. Quizá sea por que representan mejor lo masculino, simbolizan virilidad y fuerza, verdaderas o falsas. Un par réplicas antiguas de al menos dos décadas, llegan la memoria del hombre mientras maneja:

- “Es la duda eterna. ¿Es qué no tiene fin?” – pregunta la mujer.

- “Si tenemos paciencia un tiempo más. Quizás, después de la muerte…”- contesta el militar.

Esta noche el hombre encuentra al perro. Corre a la vera de la carretera pavimentada, hostigado a ratos por las luces de los vehículos que llegan de las islas. Incluso ha adquirido ya el hábito de escabullirse hacia los pastos, ocultándose de posibles peligros cada vez que siente la llegada del trasbordador. Cuando conduce cerca del animal, éste salta en la espesura, desaparece, vuelve a aparecer más allá, corriendo, infatigable. El hombre, desde la banda opuesta abre la ventanilla del conductor y grita desaforadamente “Roqui, Roqui...” cómo quién llama a un viejo amigo.

El hombre del auto gritaba y yo seguía corriendo asustado al lado de la carretera y cuando el auto se puso a mi altura vino un camino estrecho de tierra a mi izquierda y yo apuré la carrera y tomé por allí, trotando ahora fatigado hacia unos muros bajos que hacen de entrada a una finca abandonada. Mi corazón esta a punto de estallar por la escapada, las luces y el susto, y esto no es grande, ni chico tampoco, dos o tres galpones que cubren el fondo, no se ve el agua del lago desde aquí, pero se huele, no se necesita ver. A la derecha del sendero hay otro galpón muy alto, de madera, de color cálido y al final del camino de tierra un tractor abandonado, que huele a óxido y, delante de todo, un pastizal de pastos y malezas silvestres altas que bien pudieran esconder a un perro de mi porte, pero huelen a humedad y hay allí mucha plantas espinosas.

El hombre detiene el coche a la orilla de la carretera, baja y camina unos pasos por el sendero que antes tomara el perro. Ve la fábrica abandonada, los galpones dónde alguna vez hubo talleres de herrería, cuando todavía August Strindberg recorría, en un coche tirado por caballos, el camino hacia el embarcadero de botes para las islas. Divisa la silueta del perro al fondo, a la luz de la luna, en la entrada del edificio abandonado y le da la impresión de un mastín que se asoma a trote lento, balanceando las caderas, la cabeza alzada, las orejas dobladas hacía atrás, el rabo a media asta. Cuando hace intento de avanzar el perro lo vigila, la lengua colgando afuera, atento pero sin miedo, sabiendo que el hombre no es peligroso si va de a pie. El hombre se detiene a prudente distancia. Por minutos se están mirando. El perro termina por echarse en el suelo y bosteza. El hombre lo llama. El perro hace caso omiso. Saca la lengua casi hasta tocar la nariz varias veces para informar al hombre que le deje tranquilo.

Empieza a caer una ligera llovizna de verano. El hombre vuelve hacia el coche, la camisa húmeda por la lluvia. Cuando mira hacia el portón el perro ya no está. Pone en marcha el auto en la dirección que lo aleja de Furusund, del embarcadero y las islas. Sabe que no volverá a ver de nuevo a el perro corriendo libremente por los caminos. Se da cuenta que la dicha que sintió hace unos días buscando al perro ahora se esfumó y que probablemente no vuelva nunca más.

Meses más tarde, pasado el verano y los calores, cuando empiezan a caer las primeras nieves de octubre escucha decir que el perro se ha aclimatado en una de las casas de veraneo de los alrededores de Furusund y que ha sido devuelto a sus legítimos dueños.


Oscar Bravo Tesseo, Estocolmo, Agosto de 2007

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