Friday, April 25, 2008

LAS FUGAS DE J. C. BRAUSER


Oscar Bravo Tesseo

J.C. Brauser acaba de fallecer a la edad de sesenta años. La muerte lo sorprendió, es un decir, pues incluso él mismo entendía que lo que quedaba era morirse, en una humilde pieza que ocupaba en una callejuela cercana a Skanstull, al Sur de Estocolmo. Vivía de una pensión, insuficiente como las hay pocas, otorgada por el estado sueco. Murió en la miseria y no deja nada de valor: un atado de cartas y un par de apuntes.

Del finado se puede decir que vivió mucho más del peligro y de la caridad ajena que del fruto de su trabajo. El golpe de estado de los militares lo encontró en Valdivia. Anduvo semanas, según tengo entendido, portando un revólver de calibre 32 en el bolsillo con el que imaginaba poder defenderse, mientras iba eludiendo la persecución. Hubo una orden de detención en la QUE figuraba el nombre Juan Carlos Brauser. Nunca se supo la causa. Un rumor si hubo: Brauser había tenido que dejar Santiago de prisa, para más detalles, a raíz de un baleo ocurrido en el interior de un cabaret de Recoleta, en agosto de 1973.

Hubo noches en que no tuvo donde cobijarse. Recurrió entonces a hoteles baratos que eran pocos. Visitó tambIén los prostíbulos locales. Si se podía, pasaba la noche con alguna de las mujeres. Decía que estas visitas a los sectores bajos de la ciudad le disminuían la sensación de sentirse perseguido. De madrugada, apenas levantaban el toque de queda, salía de escapada. Dejaba por todos lados cheques sin fondos los que iba recortando de un talonario que estaba por agotarse. Este método le permitió financiar una libertad que duraba cada día menos aunque aumentaba el número de sus perseguidores.

A fines de octubre de 1973 le quedaban tres cheques que empleó de la siguiente manera: Usó uno para comprar un pasaje de tren de primera clase a Santiago. Con el segundo negocio servicios de una puta, que de primeras amenazó con delatarlo a la policÍa. Era una de las estafadas por Brauser, aunque no le faltaba corazón. Accedió, al fin, a darle una última noche al crédito. Por cierto se puede argumentar que, habiendo caído ya la noche y próximo a entrar en vigor el toque de queda, a la mujer no le quedaba, por el lado de la demanda, más que la poca que le ofrecía Brauser. Mientras ella se sacaba la falda, Juan Carlos prometió volver con dinero en efectivo antes de mediodía del día siguiente. El último cheque lo dejó Brauser en reserva, con el proposito de financiar sus primeros días en Santiago.

No volvió con el dinero. La puta encontró, aunque eso fue varios meses más tarde, el revólver que Brauser cargaba consigo, previendo la ocasión de emplearlo en una posible defensa, tirado arriba de un ropero. Brauser no tuvo necesidad de gastar el último cheque. En un control en Los Angeles detuvieron a una docena de tipos, todos de aspecto dudoso, en opinión de los soldados que participaron en la operación. Entre ellos, algo apartado, silencioso y fumando, estaba Brauser.

La pérdida de la libertad resolvió desde luego su problema financiero. Le pegaron, hubo maltratos, eso es cierto. Pero sus captores asumieron, al mismo tiempo, la responsabilidad de su manutención. En lo siguiente no le faltó techo ni cama, ni dos comidas diarias tampoco.

"Si uno tiene inclinación a ver la dialéctica en las cosas" - confidenciaba Brauser, una de las veces que lo invité a tomar un café en el Xoko de Birkastan - "los militares, aunque cometían un delito al arrestarme, impidieron por otro lado, todos los que tendría que haber cometido yo de haber seguido en libertad".

Más tarde vino el proceso, la condena (de la cual no se conoce el motivo, ni parece que nadie necesitaba uno) algunos años en prisión, pueden haber sido dos, a lo más tres, luego llegó la infaltable protesta internacional, la liberación, y finalmente, la expulsión a Rumania, junto con varios cientos más. Por lo visto, tanto la dictadura propia como la solidaridad ajena tomaron a Brauser por un elemento radical al que había que perseguir o, en su defecto, proteger.

En Rumania se hizo universitario. Contó alguna vez que llegó a sacar un grado en historia europea y otro en castellano, aunque lo que le interesaba no era la historia ni las lenguas, sino la música. Se casó con una rumana, más joven que él. Muy linda, decía, puta, eso si, peor que un gato. Tuvieron un hijo. La rumana lo engañaba con otros hombres: chilenos, rumanos, checos, etcétera. Se desconocen los motivos de esta promiscuidad sin punto fijo en alguna nacionalidad. Ella me traicionaba con mis compatriotas y con todos los otros- argumentaba él - pues le caía más natural traicionar que no hacerlo. Con el tiempo, Brauser llegó a la conclusión, algo inesperada, que no le importaba el engaño.

"Era cómo si ella estuviera repartiendo también los cheques sin fondos que yo dejé en Valdivia" -trataba de explicarme - " Cómo si para poder respirar ella tuviera que abrirse de piernas y dejarse hacer. Lo de los chilenos creaba ciertos problemas: ¡Qué raza de indiscretos, de habladores, hermano!".

Un día cuando el hijo de ambos estaba por cumplir 10 años de edad observó que los típicos coches oscuros de la Securitat se aparcaban abajo, en la calle, cada vez que la joven esposa andaba en sus líos fuera de casa. Una tarde la vio bajar a ella de uno de esos coches oscuros. Le entró el miedo, preparó un equipaje sencillo, dejó una carta a la rumana y huyó a Suiza. De allí pasó a Alemania y a varios países más, entre ellos Francia, después estuvo en Italia y en Grecia. Su gira, que en parte se explicaba probablemente por una curiosidad que habría debido despertar sus estudios de historia europea, se fueron concentrando en las ciudades. Recorría estaciones de ferrocarril o de buses, mercados y bares. Creo entender, sin que Brauser me lo haya explicado, estas preferencias. En estos lugares se puede encontrar, bajo techo, sitios en los cuales no está prohibido sentarse a descansar o incluso a dormir, en ellos se encuentra comida barata (o restos de comida, para el caso) en ellos se puede apagar la sed, a veces se puede fumar y satisfacer otras necesidades. Se encuentra también en ellos algo que Brausen siempre buscó, acaso sin darse cuenta, de una manera casi animal o por instinto: esto es, la música.

Sin embargo, no todo era a satisfacción. A menudo dormía mal y terminó por sentirse cansado. Tenía miedo de que lo detuvieran por vagancia el día menos pensado. El calor lo irritaba, el hambre, que sentía a menudo, lo ponía mal, la falta de cuidados y de higiene lo enfermaba, la piel se le llenaba de infecciones. Echaba de menos al hijo y a la bella esposa rumana. Cuando una vez más estaba por morirse de hambre y de enfermedades indefinidas, algún conocido lo salvó y lo trajo a Suecia, a la seguridad que da el techo, la calefacción central y la ración de comida segura.

De Suecia no se movió. Nunca viajó a Chile, ni siquiera después de que Pinochet perdiera en su famoso plebiscito. De sus viajes por Europa, los que por cierto nunca repitió, lo único que recordaba siempre era un par de canciones, las cuales había oído por allí, entre Roma y Atenas y que ni siquiera supo como se llamaban.

"A veces, a menudo, bueno, casi todas las noches, en realidad cada vez que sueño, sueño esas melodías" - decía - "Es cómo si mi vida se hubiera quedado detenida (atada, fue la palabra que empleó) al sonido de de unos instrumentos de cuerda, aferrada a una idea fija, que no logro explicar."

En uno de nuestros últimos encuentros se explayó aún un poco más.

"A pesar de que mi vida asemeja, a primera vista, al escuálido resumen de la historia privada de un pobre diablo como los habrá pocos, puedo decirte que después de mi segunda huída, la de Rumania, y trás el peregrinaje turístico de sufrimientos, enfermedades infecciosas, hambrunas y miserias que hice por varias naciones mediterráneas y que provocaron mi tercera huída a Suecia, de ahí llegaron los sueños y el misterio de la música y desde entonces he vivido en la más completa felicidad. Mi vida ha sido riquísima, increíble. Ningún otro hombre puede haber sido más feliz que yo. Esos chilenos que se tiraban a mi mujer en el viejo país se ensuciaban en la mediocridad, los rumanos que probablemente también se la gozaban y después la traían en autos de la policía secreta se mataron trabajando y espiando bajo mi ventana en la eterna espera de que diera un paso en falso, mientras que yo, que no tengo nada ni a nadie, ni siquiera una mujer con la cual dormir algunas veces, he podido vivir en mis pensamientos, dedicado a tratarme de explicar lo que he sentido. He buscado entenderlo, decirlo en unas pocas frases - lo innombrable, el hechizo que trastocó mi vida - innumerables veces. Y aunque lo intenté tantas y nunca lo logré, el más mínimo progreso ha sido más que suficiente para mi".

No comprendí lo que quería decir. Supuse que se había trastornado, que se drogaba o que siempre había estado loco. Enterraron a J.C. Brauser en septiembre. Es un decir, lo cierto es que lo incineraron. Metieron lo que quedó de él, un medio kilo de cenizas, en algo que se veía como un macetero con tapa y pusieron el conjunto dentro de una cripta colectiva.


El primero de noviembre, el día de los muertos, me las arreglé para encontrar el lugar en que están depositados sus restos en un cementerio al sur de Estocolmo cuyo nombre mezcla los sustantivos iglesia, bosque y patio resultando en una calamidad intraducible. Llevaba conmigo unas velas, las que encendí siguiendo la tradición local y me quedé largo rato mirando como empezaban a consumirse. Se estaba haciendo oscuro. Temí que la falta de luz me impidiera rendirle el homenaje que traía preparado. Me apuré a releer, en silencio primero y en voz alta después, por útima vez, las reflexiones que había hecho alguna vez Brauser. Después quemé el cuadernillo, las pocas hojas, en las cuales Juan Carlos Brauser ha escrito:

- La pieza italiana va consagrada probablemente a un mercado o algo así y sugiere los acordes de un instrumento que supongo podría ser un charango. De algún modo, casi imperceptible, este instrumento va revelando la idea de la melodía, precediendo a la flauta que repetirá algo más adelante idénticos acordes. Las guitarras, clásicas todas, se van sumando una a una, cómo si fueran voces pertenecientes a un coro de chicos. La pieza griega es también de instrumentos de cuerdas, pero recuerda más bien a la melodía, acaso algo disonante, de un instrumento que los latinos probablemente llaman laud y que los griegos llaman Busiki. El sonido de sus cuerdas envuelven la voz de la cantante, una mujer, y exasperan el gemido oscuro de ella, como si la asfixian, pero a veces la dulzura de la voz logra hacer retroceder la insolencia de los músicos, que de alguna manera me recuerdan a los chilenos de Rumanía ejerciendo su virilidad sobre el cuerpo de la que fue mi mujer. ´
- Este mercado, que digo, no sé si existe. Recuerda a un film en blanco y negro, o más bien, a infinitos tonos de gris que a veces llegan al blanco invierno y otras hasta un gris oscuro. De los músicos no logré nunca distinguir a ninguno. La música, al contrario que el film que veo en mis sueños, es cristalina, luminosa, fluye como el agua. Hay allí tanta gente como en cualquier feria o mercado cerrado y hasta pudiera ser que lo que veo es el Mercado Central, en un día sábado en Santiago, cerca del río Mapocho. En cuanto a la música griega, de la que pienso es una variante de rembétiko, la asoció a una calle vecina a la Placa, en Atenas, y me recuerda a una escena en que intervenía una negra, seguramente puta, que insistía en que pasara a un bar o cabaret, desde cuyo interior he debido escuchar los instrumentos y la voz de mujer, al mismo tiempo que me negaba a entrar.
- Distingo en uno de los pasajes del mercado a vendedores que llevan puesto sendos sombreros y ofrecen pescados de buen tamaño, y también frutas, al visitante. La música suena algunas noches a italiana; en otras, cuando se acerca la alborada me parece andina, aunque no falta la ocasión en que creo descubrir en ella su origen turco, incluso árabe. Pero la profundidad del sonido de las guitarras, la voz melodiosa de la flauta, el gemir -no siempre triste- del violín, las notas de la zampoña y de una guitarra más ancha de seis cuerdas, cuyo nombre no recuerdo, y la voz oscura de la mujer, siempre están ahí. La gente se agolpa a escuchar, no en grandes cantidades. En el escenario, detrás de la puerta que sostiene la negra, un grupo de músicos de bigotes y con sus sombreros puesto están sentados en un par de filas de sillas sencillas, de madera. Algunos fuman hasch. La que canta está sentada entre los músicos. Frente al estrado hay unas cuantas mesas ocupadas por hombres, muy parecidos, es realidad, a los que tocan los instrumentos, y unas pocas mujeres, diría que putas. Un hombre viejo, con facha de estar drogado o ebrio, quiebra platos en los pasajes intensos en que la voz de la cantante y el sonido de los instrumentos se confunden en un solo dolor. Esta escena es confusa: es como si la música fuera el dolor del hombre drogado o de la mujer que canta, pero también podría ser el dolor, simplemente, de todos los que alguna vez tuvimos la suerte o la desgracia de nacer, el dolor de tener que vivir y aceptar la vida tal cual es, sin poder explicarla. La escena con la negra en la puerta es, en cambio, exacta. La negra quiere que entre al cabaret, quiere un dinero, un cheque, que no conservo y que le niego, visto que mi vida entera ha sido una miserable cadena de locales así, desde Recoleta hasta La Plaka.
- Una adolescente ha dicho de esta música, en uno de mis sueños - los cuales son una forma primitiva, no por eso menos mentirosa, de arrobamiento religioso- que ella es estar en otro lugar, sentir nostalgia de recuerdos que uno no tiene, un don de percibir tristeza, calma y amor que preceden, peligrosamente, a sus causas. No está del todo mal dicho. Sus palabras, que yo he imaginado mientras dormito, sugieren que no hay nada que supone estar antes de lo que sigue, que todo ocurre en cada instante y que el antes y el después carecen de sentido. A mi me perturba, sin embargo, la certeza de que hay algo de inacabado en la música, algo como hecho a propósito. Me persiguen esas ideas fugaces que, al igual que las notas, desfallecen apenas brotan mientras van insinuando que queda todavía mucho más por decir. Si se dijese, aunque no se puede decir, acercaría al que la compone y al que la escucha a un límite, más allá del cual la música y la vida misma no pueden seguir existiendo juntas.


1 Comments:

Blogger esteban lob said...

Hola Oscar:

Hay seres como el que ocupa tu post, que parecen emanar de una película, pero cuyas vidas asombrosas serían argumento de sobra para la más espeluznante, atrevida, variada y filosófica historia, que pareciendo de ficción surge de la realidad.

Un abrazo.

4:10 PM  

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