BUCAREST
Oscar Bravo Teseo
Antes del Xoko, hubo otro café, en el mismo local. Se llamaba Dalpojken y era más modesto que su sucesor. Por especialidad tenía el "semla", una variedad de pan dulce, hecho con harina corriente, lleva cardemuma, va cortado a tres cuartas de su alto, relleno de mazapán, crema batida y bañado en azúcar flor. Con el Dalpojken y Brauser, notorio consumidor de dulces, quedaron sepultadas buena parte de nuestras conversaciones y recuerdos. Los bollos sobrevivieron tanto a la desaparición del antiguo café y a la de mi amigo, y se venden hasta en los supermercados entre el 8 de febrero y páscua de resurrección.
El Xoko introdujo un lujo ajeno a nuestras vidas, lo que nos fue apartando, a los habitúes, del local. Espaciamos primero las visitas, las acomodamos al alcance de nuestros bolsillos, finalmente dejamos de ir allí. Por cierto, las conversaciones con Brauser quedaron dando vueltas en mi cabeza durante mucho tiempo. Pero lo que yo recordaba más eran las reuniones, si así pudiéramos llamarlas, en el local antiguo. Es que entre las paredes sin adornos del Dalpojken, Brauser añoró a menudo al hijo que había dejado atrás y, seguramente, aunque no la mencionaba, a la mujer que le había traicionado. Hizo, en la sala mal iluminada del café, continuos planes para viajar a Bucarest y volver a verlos. El hablaba y yo escuchaba; él establecía metas y yo asentía; él examinaba alternativas y yo las apoyaba. Tampoco perdonaba las dificultades: el dinero, el visado, el lío que significaba volver a un país del cual había huido, dejando deudas y empeños sin cumplir.
Y como Brauser no sería Brauser si no empezara por engañarse a si mismo - y puede que hasta le diera placer hacerlo - él mismo se encargaba de reprimir el deseo de ver a los suyos con el temor que le inspiraba el viaje. Como es de imaginarse, los años fueron pasando, cambiaron las circunstancias, terminó por venirse abajo el régimen de Ceaucescu. Pero Brauser se las arregló para no partir, por más que se moría de ganas de hacerlo. Se murió sin volver a Bucarest.
Estos pensamientos daban vueltas en mi cabeza mientras escuchaba la voz de la azafata que anunciaba que el avión de Malev, estaba comenzando su aproximación al aeropuerto internacional Otopeni, Bucarest. También pensaba en las cartas que Brauser había dejado, varias de las cuales había leído repetidas veces, antes de tomar la decisión de buscar al hijo, que debería tener hoy unos 28 años. Quería hablarle de su padre y encontrar quizás a la mujer de Brauser, si es que ellos todavía vivían juntos. Había, claro está, direcciones, números de teléfonos y nombres de personas y de calles, las que había ido recogiendo de la correspondencia de Brauser. Todo sumado, los nombres, las fechas y lo poco que sabía de Bucarest habían ido produciendo en mi espíritu una fiebre viajera, alimentada con curiosidad malsana. Razonaba que Brauser había fallecido a los sesenta, que el hijo había nacido en 1977, que el padre había escapado de Rumania un par de años antes que ejecutaran a Ceaucescu para navidad de 1989.
Bucarest resultó mejor de lo que pensaba. El hotel Aleea, simple y confortable, quedaba en Calea Balcescu, traficada incluso de noche, lo cual no importaba pues mi habitación daba a un patio interior. El hotel tenía un bar, aparte de la sala del desayuno, en el cual nos juntábamos - es un decir, pues nunca hablé con nadie, como no fuera la mujer de la recepción, o el nochero, un empleado viejo, que atendía a veces el bar - los cuatro gatos que parábamos allí. Con el que más traté fue con el nochero - barman, que resultó ser un chileno que nunca había vuelto a su país.
Los primeros dos días en Bucarest los gasté tratando de encontrar alguna de las direcciones que traía conmigo. El mapa estaba correcto, ni que decir, las indicaciones tomadas en Internet se correspondían, curiosamente, con la realidad. Las calles que figuraban a la derecha de otras en el mapa, lo estaban. Las que debían hacer esquina o formar una plaza con otras, lo hacían. Todo eso estaba bien, lo mismo que las referencias a estaciones del metro. Pero apenas uno llegaba a la entrada de un edificio caía en una situación sin salida. Se requería un código para el portero automático. Nadie respondía cuando tocaba el timbre. Las veces que abrieron me encontré con mujeres de edad, pensionadas, que no prestaban la más mínima atención a mis intentos de hablarles en francés o en inglés. Cuando mencionaba el nombre Maria Petrescu negaban con la cabeza mostrando el letrero en la puerta. Encontré muchos Antonescu, Popescu y varios Voda, pero ningún Brauser. Ni el hijo, que tendría que llamarse Brauser, ni su madre, que ahora podía llamarse de cualquier manera, eran conocidos en los sitios donde preguntaba. Desalentado, aceptaba la indiferencia con que me rechazaban las mujeres y me marchaba. Desde el hotel intenté llamar sin éxito a alguno de los números telefónicos que traía de Estocolmo. No lograba obtener línea, no recibía respuesta alguna cuando marcaba, a veces me contestaba una grabación que terminaba haciendo una pausa para que yo hiciera un número, aunque yo no sabía que número hacer, por no entender las opciones que me proponían. A veces la máquina repetía el mensaje, en otras, me remitía a un silencio sin futuro, que me obligaba a colgar y, ya desesperado, volvía a recorrer las calles, estaciones de metro y plazas de Bucarest que traía anotadas en mi libreta.
La segunda noche llegué al Aleea arrastrando la cola. Cargaba en los pulmones a lo menos la mitad de la polución que los vehículos y los habitantes de Bucarest producen por día. Mis zapatos llegaban a medio morir saltando, cansados de patear piedras por la calle y de tropezar con adoquines irregulares y desgastados por el uso. Había pisoteado bolsas de basuras tiradas en las veredas y unos cuantos perros habían tratado de morderme, por razones que solo ellos sabían. Una vez en la recepción pedí la llave, pero no subí a mi cuarto, en el segundo piso. Estaba empezando a desarrollar una alergia a Bucarest y decidí que era hora de emborracharse. Encaminé mi cansancio hasta el bar, dispuesto a ahogar la desilusión de la jornada.
En el bar había tres personas, ocupando todas las mesas disponibles, por lo que no me quedó otra que instalarme, encumbrado, en uno de los taburetes, frente al mesón. El barman -que resultó ser el nochero - me observaba con curiosidad. Yo estaba encaramado en el piso, agarrado a dos manos al borde del bar, tratando de leer lo que se pudiera en la hilera de botellas de vino blanco arregladas a unos dos metros de distancia de mi nariz. Entonces dije: Francusa Cotnari, tal cual, en rumano y agregué: y agua mineral, en inglés. El mozo atendió mi pedido sin problemas. Del refrigerador, a su espalda, extrajo una botella, la vi pero no alcancé a ver si era el vino que acababa de pedir u otro cualquiera, levantó una copa de cristal y la miró a contraluz, sirvió hasta llenar la copa, después sacó de abajo del bar un vaso de caña alta, sirvió agua mineral y puso ambas bebidas frente a mi, junto con un servilletero. Después agregó, sin que yo alegara, porciones de maní tostado, aceitunas negras y verdes. Dijo algo, que no entendí, aunque puede que haya dicho algo que habría entendido si le hubiera puesto atención y después, únicamente después, giró ligeramente y cerró la puerta del refrigerador. Mientras tanto, yo leía las etiquetas de las botellas acomodadas encima del bar. En conclusión, estaba a punto de probar un blanco de la viña Jidvei, Feteasca Regala o Tarnave Sauvignon Blanc, o bien un Francusa Cotnari blanco o un Grasa Cotnari. Al poco rato había vaciado ya la primera copa y mordisqueado algunas aceitunas verdes cuando el barman, situado discretamente en una esquina del bar, se acercó a mi y me preguntó: ¿otra? sin darme cuenta le dije que si. Reaccioné y le dije algo sobre el vino, pero cara de palo, en español y él, sin inmutarse, me contestó, también en español.
Al final, muy de noche, cuando me disponía a irme a acostar, me había enterado de que era chileno, que había vivido más de la mitad de su vida en Bucarest, que trabajaba en el hotel de nochero y barman a partir de las 21 horas y hasta las 6 de la mañana, hora en que venían a relevarlo la mujer que preparaba el desayuno. A esas alturas yo había probado todos los vinos blancos que tenía, excepto unos que él mismo había descartado, por malos. Declaró, enfáticamente, que ninguno de los vinos rumanos llegaba a la altura de un Santa Carolina,Tres Estrellas, aunque tuvo la honradez de agregar que andaba tanto tiempo fuera de Chile, que si viera una botella del vino mencionado ni la reconocería, así que menos se iba a estar acordando del bouquet, en caso que tuviera alguno. Por mi parte, le conté mi aventura de los dos días, mencioné los barrios y calles que había visitado y él se reía, sin hacer ruido, considerando la imposibilidad de mi búsqueda en los lugares que yo mencionaba. Por lo que entendí, me había perdido en distritos del noreste de la ciudad, mencionó Iancului, Tei, Fundeni y qué se yo, en circunstancias que yo debía haber dirigido mi búsqueda hacia el sector este, en Lipscani o en Dudesti o, por último, en el Centrul Civic. Mientras bebía de los vinos blancos, el nochero iba colocando porciones de jamón, salame, mortadela, salchichón y pan, de modo que el bar quedó repleto de copas y platitos pues ponía estricto cuidado de no usar el mismo utensilio dos veces. Pedro Gacitúa, oriundo de San Bernardo, así se presentó el barman, me dio mucha información de la cual entendí poco o nada, excepto que tenía que haber tomado la línea 1 del metro, pero no en la dirección Gara del Nord, sino hacia Republica. Comí tanto pan, fiambres y aceitunas acompañando el vino, que la esperada borrachera fracasó. Desapareció también el sentimiento de alergia que le estaba tomado a Bucarest.
El nombre de Juan Carlos Brauser apareció en la conversación. Vino después de una pausa tomada por Gacitúa, durante la cual había pasado a la recepción, ubicada inmediata y a la derecha del bar, en ejercer de su función de nochero. Cuando volvió al mesón, traía ese aire de tranquilidad profesional que invita a la confidencia: mencioné el nombre de mi amigo. Dije que éste había vivido en Bucarest durante varios años, que era probable que él y mi amigo, se hubieran encontrado en reuniones típicas de chilenos. El hombre lo pensó un rato, después dijo que si, que el nombre le decía algo. Se fue antes del fin de Ceaucescu, verdad? Entiendo que si. No estaba casado, verdad? Si, si estaba casado, con una rumana. Pero sin hijos, verdad? Tuvo un hijo, que dejó acá, con la madre. Verá usted, aquí a Bucarest llegó un lote de chilenos. En los setenta. Debemos haber llegado a tres o cuatro mil. Unos estuvieron estudiando en la universidad, la mayoría. Otros, menos, trabajando en empresas estatales, en construcción de maquinarias y cosas. Y cómo se estaba entonces? En las fábricas, bien. Muy bien. Lo importante era el plan. Cuando el plan no se cumplía, o sea cada año, había que ajustar los números. Lo importante era cumplir. Total todos ganábamos con eso, lo mismo si usted trabajaba en los talleres o en las oficinas. En los ochenta a Ceaucescu se le ocurrió pagar la deuda. Ahí se jodió todo, vino lo peor. La deuda parece que la pagó, dicen. Pero al final cagó él, cagó el país, todo los demás. Mejor hubiera dejado todo igual.
Después, inspirado en el esfuerzo que había hecho para resumir en una media docena de frases la historia rumana de los últimos veinte años agregó, hablando consigo mismo:
- Juan Carlos Brauser, si. Si lo conocí. También a la mujer, la rumana.
Le conté que Brauser había fallecido y le pregunté si me podría ayudar a encontrar a su familia. Asintió con la cabeza y dijo que le diera un par de días para ubicarlos. En realidad le bastaba con uno, pero el día siguiente no trabajaba. Le dije que si, que estaba bien, que me quedaba hasta el sábado en Bucarest, que había tiempo.
Los dos días siguientes los dediqué a hacer turismo. Volvía igual de agotado por las noches al hotel, pero sin el cansancio mental de los días previos. Recorrí, un poco al azar, todo lo que pude. Con la idea de ver el Arco de Triunfo, llegué hasta el parque Herastrau y estuve largo rato mirando casas tradicionales y artesanías rumanas. Me topé por allí con una pareja de brasileros, los cuales me recomendaron el barrio Lipscani. Visité la Curtea Veche, en donde se supone que Vlad Tepes mandó fundar Bucarest, en el siglo XV. Por cierto que vi también el edificio del parlamento, en opinión de los brasileros "la construcción estalina más grande e inútil del mundo, aunque nunca tan fea como el parlamento de Pinochet, en Valparaiso".
Por las dudas, di otra vuelta a los barrios que había visitado lunes y martes, sólo que esta vez no tenía esperanza de encontrar a ninguno de los familiares de Brauser. Lo hice por no dejar pasar dos días sin buscarles. Terminé sentado en una cafetería cercana a la Piata Revolutei, lugar dónde se reunían los manifestantes el 89, a exigir la salida de Ceaucescu. Pedí café con leche y un jamón y queso caliente. Mientras esperaba que la camarera apareciera con el pedido estuve mirando las fotos que adornaban el local. Eran de ese tipo de fotografías que hay en cualquier lugar en el mundo, fotos de avenidas enormes, llenas de monumentos, palacios y mansiones antiguas, incluso algunas que me parecían haber visto al pasar, en los últimos días. Una de las paredes era distinta de las otras, la adornaban imágenes de mujeres y recordaban a esas películas francesas de los años cincuenta. Vestidos floreados, carteras, sombreritos, zapatos de tacones, medias nylón. Mirando las fotos de las mujeres caí en cuenta que hacía un par de días que yo no pensaba en el hijo de Brauser, qué lo que yo estaba buscando era a la mujer, a la rumana, la que se había entregado a todos esos chilenos, ella que se hacia llevar hasta la casa que habitaba con Brauser en los autos negros y discretos de la policía de Ceauscescu. Supe entonces que todo el viaje lo había fabricado sobre una mentira, me había estado engañando a mi mismo durante semanas, inventándome explicaciones para poder ir a buscarla a ella. Quería estar con ella, la estaba deseando, sin conocerla. Cuando vino la camarera con mi café la miré con tanta intensidad, la tomaba como substituto de lo que yo buscaba en la mujer de Brauser, que ella se ruborizó y me preguntó si todo estaba como debía ser.
Cuando llegué al hotel hube de esperar hasta las nueve de la noche a que apareciera Gacitua. Estuve abajo, sentado en un sillón en un saloncito con ventana a la calle, no lejos de la recepción, cuando lo divisé llegar caminando, con su bolso colgado del hombro y detenerse en la esquina todavía un momento para despedirse del hombre que lo acompañaba. El otro siguió su camino, tras darse un ligero apretón de manos con el nochero por lo que cayó de inmediato fuera de mi vista, en tanto que Gacitúa atravesaba en diagonal hacía la entrada del Aleea y lo pude observar unos instantes hasta que desapareció por mi izquierda. Lo había tragado la puerta giratoria del hotel. El nochero llegaba exactamente a las nueve de la noche.
Apenas me vio aparecer por el bar, Gacitúa me informó que había hablado (por teléfono) con gentes que decían conocer el paradero de la familia de Brauser, en Budapest. Las mismas personas le habían dicho que ellos se encargarían de contactar al hijo de Brauser y que si éste o su madre deseaban encontrarse conmigo, les harían saber que yo los esperaba al día siguiente, viernes, en el hotel, a las diez de la noche. Quedaba claro, era al menos la interpretación del nochero, que los contactos dudaban de que los Brauser quisieran conocer a un desconocido venido de Estocolmo después de todos esos años. En otras palabras, si Lucian Brauser no se venía al hotel a la hora indicada yo sabría que no querían verme. Quise averiguar un poco más con Gacitúa pero me cortó por lo sano.
- No lo voy a engañar - me dijo - los ubiqué a través de conocidos, todo por teléfono. La verdad, a esa gente no la he visto ni en peleas de perros.
El viernes a las diez de la noche pasó el hijo de Brauser a buscarme. Llegó al hotel puntualmente y me propuso que fuéramos a un local a tomar unos tragos y a conversar. Allí tendría la oportunidad de conocer a su madre. Manejaba un Ford Colt, color metálico, que se veía bastante a mal traer. No mostró ningún interés en pasar al bar del Aleea a tomar un trago antes de partir a la cita y yo no insistí. Marchamos en dirección sur hasta encontrar un área de parques, después giramos hacia el este tomando por el Boulevar Marasesti y después hicimos varias calles pequeñas hasta tomar otra avenida amplia, Calea Vitan. Lucian conversaba en inglés, intercalando palabras en francés, o en italiano, cuando lo consideraba necesario. Yo respondía en inglés, corto, forzado y precario. Como no parecía molestarle en absoluto hablar con un extranjero en esas circunstancias, me sentí más relajado y contesté a las preguntas que me hacía acerca de su padre y de cómo había sido su fallecimiento, la enfermedad y el funeral mismo. Después preguntó sobre el tipo de vida que llevaba su padre en Estocolmo y, con naturalidad, quiso saber si su padre dejaba algo. Sin darme cuenta habíamos dejado Calea Vitan y ahora estábamos aparcando en una calle lateral, cuyo nombre no observé. De hecho me había extraviado, aunque sabía que estábamos al este de Bucarest, no lejos del centro de la ciudad ni de la zona verde que hay al lado sureste de ella.
El local estaba en una calle del centro, pero apartada y más pobre, que las vías principales. Se entraba por una puerta lateral, bajando por una escala mecánica que desembocaba en un plano subterráneo y mal iluminado, en el cual se distinguían los letreros luminosos de a lo menos media docena de sitios parecidos. El cabaret en el cual entré, finalmente, siguiendo a Lucian, llevaba por nombre Strada. Lucian iba adelante, me había dejado de hablar desde que aparcamos el auto y empezamos a bajar por la escala mecánica. De vez en cuando giraba la cabeza y comprobaba que yo seguía detrás suyo, un poco en diagonal y a medio metro de distancia. Entonces levantaba la mano derecha y la hacía caer repetidamente hacia adelante, con los dedos extendidos, mostrando que ése era el camino nuestro. Se detuvo, sin embargo, al llegar a la puerta del cabaret y vi su cabeza, la gorra americana que la cubría, los cabellos largos de color casi rojizo, el cuello y la espalda de su camisa azul de mangas cortas, los brazos delgados, la espalda un poco encorvada y frágil, los pantalones blancos de confección barata. Esta vez murmuró algo, mientras abría la puerta, pero no lo dijo para que yo lo escuchara, sino para que yo entendiera que aquí había que entrar. Usaba siempre, hablara o no, un lenguaje eficaz que habría entendido un perro.
Dentro del Strada caminamos todavía unos pasos por un piso pintado de color azul. A la derecha nuestra había por lo menos ocho o nueve hileras de mesas bajas, de las cuales unas pocas estaban ocupadas. La música estaba lejos de recordar ese bullicio asqueroso y artificial que abunda en las discotecas. Desde la izquierda nos llegaba la franja larga e iluminada del bar. Había allí apenas nadie, aparte de un grupo de mujeres jóvenes rubias y altas, de aspecto eslavo, que en cualquier lado habrían sido una bellezas, aunque en el Strada estaban vestidas de una manera que difícilmente podría poner en cuestión el oficio que practicaban y las lealtades a las estaban sometidas. La música tenía un motivo y una particularidad. Los músicos, eran cuatro y en vivo, estaban al fondo y a la derecha del escenario. Alguien, un hombre de pelo largo, estaba al piano; otro, gordo y calvo, el acordeón. Había un tercero agazapado detrás de una batería, al cual no distinguía. El cuarto, una mujer, tocaba el violín. Sobre el escenario, delante de ellos, un par de mujeres que parecían haber salido del grupo de eslavas arrimadas junto al bar estaban bailando cualquier cosa y sacándose la ropa, en un ir y venir tan estudiado e como interminable, pues lo que se quitaba una se lo ponía la otra. Como única decoración había un escritorio blanco, con cajones abiertos y el par de sillas que las rubias requerían para hacer lo suyo.
Acostumbrado a la luz y aburrido ya del strip-tease perpetuo de las eslavas, mis miradas terminaron descansando en la mujer del violín. Podría tener cuarenta o más años. A la distancia, su rostro era el de una niña; su cuerpo, delgado y bien formado; su piel era muy blanca y su pose el de una jovencita tocando su instrumento ante la mirada severa y enamorada del maestro, que lo mismo termina por interrumpirla con insultos, reproches, aplausos o besos. Ella, la violinista, estaba sentada más adelante que el resto de los músicos, abría ampliamente las piernas como si hubiese estado tocando violonchelo y vestía de largo y de negro. Había en ella la elegancia en la figura y en el vestir que habría tenido que tener si hubiera estado haciendo de primer violín en una sinfónica. Pero estaba ahí, de todos los lugares, en el Strada de Budapest. Supe de inmediato que ella era lo único que valía la pena contemplar de lo que se ofrecía allí. Entonces Lucian se inclinó hacia mi y me dijo que la mujer que estaba mirando, la del violín, era María Petrescu, su madre.
Los músicos parecían apernados al escenario. Acompañaron primero a las strip-tiseras, después hicieron fondo musical a un mago bastante diestro que transformaba palomas en mujeres con poca ropa y viciversa. A continuación vino un cantante gitano, que llegó de la mano con su guitarrista e interpretó algo que se anunció como 'muro shavo' auténtico, de ritmo muy rápido, que obligaba a los del cuarteto a hacer prodigios para cubrir con notas lo que iba creando el cantar de los gitanos. Me gustó el número, dudé de su autenticidad, ejecutado como estaba en un cabaret de mala muerte, para turistas extraviados. Detrás de los gitanos llegaron más mujeres como si piernas, senos y nalgas eslavas fueran la única atracción posible, en Bucarest, a esas horas.
En una pausa de los músicos se acercó Maria Petrescu a la mesa a saludarnos. Sabía, por lo visto, quién era yo y a qué venía. Nos besó a los dos en la boca. Era una mujer de mediana estatura. Mirándola de cerca se notaba que estaría por llegar a los cincuenta, aunque muy bien conservada. Se empinaba a abrazar, lo tomaba a uno por los hombros y sus besos eran cualquier cosa, menos inocencia. Al grupo se incorporó a poco el resto de la orquesta. Ella iba presentándolos por nombres que yo iba olvidando a medida que ella los pronunciaba. Nos sentamos todos. Maria Petrusco se ubicó al lado mio. Pedimos más vino, tomamos unas copas y las alzamos en un salud que uno de ellos reforzó con un prosit. Se habló del espectáculo, en rumano y en inglés pero yo no escuchaba nada. Maria Petrescu me había tomado por su cuenta y me musitaba cosas al oído. Por momentos me parecía que me estaba ofreciendo su cuerpo, todavía firme y bello. Sentía una alegría de borracho estando allí muy cerca de ella. Olía bien y tenía su rostro tan cerca del mio, hablándome todo el tiempo, que no había forma de girar la cabeza hacia ella sin que los labios se tocaran. Amparados por la oscuridad del local, terminamos abrazados, besándonos, sin disimulo. Seguimos hasta que los músicos empezaron a retirarse de la mesa para preparar la segunda parte del espectáculo. Lucian fumaba y nos observaba, en silencio. No era la primera vez que veía a su madre con un extraño. Ella se levantó por fin, le hizo un cariño al hijo como disculpándose y después se volvió hacia mi y me volvió a besar en los labios.
A las dos de la madrugada el show terminó. Maria Petrescu regresó algo más tarde a nuestra mesa, ya cambiada de ropa. Vestía ahora una blusa blanca debajo de una chaqueta de cuero negro corta y ajustada al cuerpo, blue jeans. Llegó acompañada de un tipo, que venía a cargo del violín. Dio la impresión de que era el hombre de ella. Sin inmutarse, ella nos volvió a besar efusivamente a su hijo y a mi. Hacía un rato Lucian y yo habíamos pagado la cuenta. Había llegado el minuto de largarnos de allí.
Salimos del Strada. El hombre propuso algo. Parece quería ir a otro local y tomar algo más. Se llegó a la conclusión de que a esa hora no había nada abierto en Budapest que valiera la pena. Mientras tanto marchábamos juntos hacia el auto. Lucian y el hombre iban adelante. Noté que el hombre era más ancho que Lucian, al caminar se le quedaba una pierna atrás, podría tener 35 o 40 años, era menos blanco que la madre y el hijo, pero no moreno. Usaba anteojos oscuros, parca azul, pantalones sueltos y arrugados. Maria Petrescu y yo marchábamos detrás, tomados del brazo, ella algo inclinada hacia mi. Mientras caminábamos me preguntó si Brauser había sufrido mucho y dije que no. Me hizo otra pregunta y dije respondí cáncer al estómago. Hizo un gesto, mientras avanzaba, y se tocó el estómago. Preguntó más cosas. Yo la llevaba ahora ligeramente tomada de la cintura. Mi mano se deslizaba por su cadera, subía hasta su hombro, la afirmaba apretándola suavemente contra mi. Había estado deseándola antes de conocerla, ahora la deseaba aún más.
En el auto nos sentamos siguiendo el patrón impuesto por la caminata. Lucian al volante, el hombre de las gafas oscuras, a su lado, nosotros en el asiento de atrás, yo a la izquierda, Maria Petrusco a la derecha. Allí cambió ligeramente la situación, o no cambió nada: ellos habían estado hablando rumano todo el tiempo, sólo que yo no me daba cuenta. Maria Petrescu tomaba parte en la conversación. El hombre de las gafas oscuras era el que más hablaba, levantando ligeramente la cabeza a veces, como para hacerse oír, pero sin mirar hacia atrás. Tampoco se dirigía particularmente a Lucian, que no decía nada. Tuve la impresión que estaban discutiendo algo que ellos sabían que yo no entendía y que nadie pensaba traducir para mi. Maria Petrescu hablaba menos, pero cuando lo hacía daba la impresión que estuviera negando, acaso resistiendo a una propuesta que uno de los otros había lanzado y que ella no quería aceptar. Pasamos delante de la estación de metro Stefan Cel Mare. Estábamos al norte de la ciudad. Me aíslé de ellos tratando de averiguar en que dirección marchábamos. Ahora no había contacto físico con ella, estábamos sentados uno al lado del otro, en distintos planetas. Al poco rato el auto se detuvo. Caminamos unos pasos hasta la esquina y entramos después a un edificio de departamentos de Cristea Mateescu. Cruzamos un patio interior mal iluminado y después entramos por una segunda puerta, tomando primero un pasillo largo y después una escalera, otro pasillo, con piso de madera. Maria Petrescu iba adelante, yo trataba de caminar junto a ella, los otros cerraban la marcha. El de las gafas oscuras no dejaba de arrastrar la pierna. Lucian traía un aire circunspecto e idiota, que había ido adquiriendo mientras su madre y yo nos abrazábamos en el Strada. Cuando llegamos a la puerta del 33-A , el hombre de las gafas se apresuró a hacernos pasar, a Maria Petrescu y a mi. Entramos. Lucian y el hombre de las gafas se quedaron todavía en la puerta y sus voces se sentían llegar como si estuvieran discutiendo. Por un momento me dio la impresión que nos iban a dejar a Maria Petrescu y a mí solos. Que ellos se iban a largar y que era esto lo que habían discutido en el auto y en el pasillo. Finalmente sentimos cerrarse la puerta y ambos hombres hicieron su aparición en la sala.
Una vez en el departamento el hombre de las gafas oscuras trajo una botella y sirvió unas copas. El vino era más malo que los que había tomado hasta allí y sabía peor aún ahora que los rumanos parecían haberse desentendido de mi persona. No hablaban mucho entre ellos tampoco, parecía que estaban vacilando en tomar una decisión. Entendí que en uno u otro caso la decisión que tomaran me afectaba. Me sentía como un pariente lejano, sentado mientras tanto a la mesa, con una copa de vino en la mano, muerto de hambre y sueño, esperando saber si los dueños de casa le van a dar casa y comida o lo van a tirar a la calle. Debe haber pasado una media hora, o cuarenta minutos, en los cuales bebimos sin parar, en silencio. Calculé que eran alrededor de las tres de la madrugada y que Maria Petrescu había terminado por imponer su voluntad.
Ella acercaba a ratos su rostro hacia mi, levantaba apenas el vaso, como en gesto de salud, y después farfullaba algo que yo no lograba entender. Repitió varias veces el nombre de Juan Carlos Brauser. También le oí mencionar a Ceaucescu. Parecía protestar, entre el silencio de los otros, de cualquier cosa. De lo mal que estaba Bucarest; de lo carajo que se había sido Brauser, o peor aún, de lo carajo que había sido Ceaucescu. Borracho, en mi mente, en el drama de Rumania, se mezclaban los nombres de Brauser y de Ceuacescu arrojando nueva luz a una historia que hasta ahora estaba mal entendida.
Ella estaba borracha y bebía con resentimiento. El hijo bebía por pura estupidez. El hombre de las gafas negras bebía como debe ser, sin prestarle atención a emociones ni rencores. Estaba allí para agregar lo que fuera necesario: traer más vino, o golpear duro, o hacer cualquier otra cosa que se le ocurriera a la mujer. Por mi parte bebía de miedo, lo sentía subir lentamente por mi espina dorsal, me imaginaba no poder ya contenerlo.
La protesta rencorosa de la mujer iba conmigo. Por momentos se alzaba del sillón, se movía de un lado a otro, dirigiendo la protesta al hijo o al hombre de las gafas. Tuve la sensación de que, faltando Juan Carlos Brauser y desaparecido Nicolai Ceuscescu, quedaba yo y que cualquier cosa que ella dijese me inculpaba, que no había perdón, ni encuentro alguno.
El de las gafas oscuras salió al pasillo y lo sentí abrir una puerta. Todo se calmó entonces, menos el miedo que se había apoderado de mí. La mujer dejó de murmurar, el hijo seguía serio, poniendo cara de estúpido. Sentí latir mi corazón, batiendo asustado y aprisa. Observé que el hijo se había puesto intranquilo, que había perdido la confianza ahora que el de las gafas andaba afuera. Después se escucho al hombre mear allá adentro, en algún pieza vecina, tirar después la cadena, abrir la puerta, repetir los pasos, arrastrando el andar por el pasillo. Los segundos se hicieron infinitos. En ese instante recordé que él era el hombre que había visto el día anterior con el nochero Gacitúa, en la esquina del Hotel Aleea. Fue eso y darme cuenta que el miedo podía transformarse en terror, en miedo físico, lejano y ajeno de la idea de intranquilidad que había sentido hasta ahora. Los otros seguían como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida. La estupidez del hijo seguía en dónde estaba antes. El hombre de las gafas se entretuvo un poco en la cocina y llegó portando otra botella, idéntica a la anterior. Mientras tanto la mujer había abierto un cajón de un mueble ancho ubicado al lado de la mesa y estuvo rebuscando. Por fin sacó un bolsón de porte mediano, lo abrió para verificar su contenido, lo cerró de nuevo y se vino, agitándolo, hacía mi. Yo entendí que ahora venía la escena final y que todo estaba por acabarse.
Por un instante pensé que me iba a presentar la prueba irrefutable de que ella era la mujer legítima, madre del chico estúpido, su único hijo, hecho hombre por obra y gracia de Juan Carlos Brauser, sepultado (sin haber resucitado) en Estocolmo meses atrás y no una farsa mal planeada por ellos para asustarme. Intuí que lo que estaba ocurriendo significaba aumentar de algún modo mi deuda con la mujer. Después entendí que estaba errado: lo que mostró, agitó en el aire y, finalmente, volcó arriba de la mesa, desafiando las protestas del hijo y del hombre de las gafas que se sumaban a las de ella que yo recibía como insultos dirigidos a nombre mió, de Brauser, del de las gafas, del hijo, de Bucarest entera, fue un montón impresionante de billetes, de marcos alemanes, puede que cincuenta o cien mil marcos, no sé. Lo irreparable, lo que la agitaba a ella, lo que transformaba el bello rostro de Maria Petrescu en la cara de una mujer perdida, consumida por la mentira de la vida, era el hecho burlesco de que esos billetes, otrora una fortuna, ahora no valían nada, cero, menos que cero todavía, que lo mismo daba ir a tirarlos al tarro basurero. Pero ella no se conformaba. Entendí también que ni Brauser, ni ninguno de los presentes, excepto yo, podía hacer algo para reparar algo que fuera de la injusticia, la miseria de la vida que se prolongaba ahora hasta el rostro endurecido de la mujer.
Entonces me serené, perdí el miedo, concebí una salida. Empecé a juntar billetes dispersos arriba de la mesa y me puse a ordenarlos, como si pensara hacer algo con ellos. Este gesto tuvo un efecto inmediato. La mujer dejó de pasearse y mascullar y se instaló a mi lado. Los otros también se animaron y me miraban con curiosidad. Me sentí en ese momento cual empleado de casa de cambios, barajando billetes ajenos después de una noche de juerga, contando dinero, ante la mirada impaciente de un grupo de turistas borrachos. Reinó alrededor de la mesa la impresión de que podía haber una solución que devolviera su valor a los billetes inservibles mientras yo comenzaba a contarlos.
Quedaba media botella de vino. Llené mi vaso y vertí lo que quedaba en el de mujer. Puse la botella vacía a un lado, a la vista del hombre de las gafas oscuras. El tipo miraba la botella, después a la mujer. Recogí un montón de billetes de a cincuenta y empecé a contarlos lentamente. Eran tantos, que a poco andar perdí la cuenta y tuve que empezar de nuevo, agrupando esta vez los billetes en lotes de a diez, los que iba colocando uno arriba del otro, sujetando cada lote por medio de un billete doblado. Había en la mesa tantos billetes que después de quince minutos todavía no había acabado. Llevaba contados treinta y seis atados, diez y ocho mil marcos en billetes de a cincuenta. Quedaba mucho por ordenar y contar arriba de la mesa, en valores de diez, veinte, cincuenta y cien marcos. Cualquiera veía que había allí un capital en dinero inútil. Saqué un trozo de papel y un lápiz del bolsillo y anoté la cifra.
Ninguno de ellos hacía gesto alguno para ayudarme a ordenar billetes. Era como si temieran romper un orden introducido por mí, joder la solución que yo y nadie más parecía percibir. Le pregunté a la mujer si había más maletines con monedas. Vaciló primero, sorprendida, después afirmó que si con la cabeza. No dije nada. Seguí contando billetes de a diez marcos por otros veinte minutos, hasta que tenía contados 9 mil marcos más. Encendimos cigarrillos y fumamos en silencio. Acabé el vaso de vino. Maria Petrescu había terminado el suyo, mientras yo contaba. El de las gafas seguía inmóvil, sin articular palabra. Lucian se había parado y se había vuelto a sentar otra vez. No decía nada, miraba a la mesa y a los montones de billetes como si fuera la primera vez que los veía. El aíre idiota había sido reemplazado por sueño puro y simple. Miré la hora. Vi que faltaban pocos minutos para las cuatro. Hice gimnasia con los dedos de ambas manos y sonreí suavemente mirando a mis compañeros de mesa, Me sentí tranquilo y despejado, seguro de haber ganado, seguro que aquí no iba a pasar nada si yo mismo no lo iniciaba, que ellos no iban a tomar ninguna iniciativa en tanto hubieran billetes sin contar encima de la mesa.
Los había embrujado haciendo la misma cuenta que ellos habían hecho veinte veces antes. Pensé en abrir mi billetera y ofrecer unos pocos euros por el montón de dinero inservible. Decidí esperar un poco y seguí contando billetes.Tenía anotados sumas por cuarenta mil marcos, quedaba mucho más por contar aún, cuando el hombre de la gafas se paró y se fue a la cocina, exagerando la cojera, como si la noche se la estuviera aumentando. Lucian dormitaba en la silla al frente mió, la mujer permanecía muda a mi lado, desde hacía mucho rato no decía una palabra. Escuché al hombre en la cocina, corriendo trastos, buscando probablemente las últimas botellas. Cuando sentí que el de las gafas oscuras cerró la puerta de la alacena me levanté bruscamente y empujé a Lucian con la palma abierta de la mano sobre su frente, de modo que cayó hacía atrás, la silla se desplomó y Lucian cayó con silla y todo al piso. La mujer trató de levantarse. Intento socorrer al hijo. Mientras ella se movía hacia Lucian y éste empezaba a moverse en el suelo, buscando incorporarse y el hombre de las gafas oscuras maldecía al tiempo que apuraba su renguera por el pasillo, yo ya estaba abriendo la puerta y saliendo al pasillo.
Tiré un puñado de marcos alemanes mientras corría hasta encontrar la escala y bajarla, cruzar el patio interior, encontrar la segunda puerta y seguir corriendo, acensando furiosamente, hasta encontrar la puerta de calle. En el pasillo sentí las pisadas de los otros corriendo detrás. Una vez en la calle corrí a toda velocidad, por el medio de la calle, hasta llegar a la esquina de la calle donde habíamos aparcado. Pasé corriendo delante del Colt sin detenerme. De los otros no se veía señales. A prudente distancia, sabiendo que podía correr varias cuadras más y ellos no, esperé un rato. No se tomaron la molestia de seguirme. A las cinco de la mañana estaba aclarando en Budapest. Encendí un cigarrillo, caminé fumando, me gustó caminar sin rumbo, por las calles de Budapest. Caminé hasta tropezar con un obrero que iba camino de su trabajo. Me mostró como encontrar la estación más cercana del metro. ENtonces regresé al hotel.
Gacitúa, el chileno, estaba dormitando, echado sobre el sofá en la pieza de al lado de la recepción, cuando irrumpí en el hotel. Se despertó inquieto, intentó incorporarse, me reconoció de inmediato y el miedo se reflejó en sus ojos. Se hizo pequeño y trató de protegerse como si pensara que le iba a golpear en la cara. Yo estaba sereno, no pensaba pelear una segunda vez, encendí un cigarrillo y le ofrecí uno, para que se serenara. Lo tomó entre los dedos, lo encendió. Entendió que si no peleábamos había que hablar.Y hablámos.
Aunque todo lo que se dijera era igualmente inútil tratándose de Brauser o de Maria Petrescu. No se podía saber qué era mentira y qué no. Pero Gacitúa habló y lo dejé hablar, sin interrumpir. Primero estuvo calmado, fumando el cigarrillo, sujetando con la mano libre el bolso, como si pensara que yo planeaba quitárselo a tirones. Su voz fue cambiando, perdiendo la timidez inicial, hizo incluso algún sarcasmo. Sentí que había perdido el interés por la familia de Brauser. En pocas horas más estaría en un avión alejándome definitivamente de Bucarest. Solo que Gacitúa se fue calentando con el sonido de su propia voz. En algún minuto se irritó conmigo, consigo mismo y con todos, terminó levantando la voz: Qué Brauser conoció, me dice usted! Si usted no lo puede haber conocido a Brauser para nada. Qué va a venir a contarme cosas! Si ése nunca se casó con ninguna de las mujeres que tuvo. Nunca tuvo hijos con ninguna. Todo eso eran patrañas que se inventaba, igual que todos nosotros, para sentirse mejor. Qué películas que no le habrá pasado a usted. ¿Quiere que le diga la firme, de una vez por todas? A todas las mujeres con las que estuvo, el Brauser, o las dejó en la calle o si fueron tan pelotudas que le aguantaron hasta el final las puso de putas, en cualquier lado por ahí. Si a Maria Petrescu fuí yo, con mi mujer, que se compadecía harto de ella, cuando la encontraba tocando el violín y pidiendo monedas afuera de la estación del metro, si fuímos nosotros y mi compadre, el rengo ese que vio usted, que le encontramos algo, para que se ganara la vida y ya lo ve, acabó tocando en el Strada, mejor que de puta.
Hizo una pausa, y siguió más calmado. ¿Y sabe que nos mandó Brauser, a mi, a otros chilenos, a Maria Petrescu y a unas cuantas minas más que tuvo por acá? Nos mandó marcos, francos y billetes que había en Finlandia y que ahora no me acuerdo cómo se llamaban, cuando metieron el euro. No sé cómo Brauser llegó a tener en su poder todos esos billetes, pero le digo que se podía tapar las calles de Bucarest con ellos. Los juntaban en algún lugar para quemarlos y de ahí se los robaban y los mandaban a los países del Este, porque de aqui era más fácil meterlos, para estafas, para pagar mujeres que traían engañadas a Europa desde lo que quedó de la Unión Soviética, en el negocio de la trata de blancas, sabe usted, buscaban lugares en donde no sabían qué países habían pasado al euro y cuales no...¿Me dirá usted de donde sacaba él esas ideas?
Regresé a Estocolmo. Pasaron los días. De Maria Petrescu no he vuelto a saber nada. No sé que pensará ella de lo que pasó aquella madrugada en Bucarest. No sé si ella entendió y yo tampoco sé que fue lo que pasó. A veces siento deseos de escribirle, de regresar a Bucarest y verla de nuevo, sentado en una mesa del Strada, observarla a la distancia, como esa vez. Verla corrigiendo la posición del violín en el hombro, levantando después el arco para sacarle las primeras notas.
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