TURISTA EN SANTIAGO
Oscar Bravo Tesseo
Estando de turista en Santiago corre el riesgo, tarde o temprano, de sentirse sumamente sediento a medida que el día avanza. En parte debido al calor excesivo; más que nada por las nubes de smog que flotando en el aire se dedican a asaltar tanto a turistas como a nacionales, sin enterarse si usted es hombre o mujer, si es rico o pobre, si blanco o azúl.
Si le ocurre un ataque de tos, siente como se hubiera tragado una roca en la garganta y tiene ganas de llorar, es que llegó la hora de entrar y tomar asiento en algún local, restaurante, salón de té, café o lo que sea – cualquier cosa que no esté a la intemperie pues esto no le ayudaría, al contrario: sentarse en una mesa en la vereda es algo que uno hace en Estocolmo, lugar en dónde los desórdenes ambientales existen, más que nada, en el mundo importante asi como poco concreto de las teorías. Santiago equilibra algo la desventaja ambiental de Estocolmo con calles limpísimas si se las compara en lo que se refiere a basuras, tarros, botellas, deshechos de plástico, pitillos, colillas, condones usados, meados, vómitos y restos de comidas que nadie ingerió todavía. Hablo naturalmente del centro de Estocolmo y del de Santiago, lugar éste último que yo he amado infatigable desde los tiempos del Liceo Número 8 de Hombres, que cuando yo asistía allí ni siquiera tenía nombre: hablo de un Santiago concreto, esto es, de una superficie que va más o menos entre la Alameda, el Cerro Santa Lucia, la Plaza de Armas y el Palacio de La Moneda. La veracidad de lo que es el Centro de Santiago si se ha de aparejar con mi propia delimitación es cuando menos discutible. Entre otras cosas por cuanto tendré que nombrar, e incluso recomendar, varios lugares que definitivamente caen afuera de mi demarcación.
Santiago está por lo tanto lleno de lugares a los cuales uno entra sin más ni más - como en Estocolmo se entra a los servicios de peluquería que no exigen tomar cita previa - entrar, tomar asiento y pedir. Siempre pasan una carta en castellano, asi que es cosa de apuntar con el dedo en alguna linea, leer acortando las vocales lo más que pueda y rogar para que la suerte le venga al encuentro. De lo contrario tiene uno que ser bastante versado en castellano y, sobretodo en la versión local de este idioma, o peor aún, hay que ser muy competente para entender lo que está escrito en el menú.
La norma es que uno llega y entra a todas partes. De acuerdo con una investigación reciente hecha por mi hay un lugar en todo Santiago el que requiere un santo y seña para que lo dejen entrar. Pero éste lo voy a revcelar aquí, sin demora, de modo que no hay para que preocuparse. El restaurante en cuestión se llama “Los Canallas”, queda en San Diego 379 B y sirve de la cocina chilena - en este punto, un inglés leyendo este artículo exclamaría con toda inocencia “No me había enterado que había una cocina chilena!” - pero asi es. Ahí la sirven. Para entrar y comprobarlo hay que dar unos sonoros golpes a la puerta y lanzar un claro, distintivo y hasta generoso: ”Chile Libre!” con sentimiento y ojalá, si la causa apura, con buena pronunciación. Agregados estertóreos o espontáneos, a los cuales los nacionales son bien propensos – no son permitidos. Alaridos guturales a lo vikingo borracho tampoco serán de gran utilidad. Gritar, por ejemplo, “¡Cuba Libre!” no tengo la menor idea como sería interpretado por los Canallas, los cuales se supone tienen oído aguzado y son rudos de trato. Por lo demás, toda la calle San Diego arranca desde la vereda Sur de la Alameda y queda abolutamente fuera de mi carta de lo que sería Santiago Centro.
Además de éste, de acuerdo con lo que llevo entendido, no hay que yo sepa ningún otro local en Santiago que ponga restricciones a sus huéspedes para su ingreso, excepto la norma de ir más o menos decentemente vestido, a la moda que se le de la gana a uno. Es bueno esperar un momento depués de entrar, cuando se trata de restaurantes, a que aparezca alguíen, por lo general un mozo, a proponerle una mesa adecuada al grupo, al número, género y sus edades.
En Santiago no existe el oficio de “empuja a los turistas para adentro” ni mucho menos el de “tira a los turistas a la calle”. Se considera que poner un tremendo orangután a la puerta del local, con cara de pocos amigos y pinta de estar drogado, no beneficia las deseables buenas relaciones entre local y cliente. (Cómo esto no se observa en Suecia es para mi uno de los misterios más profundos de este pais: baste aquí recordar que hasta la secretaria general de la juventud socialdemocrata estuvo recientemente implicada en una pelea – a combo limpio – con varios personajes del oficio mencionado de lanzador).
Si uno está suficientemente ebrio y trata a toda costa de entrar en un local va a aparecer un servidor común y corriente, o dos o tres, o todos los que sean necesarios, y verán de convencerlo discretamente y con el mínimo de esfuerzo para todos los implicados, de que no entre. Los que atienden en locales de este tipo en Santiago, en realidad toda la manada desde la A hasta la Z, saben que para sobrevivir en esta rama uno no puede estar hablando por el celular, olvidarse de limpiar la mesa, arreglárselas con manteles llenos de manchas y, en general, sentarse en el cliente, como ocurre a menudo aquí en Suecia, en el nombre de un sentimiento igualitarista que odia dar servicio al prójimo.
Si siente ganas de tomarse una buena taza de café hay unas dos o tres anotaciones que recordar. El nivel de los cafés de Santiago mantiene un estándar muy alto, siendo el de una calidad especial el llamado “cortado”, que es un café espreso con un poco de leche calentada al vapor en la máquina de los espresos. Esta descripción se parece mucho al del cappuccino, sin embargo un cortado es algo distinto. Preferible tomar un cortado grande y no uno chico. Tanto cortado como espreso se sirve acompañado de una vaso de soda, lo cual es bueno si se recuerda que el motivo para entrar ahí era que uno se sentía ahogado y con la garganta atorada por el mal aire céntrico. Otra observación es echar una ojeada al local antes de optar por ingresar. La razón para esta precaución es evitarse caer en un café el que, por supuesto, sirve cortado de buena calidad, pero que en vez de los mozos corrientes de pantalón negro y vestón blanco se las maneja con un lote de chicas jóvenes que muestran un buen trozo de muslo y todo lo que quede de la pierna hasta llegar al piso. En estos “cafés con piernas” se ve uno obligado a estar de pie, acodado a la barra y rodeado de espejos, cuya función es resaltar la impresión inicial que pudieran haber dejado las chicas o las partes más visibles de ellas. Si uno se siente bastante cansado, acalorado y de mal humor, es mejor irse a otro lado, dónde haya asientos. En todo caso, una u otra visita a los “cafés con piernas” es un absoluto, los cafés que sirven no son peores que en otros lados y los locales son bastante inocentes. En el Paseo calle Ahumada hay dos cafés tradicionales, “con piernas” de todos modos, en pleno corazón de Santiago: el Haití y el Do Brazil; ambos son grandes, cómodos y entretenidos, sin olvidar que uno se sirve el café de pie. Tanto mujeres como hombres acostumbran a ir allí a tomar su café y pasar unos minutos o media hora al lado del mesón, conversando y fumando. Mi experiencia es que pocos se ocupan de las damas de las faldas cortas. Otra cosa: si usted coloca el más mínimo valor en esto de tomar café, no vaya a cometer el abuso de pedir un Nescafé por allí.
Restaurantes céntricos: El “Mermoz”, sirve comidas italianas y queda en Huérfanos 1046, calle que también es un paseo. Los paseos son de preferir, ya que el medio ambiente es mucho mejor en ellos. El “Nuria”, sirve cocina chilena e internacional, queda en Mac Iver esquina de Agustinas, Santiago Centro. En este restaurant comí yo una langosta inmensa regada con una botella de vino blanco de gran calidad, Tarapacá exZabala, en enero de 1964. Por entonces estaba yo cursando ingeniería en la Universidad Técnica del Estado, y haciendo en verano una práctica en Endesa, empresa que tenía sus oficinas en las cercanías. Para poder pagar el crustáceo descomunal, que cada uno se sirvió, tuvimos mi amigo Patricio Salas y yo que gastarnos todos los vales de almuerzo que nos daba el empleador para el mes. Instigador de esta jornada inolvidable fue – hay que reconocerlo – un ex capitán de ejército, el cual, puedo asegurarlo, era bastante simpático, entretenido y nada de golpista. Recuerdo que nos servían una manada de mozos, uno servía el vino, otro dirigía, un tercero traía y y otro retiraba los platos. Tenía yo entonces 20 abriles y ahora no estoy en condiciones de aventurar un juicio cierto acerca de si el Nuria mantiene la calidad o la ha empeorado en lo que va corrido de esto últimos 43 años.
El que quiera tratar de entender a los santiaguinos tiene que dar una visita al bar “El Rápido”, un local que desde los tiempos en que las memorias comienzan a perderse se ha especializado en servir empanadas chilenas fritas en aceite y a las cuales se les llama empanadas fritas, en contraposición con las llamadas empanadas de horno. Hay de queso y de carne. Este bar estaba allí mucho antes que Patricio y yo devoráramos nuestras langostas y me atrevo a afirmar haber comido empanadas fritas allí a finales de los cincuenta o comienzos de los sesentas. No se si don Alonso, autor de “La Araucana”, menciona las empanadas del Rápido en su poéma, pero yo lo haría en el caso me viniese a la cabeza escribir algunas loas al espíritu indomable chileno de comer cosas picantes que por lo general, caen mal al estómago. Rápido significa lo que significa, y vale tanto para el que atiende como para el cliente. Se nota no bien entrado allí: el cliente habitual no espera acercarse al mesón y no bien habiendo abierto la puerta larga un “ ¡tres y tres, maestro!” lo cual es interpretado correctamente como un pedido de tres empanadas de cada suerte. Es en absoluto aceptable, si uno se considera como un presunto candidato al premio Cervantes de literatura, decir: “póngame, pues, sin que medie juicio propio o ajeno alguno que pudiera desdecir este pedido, tres empanadas fritas de queso y en la misma cantidad otras, pero que sean de pino, sin dilación, por favor” pero esto se sentiría al oído de los habitués, e incluso al de los turistas más corridos, cómo algo extra pretensioso, aburrido y decidor de que uno no es un “santiaguino”.
Para bajar las empanadas, se recomienda pedir una garza, que es cerveza de barril, bien helada, tipo “lager”. Si lleva paquetes – cosa natural en un turista – el mesonero que le atiende va a insistir en colocarlos debajo del mesón, aliviándolo de esta manera de la carga. Aunque usted sea un nórdico que está convencido que más tarde o más temprano los chilenos lo van a dejar en cueros, tenga paciencia y entregue el paquete o el bolso o la mochila (siempre que no ande trayendo esquies adentro) que en este lugar nadie pretende robarle sus compras, sino más bien salvarlas de las manchas de aceite y del jugo de las empanadas y de pebre, una salsa de súbido tono hecha de ajies rojos, salsa de tomates, perejil picado fino, aceite y sal. Así que deje sus paquetes en la confianza de que va a salir de allí con ellos como corresponde. En este negocio se paga al salir, en los cafés con pierna, al entrar. En ambos casos le dan un vale que es conveniente entregar al mesonero antes de dejar el local o bien para que le le den su café. Dejar una moneda de 50 o 100 pesos es bien apreciado por gente que realmente trata de atenderlo de lo mejor que ellos saben. Esto es, uno paga, toma su vale timbrado, lo pasa junto con una propina al mozo, saluda, da las gracias y se va. Si ha logrado hacer todo esto sin que nadie note vacilación alguna para pronunciar “dos y dos”, “garza”, “el vale, por favor” y “adios, gracias” puede usted empezar a considerarse como un verdadero santiaguino, puesto que ser santiaguino es una manera de comportarse y no tiene nada que ver con pasaportes o nacionalidades. Y, por favor, no ande repartiendo “amigo” para acá y “amigo” para allá, si no quiere que lo confundan con un norteamericano de película que por equivocación se pasó de largo y metió a Méjico. Algo más, “El Rápido” queda en calle Bandera 347. Se puede llegar allí de alguna de las varias galerias que forman el Centro de Santiago y que los personajes locales usan para evitarse el calor de la calle.
En Bandera 317 está el “Bar Nacional” que tiene comedor en el piso superior, pasando desde el bar. Allí puede comer comida chilena o internacional. Se puede servir empanadas también, esta vez sentado, sin tener que pedirlas desde la puerta, como en el bar anterior.
Si uno quiere tomase un té o un café acompañado de dulces o tortas tiene que ir al “Café Colonia”, Köln, hubicado en Mac Iver 161, Santiago Centro y que es bien bueno – recordando que estamos en Santiago, no en Viena – en cuanto a tortas y pasteles. Este debe ser el único local en Santiago Centro que tiene el menú en alemán y en castellano y algún personal que entiende alemán. Acostumbro a ir allí, y soñar con la Europa germana (que muchas cosas buenas ha producido aparte de Adolfo H.) y pedir torta y una tetera de té.
La costumbre viene de cuando tenía 6 o 7 años y mi padre, después del trabajo, nos invitaba a mi madre, a mi hermano mayor y a mi, al Centro de Santiago a unas onces completas, una merienda que uno tomaba a eso de las cinco de la tarde, en la que confluían te, café, pan blanco, pan negro o integral, mantequilla, jamón cortado en trozo chicos, torta, a veces, helados, queques, galletas además de un vaso grande de jugo de melón, durazno o de otra fruta de estación. Mi padre quizá lo intuía, pero yo amaba intensamente los días de mitad de semana en que estas onces completas solían cobrar lugar y, probablemente pues mi memoria se ha encargado de borrar las ausencias y el tiempo sus fallas, no logro recordar siquiera una sola ocasión en que esta ceremonia haya faltado. Estoy convencido que estas actividades mundanas y anticuadas ya, quizás hasta para esa época, mantuvieron “las estructuras patriarcales” de las que hablan las feministas, en excelente estado de salud, en lo que hace a nuestra familia. Entonces había un buén número de Salones de Te en Santiago ( y los había también en Viña del Mar adonde íbamos a pasar una vacaciones sencillas cada verano, cuando mi padre tomaba vacaciones) si, esas fuentes de soda de invierno en que mi padre nos llevaba a todos a comer sopaipillas o al Circo de las Agulas Humanas, ese mundo hermoso de los carros con rieles de fines de 1940 y comienzos de los cincuenta.
De seguro que los niños de hoy – en Santiago y en Estocolmo, dos ciudades cuyos centros amo – sobre todo los que están llevando una infancia normal y feliz, van a recordar algún día, por allá por 2050, con alegría, calor y añoranza, las veces que sus padres los llevaron con sus hermanos a comer hamburguesas o pizzas y Coca-cola. ¡Qúe digo! Eso es lo que se hace felices a los niños de hoy, hamburguesas, ketchup y Coca-cola, en unos inmesos vasos de plástico.
Oscar Bravo Tesseo
Estocolmo, Enero del 2007
Estando de turista en Santiago corre el riesgo, tarde o temprano, de sentirse sumamente sediento a medida que el día avanza. En parte debido al calor excesivo; más que nada por las nubes de smog que flotando en el aire se dedican a asaltar tanto a turistas como a nacionales, sin enterarse si usted es hombre o mujer, si es rico o pobre, si blanco o azúl.
Si le ocurre un ataque de tos, siente como se hubiera tragado una roca en la garganta y tiene ganas de llorar, es que llegó la hora de entrar y tomar asiento en algún local, restaurante, salón de té, café o lo que sea – cualquier cosa que no esté a la intemperie pues esto no le ayudaría, al contrario: sentarse en una mesa en la vereda es algo que uno hace en Estocolmo, lugar en dónde los desórdenes ambientales existen, más que nada, en el mundo importante asi como poco concreto de las teorías. Santiago equilibra algo la desventaja ambiental de Estocolmo con calles limpísimas si se las compara en lo que se refiere a basuras, tarros, botellas, deshechos de plástico, pitillos, colillas, condones usados, meados, vómitos y restos de comidas que nadie ingerió todavía. Hablo naturalmente del centro de Estocolmo y del de Santiago, lugar éste último que yo he amado infatigable desde los tiempos del Liceo Número 8 de Hombres, que cuando yo asistía allí ni siquiera tenía nombre: hablo de un Santiago concreto, esto es, de una superficie que va más o menos entre la Alameda, el Cerro Santa Lucia, la Plaza de Armas y el Palacio de La Moneda. La veracidad de lo que es el Centro de Santiago si se ha de aparejar con mi propia delimitación es cuando menos discutible. Entre otras cosas por cuanto tendré que nombrar, e incluso recomendar, varios lugares que definitivamente caen afuera de mi demarcación.
Santiago está por lo tanto lleno de lugares a los cuales uno entra sin más ni más - como en Estocolmo se entra a los servicios de peluquería que no exigen tomar cita previa - entrar, tomar asiento y pedir. Siempre pasan una carta en castellano, asi que es cosa de apuntar con el dedo en alguna linea, leer acortando las vocales lo más que pueda y rogar para que la suerte le venga al encuentro. De lo contrario tiene uno que ser bastante versado en castellano y, sobretodo en la versión local de este idioma, o peor aún, hay que ser muy competente para entender lo que está escrito en el menú.
La norma es que uno llega y entra a todas partes. De acuerdo con una investigación reciente hecha por mi hay un lugar en todo Santiago el que requiere un santo y seña para que lo dejen entrar. Pero éste lo voy a revcelar aquí, sin demora, de modo que no hay para que preocuparse. El restaurante en cuestión se llama “Los Canallas”, queda en San Diego 379 B y sirve de la cocina chilena - en este punto, un inglés leyendo este artículo exclamaría con toda inocencia “No me había enterado que había una cocina chilena!” - pero asi es. Ahí la sirven. Para entrar y comprobarlo hay que dar unos sonoros golpes a la puerta y lanzar un claro, distintivo y hasta generoso: ”Chile Libre!” con sentimiento y ojalá, si la causa apura, con buena pronunciación. Agregados estertóreos o espontáneos, a los cuales los nacionales son bien propensos – no son permitidos. Alaridos guturales a lo vikingo borracho tampoco serán de gran utilidad. Gritar, por ejemplo, “¡Cuba Libre!” no tengo la menor idea como sería interpretado por los Canallas, los cuales se supone tienen oído aguzado y son rudos de trato. Por lo demás, toda la calle San Diego arranca desde la vereda Sur de la Alameda y queda abolutamente fuera de mi carta de lo que sería Santiago Centro.
Además de éste, de acuerdo con lo que llevo entendido, no hay que yo sepa ningún otro local en Santiago que ponga restricciones a sus huéspedes para su ingreso, excepto la norma de ir más o menos decentemente vestido, a la moda que se le de la gana a uno. Es bueno esperar un momento depués de entrar, cuando se trata de restaurantes, a que aparezca alguíen, por lo general un mozo, a proponerle una mesa adecuada al grupo, al número, género y sus edades.
En Santiago no existe el oficio de “empuja a los turistas para adentro” ni mucho menos el de “tira a los turistas a la calle”. Se considera que poner un tremendo orangután a la puerta del local, con cara de pocos amigos y pinta de estar drogado, no beneficia las deseables buenas relaciones entre local y cliente. (Cómo esto no se observa en Suecia es para mi uno de los misterios más profundos de este pais: baste aquí recordar que hasta la secretaria general de la juventud socialdemocrata estuvo recientemente implicada en una pelea – a combo limpio – con varios personajes del oficio mencionado de lanzador).
Si uno está suficientemente ebrio y trata a toda costa de entrar en un local va a aparecer un servidor común y corriente, o dos o tres, o todos los que sean necesarios, y verán de convencerlo discretamente y con el mínimo de esfuerzo para todos los implicados, de que no entre. Los que atienden en locales de este tipo en Santiago, en realidad toda la manada desde la A hasta la Z, saben que para sobrevivir en esta rama uno no puede estar hablando por el celular, olvidarse de limpiar la mesa, arreglárselas con manteles llenos de manchas y, en general, sentarse en el cliente, como ocurre a menudo aquí en Suecia, en el nombre de un sentimiento igualitarista que odia dar servicio al prójimo.
Si siente ganas de tomarse una buena taza de café hay unas dos o tres anotaciones que recordar. El nivel de los cafés de Santiago mantiene un estándar muy alto, siendo el de una calidad especial el llamado “cortado”, que es un café espreso con un poco de leche calentada al vapor en la máquina de los espresos. Esta descripción se parece mucho al del cappuccino, sin embargo un cortado es algo distinto. Preferible tomar un cortado grande y no uno chico. Tanto cortado como espreso se sirve acompañado de una vaso de soda, lo cual es bueno si se recuerda que el motivo para entrar ahí era que uno se sentía ahogado y con la garganta atorada por el mal aire céntrico. Otra observación es echar una ojeada al local antes de optar por ingresar. La razón para esta precaución es evitarse caer en un café el que, por supuesto, sirve cortado de buena calidad, pero que en vez de los mozos corrientes de pantalón negro y vestón blanco se las maneja con un lote de chicas jóvenes que muestran un buen trozo de muslo y todo lo que quede de la pierna hasta llegar al piso. En estos “cafés con piernas” se ve uno obligado a estar de pie, acodado a la barra y rodeado de espejos, cuya función es resaltar la impresión inicial que pudieran haber dejado las chicas o las partes más visibles de ellas. Si uno se siente bastante cansado, acalorado y de mal humor, es mejor irse a otro lado, dónde haya asientos. En todo caso, una u otra visita a los “cafés con piernas” es un absoluto, los cafés que sirven no son peores que en otros lados y los locales son bastante inocentes. En el Paseo calle Ahumada hay dos cafés tradicionales, “con piernas” de todos modos, en pleno corazón de Santiago: el Haití y el Do Brazil; ambos son grandes, cómodos y entretenidos, sin olvidar que uno se sirve el café de pie. Tanto mujeres como hombres acostumbran a ir allí a tomar su café y pasar unos minutos o media hora al lado del mesón, conversando y fumando. Mi experiencia es que pocos se ocupan de las damas de las faldas cortas. Otra cosa: si usted coloca el más mínimo valor en esto de tomar café, no vaya a cometer el abuso de pedir un Nescafé por allí.
Restaurantes céntricos: El “Mermoz”, sirve comidas italianas y queda en Huérfanos 1046, calle que también es un paseo. Los paseos son de preferir, ya que el medio ambiente es mucho mejor en ellos. El “Nuria”, sirve cocina chilena e internacional, queda en Mac Iver esquina de Agustinas, Santiago Centro. En este restaurant comí yo una langosta inmensa regada con una botella de vino blanco de gran calidad, Tarapacá exZabala, en enero de 1964. Por entonces estaba yo cursando ingeniería en la Universidad Técnica del Estado, y haciendo en verano una práctica en Endesa, empresa que tenía sus oficinas en las cercanías. Para poder pagar el crustáceo descomunal, que cada uno se sirvió, tuvimos mi amigo Patricio Salas y yo que gastarnos todos los vales de almuerzo que nos daba el empleador para el mes. Instigador de esta jornada inolvidable fue – hay que reconocerlo – un ex capitán de ejército, el cual, puedo asegurarlo, era bastante simpático, entretenido y nada de golpista. Recuerdo que nos servían una manada de mozos, uno servía el vino, otro dirigía, un tercero traía y y otro retiraba los platos. Tenía yo entonces 20 abriles y ahora no estoy en condiciones de aventurar un juicio cierto acerca de si el Nuria mantiene la calidad o la ha empeorado en lo que va corrido de esto últimos 43 años.
El que quiera tratar de entender a los santiaguinos tiene que dar una visita al bar “El Rápido”, un local que desde los tiempos en que las memorias comienzan a perderse se ha especializado en servir empanadas chilenas fritas en aceite y a las cuales se les llama empanadas fritas, en contraposición con las llamadas empanadas de horno. Hay de queso y de carne. Este bar estaba allí mucho antes que Patricio y yo devoráramos nuestras langostas y me atrevo a afirmar haber comido empanadas fritas allí a finales de los cincuenta o comienzos de los sesentas. No se si don Alonso, autor de “La Araucana”, menciona las empanadas del Rápido en su poéma, pero yo lo haría en el caso me viniese a la cabeza escribir algunas loas al espíritu indomable chileno de comer cosas picantes que por lo general, caen mal al estómago. Rápido significa lo que significa, y vale tanto para el que atiende como para el cliente. Se nota no bien entrado allí: el cliente habitual no espera acercarse al mesón y no bien habiendo abierto la puerta larga un “ ¡tres y tres, maestro!” lo cual es interpretado correctamente como un pedido de tres empanadas de cada suerte. Es en absoluto aceptable, si uno se considera como un presunto candidato al premio Cervantes de literatura, decir: “póngame, pues, sin que medie juicio propio o ajeno alguno que pudiera desdecir este pedido, tres empanadas fritas de queso y en la misma cantidad otras, pero que sean de pino, sin dilación, por favor” pero esto se sentiría al oído de los habitués, e incluso al de los turistas más corridos, cómo algo extra pretensioso, aburrido y decidor de que uno no es un “santiaguino”.
Para bajar las empanadas, se recomienda pedir una garza, que es cerveza de barril, bien helada, tipo “lager”. Si lleva paquetes – cosa natural en un turista – el mesonero que le atiende va a insistir en colocarlos debajo del mesón, aliviándolo de esta manera de la carga. Aunque usted sea un nórdico que está convencido que más tarde o más temprano los chilenos lo van a dejar en cueros, tenga paciencia y entregue el paquete o el bolso o la mochila (siempre que no ande trayendo esquies adentro) que en este lugar nadie pretende robarle sus compras, sino más bien salvarlas de las manchas de aceite y del jugo de las empanadas y de pebre, una salsa de súbido tono hecha de ajies rojos, salsa de tomates, perejil picado fino, aceite y sal. Así que deje sus paquetes en la confianza de que va a salir de allí con ellos como corresponde. En este negocio se paga al salir, en los cafés con pierna, al entrar. En ambos casos le dan un vale que es conveniente entregar al mesonero antes de dejar el local o bien para que le le den su café. Dejar una moneda de 50 o 100 pesos es bien apreciado por gente que realmente trata de atenderlo de lo mejor que ellos saben. Esto es, uno paga, toma su vale timbrado, lo pasa junto con una propina al mozo, saluda, da las gracias y se va. Si ha logrado hacer todo esto sin que nadie note vacilación alguna para pronunciar “dos y dos”, “garza”, “el vale, por favor” y “adios, gracias” puede usted empezar a considerarse como un verdadero santiaguino, puesto que ser santiaguino es una manera de comportarse y no tiene nada que ver con pasaportes o nacionalidades. Y, por favor, no ande repartiendo “amigo” para acá y “amigo” para allá, si no quiere que lo confundan con un norteamericano de película que por equivocación se pasó de largo y metió a Méjico. Algo más, “El Rápido” queda en calle Bandera 347. Se puede llegar allí de alguna de las varias galerias que forman el Centro de Santiago y que los personajes locales usan para evitarse el calor de la calle.
En Bandera 317 está el “Bar Nacional” que tiene comedor en el piso superior, pasando desde el bar. Allí puede comer comida chilena o internacional. Se puede servir empanadas también, esta vez sentado, sin tener que pedirlas desde la puerta, como en el bar anterior.
Si uno quiere tomase un té o un café acompañado de dulces o tortas tiene que ir al “Café Colonia”, Köln, hubicado en Mac Iver 161, Santiago Centro y que es bien bueno – recordando que estamos en Santiago, no en Viena – en cuanto a tortas y pasteles. Este debe ser el único local en Santiago Centro que tiene el menú en alemán y en castellano y algún personal que entiende alemán. Acostumbro a ir allí, y soñar con la Europa germana (que muchas cosas buenas ha producido aparte de Adolfo H.) y pedir torta y una tetera de té.
La costumbre viene de cuando tenía 6 o 7 años y mi padre, después del trabajo, nos invitaba a mi madre, a mi hermano mayor y a mi, al Centro de Santiago a unas onces completas, una merienda que uno tomaba a eso de las cinco de la tarde, en la que confluían te, café, pan blanco, pan negro o integral, mantequilla, jamón cortado en trozo chicos, torta, a veces, helados, queques, galletas además de un vaso grande de jugo de melón, durazno o de otra fruta de estación. Mi padre quizá lo intuía, pero yo amaba intensamente los días de mitad de semana en que estas onces completas solían cobrar lugar y, probablemente pues mi memoria se ha encargado de borrar las ausencias y el tiempo sus fallas, no logro recordar siquiera una sola ocasión en que esta ceremonia haya faltado. Estoy convencido que estas actividades mundanas y anticuadas ya, quizás hasta para esa época, mantuvieron “las estructuras patriarcales” de las que hablan las feministas, en excelente estado de salud, en lo que hace a nuestra familia. Entonces había un buén número de Salones de Te en Santiago ( y los había también en Viña del Mar adonde íbamos a pasar una vacaciones sencillas cada verano, cuando mi padre tomaba vacaciones) si, esas fuentes de soda de invierno en que mi padre nos llevaba a todos a comer sopaipillas o al Circo de las Agulas Humanas, ese mundo hermoso de los carros con rieles de fines de 1940 y comienzos de los cincuenta.
De seguro que los niños de hoy – en Santiago y en Estocolmo, dos ciudades cuyos centros amo – sobre todo los que están llevando una infancia normal y feliz, van a recordar algún día, por allá por 2050, con alegría, calor y añoranza, las veces que sus padres los llevaron con sus hermanos a comer hamburguesas o pizzas y Coca-cola. ¡Qúe digo! Eso es lo que se hace felices a los niños de hoy, hamburguesas, ketchup y Coca-cola, en unos inmesos vasos de plástico.
Oscar Bravo Tesseo
Estocolmo, Enero del 2007
2 Comments:
Para un santiaguino que posee un blog, si quiere hablar de sus vivencias, no puede soslayar su relación con su ciudad. Espero hacerlo más adelante, hablar de los barrios en que viví, como cambió mientras crecimos juntos, para bién y para mal. La cuestión que me interesa indagar es saber si los santiaguinos amamos nuestra ciudad o nuestros barrios, del modo como lo hacen los porteños, en relación a Buenos Aires o Valparaíso, por ejemplo, en el que es fácil descubrir un vínculo afectuoso que se refleja en la literatura, la música o el cine. El autor del spot que comento declara de modo explícito su amor por el centro de Santiago, que recuerda con nostalgia y humos.
Fe de erratas:
Mi comentario anterior debió terminar con la palabra "humor". Recurro a este recurso porque no pude hacerlo de otro modo.
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