Thursday, April 26, 2007

DIAS, VIDAS Y LIBROS




Se ha celebrado, recientemente, el Día Internacional del Libro. Este blog se suma a esta festivIdad, con un homenaje muy personal:

Mis libros constituyen mis bienes más apreciados. Hace algún tiempo hice un inventario y contabilicé alrededor de 1.800 ejemplares, Doy el dato sin jactancia, puesto que si bien estoy conciente que este número es significativo, se que es modesto en comparación con otras bibliotecas personales. En caso de una comparación desfavorable, diré, a mi favor, que en los últimos años debí reducir mis lecturas, y en consecuencia mi interés por la adquisición de libros, debido al aumento de mi miopía, que ya era muy alta.

Comencé a reunir mis libros siendo niño. Conservo algunos que mi madre me compró por su propia iniciativa o porque los solicitaron en el en el colegio, como algunos de Mark Twain, Julio Verne, Jack London, Walter Scott o Robert Louis Stevenson.

Mi incipiente biblioteca tuvo un fuerte incremento en los años 60. De una parte, comencé a percibir ingresos por trabajos ocasionales, primero y, luego, en forma estable, como procurador en un estudio jurídico. Empezaron en esta época mis peregrinajes por las librerías de Santiago, especialmente las de viejos de calle San Diego.


Por razones familiares en esa época conocía a don Pedro Salvo, esposo de doña Amanda Ciudad, una ex compañera de curso de mi tia Evangelina, que era dueño de la “Librería Chilena”, ubicada en Alameda Bernardo O’Higgins, entre Serrano y Londres. Don Pedro tenía un sistema novedoso de ventas. Se trataba de un recinto pequeño, con estanterías en los muros y tres mesones, repletos de libros, con sólo tres precios. actualmente de 1.000, 2.000 y $ 3.000. Pedro Salvo era un personaje extraño. Se jactaba que nunca leyó un libro. “Yo los vendo, no los leo”, decía socarronamente. Alguna vez le pregunté como sabía que libros debía vender y me dio una respuesta insólita: su asesor literario era un gordito, que atendía al público y que, yo lo había constatado, no tenía idea de libros. Así y todo su negocio marchaba de viento en popa. Don Pedro tenía dos debilidades: le gustaba comprar relojes y whisky. Un día presencie una discusión entre el librero y un vendedor de whisky. Don Pedro le reprochaba la última vez le había vendido whisky falsificado. El vendedor le aseguró que esta vez estaba seguro de la procedencia del licor y que no tendría problemas. Don Pedro decidió darle al falsificador de whisky una nueva oportunidad. Cuando se fue, don Pedro me contó con toda ingenuidad, que el tipo siempre hacía lo mismo. Le comenté que no se le podía culpar por cuanto era evidente que “solo vendía el whisky, que no lo bebía”. Cuando don Pedro murió, su hijo se hizo cargo del negocio e instaló una sucursal en Huérfanos, entre Mac Iver y Miraflores. Recuerdo con simpatía al viejo Salvo. En su librería compré una parte importante de mis libros, siempre al contado, ya que a pesar que me conocía por años, nunca me aceptó cheques ni me rebajó un peso.

En el año 1962 comencé a trabajar en la oficina del abogado Oscar Waiss, de quién hablé anteriormente. Su estudio era visitado por mucha gente, políticos, parlamentarios, dirigentes sindicales. Uno de ellos era un vendedor de libros, Alberto Moreira. Mantenía con Waiss una cuenta corriente. Cada vez que pasaba por la oficina lo hacía cargado con un grueso maletín donde traía sus libros. Oscar Waiss muy serio, se trataba de una ceremonia, revisaba los textos, separaba los que le interesaban. Alberto anotaba los títulos, sacaba cuentas, recibía abonos, cerraba su maletín y se iba. Entre ellos había una cierta amistad. Alberto tenía una cartera de clientes importante, la flor y nata de la intelectualidad de izquierda de Santiago. En su nómina de clientes figuraban muchos personajes conocidos de la época. Como era obvio, rápidamente ingresé a la nómina y a la cuenta corriente libresca. A Alberto le compré algunos de los textos más interesantes, ya que su especialidad era la filosofía, historia, sociología, política, siempre de alto nivel intelectual. Muchos de esos libros no se podían comprar en las librerías, simplemente no estaban. Su éxito como vendedor de libros fue tan grande, que, en definitiva lo sepultó. Como era conocido en los círculos intelectuales de la izquierda, uno de sus clientes lo recomendó a una editorial española que se estaba expandiendo a América Latina: “Siglo XXI”. Esta editorial tenía un catálogo de autores del mejor nivel, que abarcaba las áreas más importantes del conocimiento. Alberto fue designado representante de la empresa. Se le otorgó un crédito cuantioso. Se instaló en el segundo o tercer piso de un edificio de la calle Moneda, donde en los bajos funcionaba un antiguo restaurante naturista de Santiago. Yo visité sus oficinas y vi una cantidad impresionante de títulos. Para venderlos, Alberto Moreira contrató vendedores y, hasta ahí no más llegó. Si hubiera contado con unos 20 albertomoreiras, se habría hecho rico, pero imposibilitado, como estaba, de atender personalmente a su cartera de clientes, nunca pudo sacarle trote a su gente. El destino le tenía preparada otra sorpresa. Cuando intentaba recuperar su cartera de clientes, después de su experiencia empresarial, fue asesinado, en pleno centro de Santiago. Transitaba por la calle La Bolsa, a plana luz del día. Un individuo le solicitó fósforo o una moneda, Al parecer Alberto Moreira se rehusó o no se detuvo, siendo atacado por el delincuente, que lo mató de una puñalada. Me resulta imposible tomar algunos de los muchos libros que me vendíó, sin sentir un cierto estremecimiento.

Cuando se produjo el golpe militar del año 1973, mi amigo Hernán Rosenkranz vivía con su esposa, Viviana Latorre, en un departamento del piso 21, de la Remodelación San Borja, con frente a Marcoleta y Portugal. Hernán tomó la decisión inmediata de exiliarse y comenzó los preparativos para radicarse en Inglaterra, donde vive hasta hoy. En esa época me ofreció arrendarme su departamento, con el compromiso que me quedaría con sus libros, hasta que decidiera pedírmelos. Se trataba de una parte mínima de su biblioteca, que estaba en la casa de su madre, en la calle Macul, alrededor de 100 ejemplares. Para evitar confundirlos con los míos, a cada libro le puse en una esquina de la primera página, las iniciales de Hernán. Con Hernán teníamos una gran afinidad, de modo que todos sus libros me interesaban y, por decirle de alguna manera, se integraron armónicamente con los míos. Hernán nunca reclamó sus libros, de modo que entiendo me pertenecen.

Además de los libros de Hernán, como consecuencia de los mismos hechos, llegó a mis manos alrededor de 50 libros que pertenecieron a Belarmino Elgeta y a su esposa Yolanda Pinto. De Belarmino escribí mis recuerdos de la campaña de 1970, donde hablé de su familia, de la terrible represión de que fueron víctima del régimen militar. Cuando se produjo el golpe militar, Belarmino Elgueta se encontraba en Argentina y no pudo regresar a Chile, pese a sus esfuerzos. Uno de sus hijos, Martín, había sido detenido por militares y su madre, Yolanda, dedicó años a golpear las puertas de los cuarteles buscando informaciones de su paradero. En la época vivía en un departamento de la misma Remodelación al cuál se había trasladado, después del golpe. Cuando la encontré, me contó su sufrimiento por la división de su familia y por la desaparición de su hijo y de su lucha por encontrarlo. Era una mujer madura, muy valiente, que nunca se doblegó ante la injusticia. Yolanda, de paso me contó que su casa había sido allanada varias veces y que había escondido algunos libros para “salvarlos de las llamas”. Como mostré interés en el tema, Yolanda me manifestó que estaría feliz que yo me quedara con ellos. Así pues, llegaron a mis manos sus libros, los puse a salvo y los conservo, en su memoria, hasta hoy. .

Alberto Moreira, a fines de los años 70, me presentó a doña Andreína Pacheco, entonces Gerente General de “Fomentor”. Se trataba de una editorial chilena que pertenecía, en realidad, a la Seix-Barral, de España, la que la administraba por interpósitas personas. Por razones de amistad con algún escritor chileno radicado en España, la editorial la había dejado cargo de sus negocios en Santiago. En esa época se le había solicitado desde España que se hiciera cargo de los preparativos para disolver “Formentor” y constituir una nueva empresa cuyos socios serían las editoriales españolas “Seiz-Barral” y “Ariel”. El tema tenía muy nerviosa a la doña Andreina, que se sentía muy insegura en su cargo, que creía le quedaba como poncho. Por eso se alegró mucho de conocerme. La señora Andreina informó a los españoles de mi existencia y de su confianza y así fue, como, al poco tiempo, recibíamos la visita de Joan Seix, con poderes de ambas editoriales para constituir la empresa que, a contar de esa fecha tuvo la distribución de ambos sellos. Se trataba de dos de las más importantes editoriales españolas. Seix-Barral contaba con un catálogo que incluía, entre otros, a Pablo Neruda, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Manuel Puig, Miguel Otero Silva, Arturo Azuela, Guillermo Cabrera Infante. Había contribuido con su prestigio al desarrollo del llamado “boom-latinoamericano”, uno de los fenómenos literarios más impresionantes del siglo XX. “Ariel” giraba en torno a la historia, filosofía, política y, en general, ciencias sociales.

Una vez constituida la nueva empresa, no tenía problemas jurídicos que atender. Sin embargo, la Sra. Andreina me llamaba cada vez que debía tomar alguna decisión de cualquier índole. Como me negaba a cobrarle por sus consultas, cada vez que llegaban partidas de libros importados, la Sra. Andrína me invitaba a revisarlos y, habitualmente me regalaba los que yo eligiera, cuatro o cinco libros por vez, ya que me daba vergüenza abusar de su confianza, lo que hoy atribuyo a una cierta estupidez congémita. Por esta vía llegaron a mi poder las obras completas de Pablo Neruda, libros de todos los autores que mencioné y muchos otros de ambas editoriales.

Desafortunadamente para nosotros, la empresa tuvo una vida efímera. La Editorail “Planeta” de España, adquirió las casas matrices de “Seix-Barral” y “Ariel”, las que siguieron funcionando con esos nombres hasta hoy. La distribución en Chile de dichas editoriales quedó en manos de “Planeta”, que en nuestro país tenía una antigua data.

De mis libros, tema recurrente de este blog, he hablado muchas veces y podría hablar el resto de mi vida. Cada libro cuenta una histpria, pero, además, al menos para mi tiene una historia propia.

Hoy, que la ceguera constituye mi mayor amenaza, reclamo al destino que me priva de uno del mayor placer que conocí en esta vida, la lectura..

1 Comments:

Blogger esteban lob said...

Muy amena historia que de por sí daría para un libro. Me parece notable el caso del librero que solamente los vendía...pero el no leía.
Si hubiera vendido chocolates o pasteles, no creo que hubiera pensado igual.
Comprendo tu temor a no poder seguir leyendo, sobretodo porque es parte tan importante de tu vida.

Saludos.

1:56 PM  

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