LAS RAZONES DEL SULTAN
Oscar Bravo
¿Tiene el color rojo algo que contarnos y en ese caso qué?
Esta pregunta pudo ser el punto de partida para una de las novelas centrales en la obra de Orhan Pamuk, me refiero a "Me llamo rojo" (2002). El autor responde afirmativamente a la cuestión. Mientras que lo corriente es suponer que el rol de un escritor consiste en describir los caracteres y los objetos que hacen su relato, Pamuk escoge la posibilidad de que las personas y los objetos lo escriban. El autor desaparece. Cada uno de los capítulos de este libro es un relato hecho por una persona o un objeto. Lo que los une a todos es que forman parte de una trama forjada alrededor de ilustraciones practicadas en un libro encargado por el sultán en Estambul hacia fines de 1500. Los que relatan son los maestros ilustradores y los objetos dibujados por ellos. Si la figura de un demonio, de un caballo, de un perro o de la muerte se asoma en alguna de las ilustraciones, podemos estar seguros que algunos capítulos más adelante aparecerá Satanás, el perro, el caballo o la muerte, dándonos a conocer sus opiniones sobre arte, libertad artística y de aquello que ocupa al artista: su sed de reconocimiento y su ambición inagotable.
Los artistas del taller del sultán - y se trata de Murad III que ascendió al poder en 1575, poco después de la batalla de Lepanto en la que los navíos Otomanos enfrentaron a las armadas unidas de casi toda la cristiandad- son miniaturistas, siguen la tradición musulmana de pintar sin perspectiva y de nunca dar al ser humano un lugar central en la obra pues, de acuerdo con las reflexiones del propio sultán, "si permites que pinten la imagen exacta de un hombre ocupando el centro del cuadro y después haces colgar el retrato en cualquier pared por ahí, poco tardará el vulgo en olvidar la historia detrás de la obra y luego empezará a idolatrarlo, como hacen los infieles". En este caso, los infieles son los cristianos, particularmente los venecianos que fueron los que lanzaron la fiebre del retrato.
Esta sabía concepción de no fomentar la idolatría que prohíbe al musulmán el pintar a Mahoma es, obviamente, problemática. Parece natural, por lo menos a nosotros nos parece natural, que la historia se mueve siempre en una dirección de otorgar mayores libertades al individuo. Ahora que esas libertades significaron, en el ámbito del arte, abandonar la tradición que pintaba ángeles, vírgenes con el niño, Cristos crucificados y escenas de pastores, para pasar a motivos menos sacros y - ya en pleno Renacimiento - retratar principalmente al que financia el arte y da de comer al artista. Modalidad esta que empezó pintando al príncipe y el duque, pasó por sus mujeres e hijos legítimos, siguió con las amantes y terminó con los palafreneros. Al final, quien quiera que supiera dar al pintor un puñado de monedas de plata, pudo colgar su retrato adonde mejor le pareció. Si esto trajo consigo la idolatría que vaticinó el sultán no queda clara. Algo cambió, en todo caso, en la visión que el hombre tuvo de si mismo, a partir del Renacimiento: el ser humano, antes que nada el poderoso, se adueñó algo más de la realidad, se colocó un poco más al centro y por encima de ella en relación a temas como religión, libertad, incluso sexualidad. A este notable liberarse del hombre de ataduras que lo frustraban, y no solamente en el campo de las ideas, es lo que en Occidente se ha dado en llamar humanismo.
Según la tesis que se disputa en el libro, cuya clave es una discusión acerca de la libertad del arte y del creador, triunfará siempre el punto de vista moderno. Lo moderno otorga más libertad para el creador y para el consumidor. La novedad expresa la necesidad en el ser humano de seguir caminos inexplorados y, en el arte, en la búsqueda de nuevos estilos. En lo que hace al período concreto entre 1575 y 1600, la sensación de que los libros ilustrados por los miniaturistas no perdurarán, pero si los retratos creados por la inventiva técnica de los venecianos. Lo novedoso es un cambio de perspectiva, el pintor no está lejos, presentando su testimonio desde la altura del minarete de una mezquita, ahora se ha instalado en la cama del rey, junto a la palangana y el jarro de agua reales.
Aunque no es una verdad absoluta que todo estilo muere. Un notable de la pintura miniaturista oriental, uno de sus grandes maestros, es Bihzad, mencionado a menudo en la páginas de Rojo. Gracias a la internet sabemos ahora que Bihzad ha pintado numerosas miniaturas, muchas de las cuales están hoy en el Museo Británico. Prefiero no comentar cómo es que buena parte de la obra de un miniaturista del 1400, residente en la ciudad de Herat, en Afganistán, vino a dar a Londres.
Tampoco es una verdad absoluta que el estilo triunfante perdura. Cuando suelo entrar en esos antiguos castillos de piedra nórdicos o del sur de Europa que funcionan hoy como museos en todas partes y veo sus paredes repletas de retratos de nobles con armaduras de la época, no es que los reconozca, ni los idolatre. Sus retratos dejaron una huella imperecedera para el futuro, es cierto, lo cual no significa que el futuro esté interesado en ellos. Los temores del Sultán no resultaron ser ciertos en este punto.
Acaso una reflexión más general sea posible. Esos retratos de la nobleza europea que substituyeron los motivos religiosos, obligándolos a una retirada hacia iglesias y conventos, apenas constituían una versión más novedosa de combinación de contenido y forma que las ilustraciones orientales. Por ello fueron desplazadas, a su vez, con el paso del tiempo, por nuevas técnicas “medíaticas”. Vinieron la litografía, la fotografía, el cine, ahora el video. Todas estas técnicas proponían nuevos formatos para retener lo contenido. La voluntad oriental de ilustrar el texto, de no olvidar la historia que reafirma la ilustración, fue siendo superada por técnicas que separaron texto e imágen, permitiendo desarrollar estilos independientes en la pintura.
Se llegó al extremo de que los especialistas tuvieron que explicarnos qué quería decir el pintor, cuyo arte se había hecho irreconocible para el profano. Con el tiempo, el crítico asumió la responsabilidad de informar al público amante del arte que cosas deberían gustarle, qué técnicas estaban de moda y explicarles porqué. Los jóvenes de mi generación aprendimos a amar el realismo italiano en el cine, al vanguardismo europeo en el teatro y el cubismo de Picasso y otros mucho antes de haber visto sus obras. En este sentido opino que el sultán no estuvo equivocado: más me gusta algo, más lo aprecio y lo admiro, mayor es la necesidad que siento de poder entenderlo con mis propias palabras. Alrededor de la pintura más abstracta tengo que hilar una historia, unir un texto a su abstracción que revele su significado profundo.
Si la fotografía mantuvo el desligamiento entre historia y contenido de imagen, el cine y, últimamente, el video, retomaron la técnica de narrar a través de imágenes. Esto recuerda más al libro ilustrado que manda a hacer el buen sultán, que el retrato que encarga el duque moderno. Cómo el teatro y la ópera, el cine parte de un guión, de un texto, de la palabra escrita. Estas expresiones representan el intento de actuar sobre un flujo simultáneo de voces, sonidos, movimientos y personajes para relatar una historia. Es lo que ha hecho el ser humano siempre, desde los primeros fuegos, pintados y cavernas. Incluso el video musical de hoy, a menudo tan descortés e insensible en el trato de la belleza y la sexualidad, aunque hoy parece estar a años luz del arte, terminará por llegar a él. Transmite una canción, su melodía y su lírica. Cuando está bien hecho, y se apoya en el cine, la fotografía, la caricatura o todas estas formas a la vez, narra -otra vez- una historia.
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