EL COLOR DE MIS CALCETINES
Cada vez que sale conmigo, mi esposa termina dejándome sentado en algún lugar. “Espérame aquí, no te muevas”, dice. Si bien no me queda otra alternativa que esperarla, tranquilo, siempre vuelve (¿quién es la que viene aquí, tan bonita y tan gentil? ¿Quién es la que viene hacia mi¿), -si no me arranqué antes, cuando podía, hoy no me queda sino esperar. (Esperare/a que vayas por donde yo voy,/ a que tu alma me des como yo te la doy). Esperaré, ¡ah!, pero me moveré, eso si que no lo transo.
Esta vez el asiento es cómodo. Lo malo es que a mi lado duerme una vieja gorda. Se que duerme porque ronca, se que es vieja, porque todas las viejas son viejas y se que es gorda porque me doy cuenta que no puede controlar sus gases y porque, además, irradia un calor maligno.
Desde que me senté aquí he permanecido inmóvil. (La verdadera causa final reside en los seres inmóviles, como lo muestra la distinción establecida entre las causas finales, porque hay la causa absoluta y la que no es absoluta. El ser inmóvil mueve con objeto del amor, y lo que él mueve imprime el movimiento a todo lo demás). Estoy cómodo, con las piernas cruzadas, la izquierda sobre la derecha. Cambiare de posición, pondré mi pierna derecha sobre la izquierda, y luego al revés, un cambio incesante, cada vez más rápido. Presumo por un cierto barullo que mis cambios de piernas atraen la atención del público. Un niño, lo reconozco por su voz, no es mi ángel de la guarda, pregunta con candidez ¿señor, porque hace eso?. Trato de cazarlo con mis ojos y respondo, “primero porque me gusta; hacerlo me recuerda una película de Sharon Stone, que me gustó mucho. Luego, para contrariar a mi mujer”. Mi respuesta provoca la risa de los observadores.
Las risas despiertan a la gorda, la que, al parecer, se levanta y se enreda entre mis piernas, que, por lo largas, siempre me causan molestias; a veces no tengo donde ponerlas (“¿Qué tan largas deben ser las piernas de un hombre?. Respuesta, lo suficiente para que lleguen al suelo”). “¿Qué nunca le enseñaron como sentarse?", me espeta la vieja. Me doy por aludido y respondo como el caballero que soy: “Estimada señora, me disculpo si le causo alguna molestia. En cuanto a su pregunta, la verdad es que siempre tuve mala memoria pero con el tiempo se me acentuó, de modo que no lo sé”. La vieja vuelve al ataque con una violencia verbal inaudita, -“debería darle vergüenza exhibir esos calcetines horribles”. Poco a poco las risas se disipan y vuelvo a lo mío.
Al rato se sienta a mi lado un caballero, que hace un comentario que no capto, sobre el calor, algo así. Se hace un silencio que me encargo de romper. Miro a mi derecha y hablo con ponderación. “Estimado señor, es posible que me informe de que color son mis calcetines?” Sólo dejo constancia de su respuesta, aunque me doy cuenta que la gente no está acostumbrada a este tipo de consultas. “Supongo que es no vidente ¿verdad? Sus calcetones son… bueno, no son blancos invierno, ni crema. Tampoco son café o beige, Sabe, para ser franco, son color caca de guagua…” “!Ah!, insisto, “¿Diría usted que son horrorosos? “Pués si, son horrorosos”.
¡”Hola flaco, ¿me demoré mucho”? Respondo con un escueto “no, vamos”? (“En una casa se encuentra un calcetín huacho. Se sentía triste y conversaba con otro calcetín, huacho también, y le decía que iba a quedarse un par de meses en una caja y que nadie lo iba a ayudar”).
1 Comments:
Tras la moda implantada recientemente por una Ministra de Estado, usando zapatos distintos, yo no me preocuparía de los calcetines.
Saludos, también a la doña que te hace esperar sentado.
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