Thursday, July 03, 2008

SACAR A 100 TODO EN 1000


El altavoz informó que permaneceremos detenidos, brevemente, a la entrada de la estación. Entonces comenzaron a sonar los celulares. Los pasajeros no pudimos apagarlos y escaparon de nuestras manos como torpes pájaros para estrellarse contra paredes, ventanas y techo, mientras seguían sonando, ahora, en infernal coro metálico. El tren reanudó la marcha y abrió sus puertas en la estación. Los pasajeros bajamos despavoridos, mientras nuestros celulares nos golpeaban espaldas y nucas o impedían el ingreso de incautos con golpes en frentes o pechos. Un niño continuó el viaje. Capturó, feliz, uno a uno los rebeldes. Se entregaron, resignados, sin luchar.

Solo faltaba despedirnos. “¿Puedo preguntarte si eres el esposo de Regina Mujíca?” La pregunta me tomó por sorpresa, pero, “sí, así es”, admití. Aliviada, temía estar confundida, insistió “y, ¿cómo está?” Incómodo, respondí “no lo se, hace un año se fue con otro hombre”. Su sonrisa desapareció, su semblante se ensombreció. En un segundo lo adiviné, también ella abandonará a su marido, por eso me arrendó el departamento. (“Ahora todo ha concluido. Ahí dejo las llaves. (…) Mañana, después de mi marcha, vendrá Cristina a guardar en un baúl cuanto traje al venir aquí, pues deseo que se me envíe)”.

Solo faltaba despedirnos pero abrimos un paréntesis que tuvimos que cerrar conversando, y nos fuimos al bar. (“Desde que te perdí/ la vida me sonríe sin cesar,/tengo trabajo y mucha estabilidad/ hasta he trepado en la escala social”) “La conocí en el colegio. Era alegre y divertida. Recuerdo el primer día de clases; la profesora pasó lista ¡Mujíca Mujíca Regina! Ella contestó ¡Regina Mujica Mujica presente! El curso estalló en carcajadas. Nos hizo reír cuatro años”. Al oírla hablar de Regina no siento nada, sólo indeferencia. “A mi me hizo reír dos años, ahora es otro el que ríe”.

Era su turno. Mientras la escuchaba imaginaba formas de prolongar este instante. Cuando concluyó su relato, ya estaba de su lado, incondicionalmente. ¿Te has preguntado alguna vez cómo el destino intervino tu vida? Un grupo de mujeres ingresó ruidosamente al recinto: Alguien tropezó con la silla de Carla, que cayó literalmente en mis brazos. Una risa dominaba el ambiente y la reconocimos en seguida. Entonces nos vio. Hicimos lo correcto, la ignoramos. Al salir escuchamos su risa pero ya no éramos los mismos. (“Como fue,/ no se decirte como fue,/ no se explicarme que paso/ ero de ti me enamore”).

En medio de la noche esperamos un taxi. Ha caído una densa neblina, la visibilidad es mínima. Mi esposa atraviesa la calle y se pone bajo un farol. De la nada emergen dos sujetos que, al verla, se abalanzan sobre ella para agredirla. Advierto la maniobra, le grito y corro a su lado para defenderla. Cuando están a punto de alcanzarla, mi esposa desaparece. Quedamos perplejos. Los individuos se vuelven en mi contra. Hago un esfuerzo supremo y desaparezco a mi vez. A mi lado, mi esposa ha vuelto a dormirse. Sonrío aliviado y pienso que esto debe ser contado.

Mi esposa se despierta agitada, mira la hora y me acusa de llegar a las tres de la madrugada riéndome a carcajadas. La miro estupefacto. Primero, no acabo de llegar, comimos y vimos noticias juntos y después me quede viendo el partido con Paraguay. Tampoco es efectivo que se haya despertado con mi risa, no tengo motivos para reírme a carcajadas “ésta” noche, más bien, querría olvidarla. “¿De que hablas? ¿Estás soñando?” Entonces enciende su lámpara de velador, me mira y me pide le explique porque estoy vestido, con corbata. No entiendo nada. No me queda sino volverme a acostar.

Fuertes golpes en la puerta de la casa nos despiertan de nuevo. Mi esposa se levanta sobresaltada y va hacia la ventana. “Abajo hay dos policías y dos tipos”. Les pregunta que quieren. “Dicen que un hombre les quitó sus billeteras y entró aquí”. “Están locos, digo, bajaré a verlos”. Enciendo la luz del dormitorio. Mi esposa me detiene asustada: “En tu velador hay dos billeteras. No son tuyas”. “No se como llegaron ahí. ¿Y ahora que hacemos?” “Tíraselas por la ventana”. Obedece y se vuelve sorprendida. “No hay nadie abajo. ¿Estaremos locos? “No, digo, la culpa es de Bielsa.”

“Estamos sentados, a la mesa de un bar de plaza Italia, a la salida del Metro. Nos miremos fijamente, permanecemos en silencio. Hemos tenido, diría, un malentendido. “Estás linda”, pienso o quizás digo en voz baja. Entonces, en los ojos de Montserrat, reflejado, veo al hombre que ve cuando me mira. “Me voy”, dice, presa de una ira que no comprendo. Se levanta, sale, siento un estallido, desaparecen Montse, el bar, la plaza Italia, la ciudad. Solo resta esta silla que sujeta mi esqueleto, esta mesa, en la que apoyo mis codos y este vaso de licor, su sabor amargo”

Hoy sucedió algo raro en el Bier. Llegaron dos clientes habituales. (Otro, desconocido, estaba junto a ventana). El pidió un trago, ella una bebida. Estaban tensos. De pronto ella se levantó, le arrojó el vaso al tipo de la ventana y salió. Don Ramiro estaba ido. El desconocido se limpió la cara y rehusó mi ayuda. Confundido, le expliqué a don Ramiro lo sucedido. Quiso pedir disculpas al desconocido, pero éste, se levantó como pudo, extendió sus brazos, para evitar que se acercara y le dijo: “No hay problemas abuelo”. Entonces don Ramiro lo sentó de un puñetazo. ¿Raro, no?

Vaya tarde de mierda. Yo estaba en el Bier-Hall, sentado al lado de la ventana que mira a la Plaza. Sabía que Montserrat se iba a juntar allí con su amante, porque ella misma me lo contó. Había jurado que le iba a dar calabazas. Ella dijo en la oficina que hace tiempo quiere terminar con él, pero que no puede, porque la cohíbe. Le dije, entonces, que hoy la iba estar esperando en el Bar, para darle ánimo. ¿Y qué gané con eso?, un vaso por la cabeza y un combo en la guata. ¡Carlos, no te rías, estúpido!

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