Thursday, July 31, 2008

SANTIAGO ARCOS REGRESA A CHILE

Santiago Arcos cumplió 25 años, su mayoría de edad, el 25 de julio de 1847. Su padre, Antonio Arcos, un próspero banquero de origen gallego, lo conminó a integrarse a sus negocios o, simplemente, abandonar la casa paterna, y, con ello, la prosperidad y la buena vida que conlleva. Santiago Arcos había sido hasta entonces, la oveja negra de la familia. No hizo estudios superiores, abominó los negocios paternos, se vinculó a los círculos intelectuales, políticos y artísticos y a la vida nocturna, en una época en que Francia y Europa vivían cambios profundos, con el desarrollo del capitalismo, en lo económico, y de las nuevas ideas sociales, en lo político. Ahora, Arcos, en la disyuntiva, optó por una alternativa que debió sorprender a su padre, que no tenía motivos para añorar Chile: había decidido establecerse en Santiago de Chile, su ciudad natal, que su familia abandonó poco después de su nacimiento.
Antonio Arcos aprobó el proyecto. La idea no le pareció mal, el hijo rebelde abandonaba Paris, no dejaba de ser un alivio; en cierta forma, seguía sus pasos y, además, en Santiago, el gallego tenía familiares y amigos. Pero no sólo apoyó a su hijo moralmente, también con recursos cuantiosos, según nos lo relatará un inesperado testigo, Domingo Faustino Sarmiento, que lo conoció en Nueva York, antes que ambos se embarcaran con destino a Valparaíso. Hasta su encuentro con Sarmiento no tenía otros antecedentes sobre Chi9le que los que le habían transmitidos Francisco Bilbao y los hermanos Francisco de Paula y Manuel Antonio Matta, quienes llegaron a Paris en febrero de 1845. Bilbao, un año antes, había publicado en Chile el artículo, ·”Sociabilidad Chilena”, que generó un gran escándalo que lo obligó a abandonar el país. En Paris, los jóvenes chilenos trabaron amistad con Santiago Arcos y esta sería el antecedente de la decisión de Santiago de establecerse en Chile.
Los primeros días de agosto de 1847, Santiago Arcos emprendió su viaje de retorno, siendo su primer destino Nueva York. Pocos días antes de su arribo a dicha ciudad lo había precedido Sarmiento. Arcos supo de este acontecimiento y decidió, sin conocerlo, que haría el resto de viaje en su compañía. En los años 60 leí los fragmentos de las memorias de viajes de Sarmiento transcritas por el historiador Gabriel Sanhueza, en “Santiago Arcos comunista, millonario y Calavera”, Editorial del Pacífico, 1956, una biografía apasionante. La obra, completa, está en el sitio de la Biblioteca Nacional Argentina, lo que me facilitó la tarea.

Después de su primer encuentro, Sarmiento y Arcos decidieron seguir juntos su viaje a Chile, pero se separaron durante algunos días mientras el primero hacía una gira por otras ciudades: “Don Santiago Arcos me aguardaba con impaciencia para que emprendiéramos el viaje de regreso a Chile. Cada vez que me hablaba de este asunto, poníle yo la cara de un ministro del despacho, cuando no sabe si se acordará o no lo que de él se solicita. Abríamos el mapa, trazábase la ruta, i ya estábamos punto menos que en marcha, sin que yo diese síntomas de convenir en nada. Hubimos al fin de explicarnos. Yo tenia en caja veinte i dos guineas i como treinta papeles de a un peso, ni un medio mas, ni un medio menos. Al fin cogí a dos manos mi resolución, y expuse mi situación financiera con toda la dignidad de quien no pide ni acepta auxilio, intimando mi ultimátum de separarme desde La Habana, para seguir mi camino por Caracas. Arcos me había escuchado con interés, i aun le tentaba la perspectiva de atravesar las soledades tropicales de la América del sur, correr aventuras ignoradas, pasar trabajos, y no contar sino consigo mismo para sobreponerse a ellos; pero el lado romanesco i varonil de su carácter no es menos aparente que la jovialidad y franqueza que lo distingue. Cuando yo me esperaba ofrecimientos y protestas, salióme con un baile pantomímico y un reír a desternillarse, que me puso en nuevos gastos de dignidad. ¡Qué bueno! decía, saltando y riendo; pues si yo no tengo sino ¡cuatro cientos pesos! Hagamos compañía, y donde se concluya el capital de ambos, proveeremos según lo aconseje la gravedad del caso. Dispusimos, pues, que yo continuaría mi ruta a Washington por Filadelfia y Baltimore, que nos daríamos cita en Filadelfia para emprender la jornada por Harrisburg y Pittsburg, para descender el Ohio y el Mississipi hasta Nueva Orleans, distante 22234 millas del lugar donde nos hallábamos; y acercándose la hora de la partida del tren de la mañana para Filadelfia, hice aprisa mi maleta y la entrega de billetes y guineas para que las cambiara, prestándome en cambio treinta o cuarenta dollars para gastos de la excursión. Este pequeño incidente, es sin embargo, el orígen del más espantable drama de que he sido víctima en mis viajes”
Luego de narrar su viaje por diversas ciudades norteamericanas, Sarmiento retorna al relato de sus desdichas, antes anunciadas: “Mi permanencia en Washington se prolongó de un día mas sobre el tiempo convenido con Arcos, pues nos habíamos dado cita últimamente, en Harrisburg en el United-States-Hotel, que yo había señalado como punto de reunión.
Hube de regresarme a Baltimore y de allí tomar el ferrocarril que conduce a aquella ciudad; y no bien hubo llegado a la posta, empecé a inquirirme del United-States-Hotel. ¡Cuál fue mi sorpresa al saber que en Harrisburg no había hotel con aquel nombre! Como en toda ciudad norteamericana hay uno que lo lleva, yo había dado a mi futuro compañero de viaje cita al que suponía debia haber en Harrisburg. Con trabajo pude indagar el paradero de Arcos, que había dejado escrito en el libro del hotel de la posta, estas lacónicas palabras, dirigidas a mí: «Lo aguardo en Chamberburg». Asaz mohíno y cariacontecido por este contratiempo me dirigí a Chamberburg, donde, después de recorrer las posadas con inquietud creciente, nadie supo darme noticia de la persona por quien preguntaba, tanto mas cuanto que hablando Arcos el inglés con una rara perfección, gangoseándolo por travesura cuando se dirijgía a norteamericanos, nadie, ni los mismos que habían hablado con él, me daba noticia del joven español por quien yo preguntaba en un inglés que hacia estremecer las fibras a los pobres yankees. Entreteníame aun la esperanza de que estuviese en los alrededores cazando, pues en nuestro programa de viaje entraba una expedición campestre en los Montes Alleghanies. Al fin supe que había dejado en la posta una esquela, en quo me repetía lo de Harrisburg: «Lo aguardo en Pittsburg». ¡Malheureux! exclamé yo acongojado. ¡Cincuenta leguas de Chamberburg a Pittsburg, los Alleghanies de por medio, diez pesos de pasaje en la diligencia, y no cuento sino con tres o cuatro en el bolsillo, suficientes apenas para pagar el hotel en que estoy alojado! Supe, pidiendo detalles circunstanciados sobre la indiscreta partida de mi intangible precursor, que no habiendo asiento en el interior de la diligencia, se había metido saco de heno que lleva encima para proveer a los caballos, y que allí debía viajar dos días y dos noches, impulsado a tanto sacrificio por la inquietud juvenil de una sabandija incapaz de aguantar en un lugar ocho horas, que era la diferencia de tren a tren que nos llevábamos en el camino de hierro. Héme aquí, pues, en el corazón de los Estados Unidos, como quien dice tierra adentro, sin un medio, haciéndome entender a duras penas y rodeado de aquellas caras impasibles y heladas de los americanos. ¡Qué susto y qué aflicciones pasé en Chamberburg! A cada momento llamaba al dueño del hotel y de palabra i por escrito le exponía mi situación. -Un joven que va adelante lleva mi dinero, sin saber que yo no traigo el necesario para los gastos de camino. Me piden diez pesos de pasaje en la posta y no tengo sino cuatro para pagar el hotel. Pero tengo algunos objetos de valor intrínseco en mi maleta, i quiero que la posta los retenga hasta que haya cubierto mi pasaje en Pittsburg.- El posadero, al oir esta lamentable historia, se encogía de hombros por toda respuesta. Contaba mis cuitas al maestre de posta y se quedaba mirándome como si no le hubiese dicho nada. Dos días de continuo suplicio y de desesperación habían pasado ya, y lo peor era que no había asiento en la diligencia, por venir todos contratados desde Filadelfia, como complemento del camino de hierro que termina allí. Al fin me sugirieron escribir a Arcos por el telégrafo eléctrico, lo que hice en cuarenta palabras por valor de cuatro reales, y en los términos mas sentidos. No obstante aquel laconismo telegráfico, «no sea Ud. animal»... era la introducción de mi misiva, y le contaba lo que por su indiscreción me sucedía. -¿Dónde está el sujeto a quien se dirige?- En el United-Stades-Hotel, contesté yo, dudando ahora si en Pittsburg habría un hotel de aquel nombre; y para no darme un nuevo chasco, indiqué que se le buscase en todos los hoteles mas aparentes de la ciudad.
Tardaba la respuesta a mi impaciencia y a mi miedo de no dar con aquel calavera, y no despegaba los ojos de la maquinita que con golpecillos redoblados indicaba a cada momento el paso de misivas a otros puntos, y que no se anotaban allí, por no venir precedidas de la palabra Chamberburg y la señal preventiva y convencional para llamar la atención del oficinista. Voy a preguntar me dijo; y tocando a su vez su aparate, se sucedieron los golpecillos, con cuya mayor o menor duración trazaba el punzón magnetizado a cincuenta leguas la pregunta que se hacia desde Chamberburg. -¿Qué hay del joven Arcos que se mandó buscar? Un momento después... señal de atención a Chamberburg... Contestan, me dijo el oficinista, acercándose al aparato; y el punzón de Chamberburg trazaba sus puntos sobre la tira de papel que el cilindro va desarrollando poco a poco. ¡Qué hubiera dado por leer yo mismo aquellos caractéres que consisten en puntos y líneas, obrados por la presión en la superficie blanca del papel. Concluida la operación, tomó la tira de papel y leyó: «No se le encuentra en ninguna parte. Se ha mandado de nuevo a buscarlo». -Dos horas despues nueva interrogación, nuevo martirio de aguardar un sí o un nó de que dependía el sosiego o la desesperación, i nuevo y definitivo... no hay tal individuo...!
Quedé punto menos que si me hubiese caído un rayo. Entonces, interesándose en mi suerte y haciendo conjeturas el hostelero, nombró a Filadelfia. ¡Cómo Filadelfia! le interrumpí yo; es en Pittsburg donde está Arcos y donde han debido buscarlo. -Acabaremos, me respondió; como es en Filadelfia donde se paga la diligencia, el oficinista del telégrafo ha creído que es allí a donde Ud. recomienda que le tomen pasaje; but no matter, voy a corregir el error; y dirigiéndose a la puerta se detuvo, y señalando a la oficina me dijo: ya cerraron, hasta mañana a las ocho... Las grandes pasiones del ánimo no pueden desahogarse sino en el idioma patrio, y aunque el inglés tiene un pasable godman para casos especiales, preferí el español que es tan rotundo y sonoro para lanzar un aullido de rabia. Los yankees están poco habituados a las manifestaciones de las pasiones meridionales, y el huésped, oyéndome maldecir con excitación profunda en idioma extraño, me miró espantado; y haciéndome seña con la mano, como para que me detuviera un momento antes de morderlos a todos o suicidarme, salió corriendo a la calle, en busca sin duda de algún alguacil para que me aprehendiese. ¡Esto solo me faltaba ya! y aquella idea me volvió repentinamente la compostura que en mi aflicción había perdido por un momento. Minutos después volvió a entrar acompañado de un sujeto que traía la pluma a la oreja y que con frialdad me preguntó en inglés primero, en francés en seguida, y luego alguna palabra en español, la causa de mi turbación, de que lo había instruido el posadero. Contéle en breves palabras lo que me pasaba, indiquéle mi procedencia y destino, suplicándole intercediese en la posta para que se tomase mi reloj y otros objetos en rehenes hasta haber satisfecho en Pittsburg el pasaje. El individuo aquel me escuchó sin que un músculo de su fisonomía impasible se moviese, y cuando hube acabado de hablar, me dijo en francés: -Señor, lo único que puedo hacer... (¡Qué introducción! me dije yo para mi coleto y tragando saliva)... lo único que puedo hacer es pagar el hotel i el pasaje de Ud. hasta Pittsburg, a condición de que llegado Ud. a aquella ciudad, haga abonar en el Merchants-Manufactory-bank, en cuenta de Lesley y Ca. de Chamberburg, la cantidad que Ud. crea necesario anticiparle aquí.- Tuve necesidad de tomar una larga aspiración de aire para responderle: pero, señor, gracias; pero Ud. no me conoce, y si puedo darle alguna garantía... -No vale la pena; personas en la situación de Ud., señor, no engañan nunca; y diciendo estas palabras se despidió de mí hasta mas tarde. Comíme en seguida un real de manzanas, pues que hambre era lo que había despertado la serie de emociones porque había pasado durante tres días. Aproveché la tarde en recorrer la ciudad y alrededores; necesitaba caminar, agitar mis miembros para creerme y sentirme dueño de mí mismo...
Al siguiente día volvió y me dió cuatro billetes de a cinco pesos, no obstante mi empeño de devolverle uno por innecesario; y como ya se retirase, regresó diciéndome casi ruborizado: Ud. me perdono señor, pero se me ha quedado otro billete en el bolsillo que ruego a Ud. agregue a los anteriores. Este hombre había excedido más de la suma que yo había indicado, porque en resumidas cuentas yo solo necesitaba diez pesos. Comprendí el sentimiento delicado que lo impulsaba e hice una débil resistencia a recibirlo, aceptándolo con cordialidad.
La diligencia partió al fin, y yo volví a mi estado de quietud de ánimo ordinaria, complaciéndome de haber tenido ocasión, aunque tan penosa para mí, de dar lugar a manifestación tan noble y simpática como aquella del caballero Lesley. La noche sobrevino, apareció la luna plácida en el horizonte, y la diligencia empezó a remontar pausadamente los montes Alleghanies. Cuando habíamos llegado a la parte más elevada, bajaron algunos pasajeros, y una voz de mujer dijo en francés dentro de la diligencia: bajen a ver el paisaje que es bellísimo. Aprovechéme de la indicación, descendí tras los otros, y pude gozar en efecto de uno de los espectáculos más bellos y apacibles de la naturaleza. Los montes Alleghanies están cubiertos hasta la cima de un frondosa y espesa vegetación; las copas de los árboles de las lomadas inferiores, iluminadas de lo alto por los rayos de la luna, presentaban el aspecto de un mar nebuloso y azulado, que por el cambio continuo del espectador iba desarrollando sus olas silenciosas y oscuras, sintiéndose, sin embargo, aquella excitación que causa en el ánimo la vista de objetos que se conocen y comprenden, pero que no pueden discernirse bien, porque el órgano no alcanza o la luz es incierta y vagarosa.
Al llegar a una posada después de habernos recogido a nuestro vehículo, la misma voz dijo, siempre en francés:
aquí se desciende a tomar algo, porque marcharemos toda la noche sin parar. Bajé yo, en consecuencia, y presentándose a la puerta una señora, ofrecíala la mano para que se apoyase. Volvimos a poco a tomar nuestros asientos, continuóse el viaje, y empezaba a sentir somnolencia, cuando la misma voz de antes, y que era la de la señora aquella, me dijo con timidez: creo, señor, que Ud. se ha visto en algunas dificultades. -¡Yo! no, señora, contestéle perentoriamente, y la conversación terminó ahí; pero mientras yo recapacitaba sobre esta pregunta, la señora añadió con visibles muestras de turbación, Ud. me dispense, señor, si le he hecho una pregunta indiscreta, pero esta mañana en Chamberburg, me hallaba por casualidad en una pieza, desde donde no pude dejar de oir lo que contaba Ud. a un caballero. -En efecto, señora, pero Ud. supo sin duda que todo quedó allanado. ¿Qué piensa Ud. hacer, señor, si no encontrase a su compañero en Pittsburg? -Me asusta Ud., señora, con su pregunta. No he pensado en ello, y tiemblo de sospechar que tal cosa sea posible. Me volvería a Nueva York o a Washington donde tengo conocidos. -¿Y porqué no continuaría su viaje adelante? -¿Cómo he de engolfarme en un pais desconocido, señora, sin fondos? -Le decía a Ud. esto, porque mi casa está cinco leguas mas acá de Nueva Orleans, y deseaba ofrecérsela a Ud. Desde allí puede Ud. tomar noticia de su amigo; y si no lo encontrase, escribir a su país y aguardar a que le manden lo que necesita. -La noble acción de Mr. Lesley habia, según lo visto, sido contagiosa. Aquella señora lo había oído todo, y quería a su vez completar la obra. Esta reflexión me vino antes, tocado como estaba por el buen proceder, de otra a que, su sexo podría haber dado pretexto; la señora me dijo en seguida, acaso para responder a la posibilidad de una sospecha, que hacia seis semanas que acababa de perder a su marido, y que iba a poner orden en los negocios de su casa de Orleans. Acompañábala una hijita de nueve años y ambas vestían luto completo. Era la madre, pues, y no la mujer, la que ofrecía el asilo doméstico a un desconocido que debía también tener madre; y obedeciendo a esta idea que santificaba la oferta y la aceptación, traté en adelante a la señora con menos reserva, seguro, sin embargo, de que no llegaría el caso por ella previsto.

Llegamos a Pittsburg, y la señora me hizo prevenir que partía por un vapor y que si aceptaba su ofrecimiento fuese a tomar pasaje en el mismo vapor. Salí a buscar a Arcos en el United States-Hotel; porque ¿dónde había de encontrarlo sino allí? Afortunadamente para mí había en efecto en Pittsburg un hotel de los Estados Unidos, donde encontré a mi Arcos, que a la sazón escribía en los diarios un aviso, previniéndome su paradero y justificándose de lo que ya empezaba a sentir por mi demora, que había sido una niñería. Venia dispuesto a reconvenirlo amigable, pero seriamente; mas me puso una cara tan cómicamente angustiada al verme, que hube de soltar la risa y tenderle la mano. Salimos juntos inmediatamente, y contándole mi historia en el camino nos dirigimos al vapor…”.

Después del lamentable episodio, Sarmiento va narrando otras travesuras de su compañero de viaje, que intercala a sus observaciones de los lugares que visita. “En Cincinnati fue donde Arcos viendo a un pacífico yankee que leía su biblia, sentado a la puerta de su tendejón, se paró delante de él, le sacó de la boca el cigarro que fumaba, prendió el suyo, volvió a metérselo, y siguió su camino sin que el buen hombre hubiese levantado la vista, ni hecho otro movimiento que abrir la boca para que le ensartaran el cigarro. Paciencia, hermano, en cambio de alguna impertinencia vuestra”.
Más adelante, agrega: “Arcos, que había principiado nuestra asociación con una niñada, se propuso en aquellos días conquistar mi afecto, haciendo ostentación de cuanto salero y jovialidad hay en su carácter, alimentados por un inagotable repertorio de cuentos absurdos, ridículos, eróticos, tales cuales solo sabe atesorar la juventud calavera de Paris o de Madrid. Ibamos con esto de zambra y fiesta permanente, a punto de ser conocidos y notados por trescientos pasajeros del vapor.
Servíase a bordo la mesa tres veces para dar abasto a tan crecido número de comensales, y como todos se atropellasen para tomar asiento en la primera, nos quedamos el segundo día para la segunda, la que dejamos el tercero para estar a nuestras anchas, hasta que al fin nos arreglamos a comer en la cuarta con los criados, en lo que nos iba perfectamente, prolongando la sobremesa los dos solos por horas como lo habríamos hecho en el Astot Hotel . Gustáronnos las melazas que los primeros días nos sirvieron de postre, i como faltasen el quinto, reclamamos pidiendo la presencia de las melazas; razón por la que un mozo descendía corriendo en los desembarcaderos a comprarla en los bodegones vecinos, «para los señores españoles que se enferman, decía, si no comen melazas». Hablábamos recio en español en la mesa, y reíamos con tal desenfado que atraíamos en torno nuestro un círculo de huasos ya hartos, a vernos comer, gozándose en nuestro inextinguible buen humor. Una mañana Arcos la emprendió con un bonazo de ministro protestante. -Señor le decía, de qué profesión es Ud.? -Presbiteriano, señor. -Dígame, ¿cuáles son los dogmas especiales de esta creencia?- Y el padre procedía bondadosamente a satisfacerlo. -Pero Ud. señor, le decía, Arcos con aire convencido, y como si ambos estuvieran de inteligencia, Ud. ¡no cree nada de eso por supuesto! Es Ud. demasiado sensato para poner fe en esas bromas.- Las facciones del infeliz sometido a tortura semejante, se contraían como cuando nos pisan un callo. El buen clérigo se ponía de todos colores, i medio indignado, medio suplicante hacia profesión de fe solemne de su creencia. Pero el implacable y serio burlón le replicaba con un aplomo imperturbable: -¡Comprendo, comprendo! Ud. predica y sostiene ante el público esas doctrinas; vive Ud. de ello y la dignidad de su carácter así lo exige; pero aquí entre nosotros, vamos; yo se lo que hay en plata.
Otra vez estaba rodeado de un grupo de yankees horripilados de oirlo, y levantando más y más la voz, para que el escándalo fuese mayor. -Gobierno, decía, es ¡el del Emperador de Rusia! ¡Eso si que es un gobierno! Cuando un general delinque o desagrada a su soberano, ¡se le desatan los calzones y se le dan quinientos azotes! ¡Pero estas repúblicas! esto es un escándalo i un desorden. ¿Qué significan vuestras elecciones; y qué sabe Ud. ni Ud., añadía, dirigiéndose a este o a el otro de sus auditores espantados, lo que conviene al estado; cuándo debe hacerse la guerra, y cuándo la paz? Al pueblo solo le toca pagar los gastos de la corte del soberano, que gobierna por derecho divino...
Y esto dicho con una seriedad y una afectación de estar de ello convencido, que aquellos hombres se hacían cruces de oírlo; y pasada la tormenta se lo señalaban unos a otros, mostrándolo como a un animal extraño, un ruso o un loco peligroso. Todo esto para reír después i alimentar la francachela. ¿No se le antoja una vez persuadir a una cuarentona llena de colgajos y de colorete que yo era sobrino de Abd-el-Kader que viajaba incógnito, favoreciendo esta broma la circunstancia de ser el único en aquellos parajes que llevara la barba entera y la birreta griega? Habíala ya medio persuadido, hablábame en español para que ella creyese que era el árabe, exagerando el sonido de la j y se empeñaba en que me pusiese albornoz para completar el chasco.
Mas tarde me mostró este joven la parte seria de su carácter, que no es menos notable por el buen sentido que lo caracteriza, a lo que se añade mucho trato de la sociedad y la rara habilidad de revestir las formas populares en lenguaje y porte, cualidades que, con su instrucción en materias económicas, lo harían un joven espectable si supiese dominar las impaciencias de un espíritu impresionable que no contienen ideas fijas y sentimientos de moralidad teórica, aunque su conducta sea regular. Necesito añadir estas rectificaciones por temor de que sin ellas hiciese pasar plaza de truhán en mi narración a un compañero de viaje que me acompañó cuatro meses y me prestó amigables servicios”. Sarmiento tenía, en esta época, 36 años, 11 más que Arcos, se encontraba exiliado en Chile, donde había sido comisionado por el Gobierno, en Europa, por el Ministro de Instrucción, Manuel Montt.
Sarmiento y Arcos arribaron a Valparaíso el 28 de febrero de 1848. Su biógrafo, Gabriel Sanhueza escribió: “Pasó Santiago Arcos como fugacísimo meteoro por las páginas de nuestra historia, Chileno por azar, vivió menos de tres años entre nosotros durante su mayor edad y fue solo en el breve espacio de cinco meses -noviembre de 1849 y marzo de 1850- que dejó impresa su huella en los sucesos nacionales”. Santiago Arcos se transformó, en ese breve lapso, en el primer luchador social de la historia de Chile.

1 Comments:

Blogger esteban lob said...

Linda historia Jorge.

Haciendo un parangón con el fútbol, debo decir que esos eran " arcos" sin redes.

2:17 PM  

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