Wednesday, July 23, 2008

LA BUENA VOLUNTAD

(foto: "Stadshuset" de Yanan Li)


Por Oscar Bravo Tesseo
A los diez y ocho años de edad, cuando recién comenzaba la década de los setenta, Eva Ringdalh, nacido en Umeo en el norte de Suecia, vino a vivir a Estocolmo. Llegó para inscribirse en la universidad, aunque nunca se incorporó a ella. Por esos días, mientras esperaba el inicio de las clases, conoció a unos chicos - entre ellos a Daniel, con el que pololeó - y por allí se fué integrando al comité de apoyo a Viet-nám. La verdad es que metió en esto de la solidaridad con zapatos y todo. Imprimió periódicos mostrando fotografías de vietnamitas de miembros delgados, vestidos de blusas color verde oliva, de ojos rasgados, portando al hombro carabinas kalashnikov automáticas, participó en reuniones, repartió volantes por las esquinas de las calles céntricas y participó en marchas gritando contra la barbarie, representada entonces por soldados norteamericanos bastante parecidos a los jóvenes suecos que recibían o rechazaban, según fuera el caso, las octavillas que Daniel, ella y sus amigos tenían para dar. Hubo ocasiones en las que llegó la policia, en sus overoles azules, a controlar permisos o a levantar barreras contra los manifestantes, aunque a veces se limitaban a romper algunos carteles o lienzos o a vigilar discretamente. Un día, Olof Palme, el ministro sueco, se puso al frente de uno de los desfiles, uno numeroso y bien ordenado, y a partir de ahí se llenaron las calles de Estocolmo de quienes querían prostestar contra la guerra y la policía ya no les molestó más.

Terminó lo de Viet-nam, todos sabemos cómo. Los locales de los comités se fueron vaciando poco a poco cada día. Los boletines desaparecieron y se acabaron las reuniones. Eva notó entonces que su vida cambiaría, ahora que Daniel y sus amigos se ocupaban de sus estudios. Todos criticaban la universidad, eso sí, pero seguían asistiendo a ella, en tanto que Eva, y alguno más, descubrieron con el tiempo que no tenían nada que hacer, que la máquina las había pillado aunque ellos no se habían dado cuenta.

Entonces trabajó en lo que pudo, más que nada en guarderías infantiles, de cuidadora de niños; o en centros asistenciales, cuidando ancianos y enfermos. Para eso había siempre puestos de trabajo desocupados. Tuvo entonces un poco de dinero y se permitió comprar ropa y salir a almorzar, algunas veces por semana. Alojaba en un pequeño apartamento en Hanverkargatan, en Kungsholmen, y tomó la costumbre de ir los jueves a un restaurant chino de las vecindades, atendido por una mujer, que hablaba muy mal sueco, digamos lo esencial para averiguar qué quería el cliente. Su marido o lo que fuera, para el caso no importaba, se encargaba de la cocina y de la limpieza del local. Eva y sus amigos pronto apodaron a la china Madame Ching, en recuerdo a un personaje de un cuento de Borges que Daniel acababa de leer en un curso de literatura. El cocinero pasó a ser Master Ching aunque en el cuento de Borges la Ching era viuda y pirata.

Pasaron los semestres y los cursos: Daniel y los otros chicos fueron dejando el estilo de vida de Eva, pero ella siguió en lo suyo, con los pequeños trabajos, un poco de dinero en el bolsillo y las visitas a sus padres en Umeo para la fiesta de la noche de San Juan, que coincide con la llegada del solsticio de verano en Suecia.

Eva tiene ahora 20 o 21 años, lleva cuatro en Estocolmo y todavía no tiene claro que hacer con su vida. Por esos días, en enero del 74 comienzan a llegar chilenos, se forman comités de apoyo parecidos a los de Viet-nam, aunque Eva no participa en ellos pues le bastaba con la experiencia anterior. Una diferencia notaba si: mientras los chilenos, argentinos, uruguayos y brasileros llegaban a montones, ella jamás había encontrado a un vietnamita en todos esos años. Para Eva se hizo evidente que mientras en su pueblo natal tu pasado y tu presente eran idénticos pues todo el mundo se conocía, en Estocolmo, en cambio, uno es lo que decía ser y no había modo de afirmar lo contrario.

Para entonces Daniel había desaparecido completamente de su vida. Eva no lamentaba su ausencia. Lo que le molestaba era observar como sus antiguos amigos habían hechos constantes progresos encontrando posiciones y cultivando contactos útiles, mientras que ella seguía marcando el paso, del trabajo a la casa, de la casa al trabajo, almuerzo, los jueves, en lo de Madame Ching y su marido, el cocinero.

Los años no pasan en vano. Eva se había ido transformado en una joven estupenda. Digo estupenda pues no necesitaba arreglarse, como hacían otras ni ponerse vestidos caros y zapatos de lujo, para inspirar a los hombres y verse bella. La segunda mitad de los setenta fué un período de la vida de Eva con muchas fiestas, un tiempo de clubes de jazz, y nombro aquí únicamente al Fashion y al Stampen en los que se escuchaba música, se bailaba, se bebía cerveza y, sobretodo, se ligaba a diestra y siniestra, pues para eso éramos libres o por lo menos eso era lo que todo el mundo decía que éramos y también lo que nosotros creíamos ser. Es en esa época cuando Eva empieza a orientarse por el mundo, conoce a extranjeros, descubre que Europa, Asia, Africa, América y Oceanía no solo es una lista de continentes, que detrás los nombres hay gentes de carne y huesos, incluyendo una cantidad de hombres.

Fué entonces cuando conoce a Ardogan, un joven, más bien un hombre joven, de origen armenio. Eva se enamora de Ardogan. Deciden viajar juntos y conocer lugares desconocidos hasta ahora para Eva que no ha viajado a ninguna parte. Una noche, están en Bangkok, visitan un restaurant no lejos del hotel donde están alojados hace casi una semana y se sientan a cenar junto a un conocido de Ardogan que se hace llamar Richy. Richy viene de Sidney, habla por cuatro, fuma y bebe por diez. En un momento en que se han acercado a la terraza del local para tomar unos tragos, ofrece discretamente de lo que anda trayendo y todos prueban. Pasan los días, se regresa a Estocolmo, las vacaciones están por acabarse y a Ardogan se le ve intranquilo. Gasta dinero, regala cosas, reparte flores, se muestra amable con Eva y le hace promesas que ella ni escuché ocupada como está en pasarlo bien, le menciona casa y niños. Habla, no tanto como Richy, pero dice, sugiere, sin que nadie se lo pida.

Un día antes de tomar el avión de regreso él se ausenta del hotel por la tarde y vuelve un par de horas después. Eva, sentada al borde de la pileta del hotel, lo ve llegar a la recepción y subir a la pieza que ocupan ambos portando un bolso chiquito de color azul marino. Mientras está esperando que baje a saludarla observa un par de tipos de mala facha, tailandeses, en la recepción. Preguntan al parecer por alguien y por momentos discuten entre ellos. A Eva le da la impresión de que va a pasar algo. Sin saber porque se figura de que Ardogan a ido a ver a Richy. Al fin y al cabo, Richy es el único conocido que tienen en Bangkok.

En la noche celebran de nuevo, esta vez sin Richy. Cuando Eva pregunta por él, Ardogan responde que Richy viajó a otra ciudad y que no lo volverán a ver, al menos en este viaje. Cenan, beben bastante, Eva se siente cansada y se va a dormir. Ardogan se queda fumando junto a la piscina del hotel. A las tres de la mañana Eva se despierta y ve a Ardogan sentado junto a ella en la cama, mirándola fijamente. Entonces le vuelve a hablar, le menciona un paquete que hay que llevar a Estocolmo. Es preferible que lo lleve Eva en su maleta pues siendo ella sueca lo más probable es que no la revisarán ni en Bangcok ni en ninguna parte. Así están las cosas en este mundo, está bien, nada que hacer, basta con hacer la observación, 'no hard feelings', en cambio a él, Ardogan, lo escogen casi siempre en el control de aduana, particularmente en Estocolmo. Eva está muerta de sueño pero se muestra de acuerdo.

Al día siguiente están ambos en el aeropuerto. Es temprano, todavía no necesitan presentarse a chequear los equipajes. Van con sus maletas al bar a tomar café, a fumar y hacer hora. Eva sube a los servicios ubicados en la planta alta del aeropuerto. En lo alto se detiene un momento. Entre un grupo de pasajeros en una sala de espera del terminal cercano a la cafetería, observa una figura conocida. Allí, entre familias tailandesas y gente de negocios de origen asiático, se distingue la figura inconfundible y occidental de Richy. Desde su posición Eva puede ver tanto a Ardogan sentado en la cafetería como a Richy, lateado y solitario, con un diario en la falda y una botella de agua mineral en la mano, acomodado en uno de los sillones frente a la puerta de salida. Eva se queda allí mirando a uno y al otro durante unos diez minutos. Se pregunta cómo es que Ardogan ignora que Richy está viajando a la misma hora que ellos, esperando la salida de un vuelo que bien puede ser el mismo en que van a viajar ellos, y todo esto a no más de cincuenta metros de distancia el uno del otro.

Llega a la conclusión de que o bien Richy oculta algo a Ardogan o bien Ardogan oculta algo a ella. En el primer caso, si es que Richy quiere observar discretamente los pasos de ellos sin que ellos se enteren, entonces Richy haría mejor estar ocupando un lugar como el que ella ocupa ahora, cerca de la escalera. Cuando baja hacia la cafetería le parece ver, en una mesa de la cafetería, a los tipos mal agestados que había visto en recepción del hotel el día anterior.

Se presentan a embarque una hora después, trás chequear el equipaje y pasar el control de policía internacional. A Eva no la revisan, a Adrogan lo controlan rigurosamente. El control no arroja resultado alguno. Además Richy ha desaparecido de la vista y no está entre los pasajeros del vuelo. Despega el avión. Eva mira por la ventanilla los techos de los edificios de la ciudad mientras la máquina asciende. Elude mirar a Ardogan, se siente ahora algo más tranquila. Al poco rato las azafatas comienzan a servir bebidas y comida caliente. Ambos comen y beben, dicen trivialidades sin importancia. Diez horas más tarde el avión aterriza en Kastrup, Dinamarca. Baja un tercio de los pasajeros. Trás media hora de espera, el avión sigue su vuelo con destino a Arlanda. Allí pasan dos cosas. La maleta de Eva no llega y ella se ve obligada a llenar un formulario la oficina de reclamaciones de SAS. A Ardogan, que mientras tanto ha marchado con su equipaje hacia la salida, lo detienen en aduana y lo someten a un nuevo control que dura al menos una hora. Es obvio que lo relacionan con contrabando de drogas. Sin embargo, no pasa nada, no se le encuentra nada encima. Salen finalmente del aeropuerto. El viaje en bus hacia el centro de Estocolmo se realiza en completo silencio. Apenas se despiden y Eva se baja del bus en Sankt Eriksplan en tanto que Ardogan sigue en el mismo bus hasta City Terminal.

Tres días después aparece el personal de la compañia aérea con la maleta por el departamento de Eva. Dejan un informe que dice que debido a un error la maleta fué desembarcada en Kastrup. La maleta no está abierta y lleva pegada alrededor una cinta plástica y un impreso "SECURITY CHECKED" con letras blancas en fondo naranja. Otra cosa es que Eva sabe que tienen que haberla abierto pues falta el bolso azul y el paquete. A Ardogan lo ve un par de veces más. No parece irritado por la pérdida del paquete. Le pide que olvide el asunto, que lo que ocurre no es asunto de ellos. Se hace difícil entablar una conversación y es como si algo se ha roto sin remedio entre ellos. Hay una cita más, a la que Eva falta. Entonces no vuelve a saber de él nunca más, excepto que medio año después, recibe la visita de una mujer de la policía que la interroga, muy amistosamente, sobre Ardogan. Se ríe de buena gana, como si le hubiera contado un chiste, cuando Eva describe a Ardogan como armenio. No oye más hablar de la mujer policia, de Ardogan tampoco.

Sigue la vida cotidiana. Se suceden los trabajos aburridos y mal pagados, también los amoríos con jóvenes que Eva encuentra en lugares de siempre, sobretodo en Gamla Stan. Eva empieza a pensar que el mundo de la capital consiste en esto: gentes que vienen, entran en tu vida y después se van. Una de las pocas cosas de las cuales Eva empieza a tener recuerdos son de sus visitas semanales al restaurant Siete Mares de Madame Ching.

El día que Eva cumple 27 años, casualmente un viernes, sale sola a bailar y encuentra a Bo, un joven afuerino y solitario, llegado a Estocolmo, como ella, poco después de hacer el liceo. Trabaja de montador de equipos de refrigeración industrial para una empresa importante. Con experiencia y años de economías, ha logrado hacerse de una pequeña posición, incluso se ha comprado una casa pareada, en Bromma, un barrio al norte de Estocolmo. Se siguen viendo y, aunque eso llega algo más tarde, terminan juntos en la cama, . En lo sucesivo, Eva y Bo se encuentran a menudo, casi a diario. Los fines de semanas los pasan juntos en la casa de Bo. A los pocos meses y dado que la empresa que le arrienda el piso de Hanverkargatan a Eva va a renovar el edificio, Bo y Eva deciden vivir juntos, en Bromma. Poco más tarde, Eva queda esperando y a poco de cumplir 28 años, entre gritos y sollozos, nace una niña, en el hospital de Sant Göran. Eva le da por nombre Linnea y digo que Eva lo da, pues desde que ella vino a su casa y quedó esperando la criatura Bosse se desentiende de la mujer, de la hija de ambos y de la casa en general.

Ahora Eva se siente viviendo en una asfixia continua. De día cuida a la hija y la casa; por la tarde atiende al hombre con el que apenas se habla; por las noches coge, sin tener ganas, cuando él lo pide. Una vez por semana, se escapa a su barrio, a Hanverkargatan, recorre sus calles de arriba a abajo, desde Fridhemsplan hasta Stadhuset. Por el camino aprovecha para hacer un alto y almorzar donde Madame Ching, en el Siete Mares, llevando a Linnea en el coche primero, tomada de la mano, meses después. Madame Ching la saluda con la sonrisa inmutable de siempre, que lo mismo le agrega personalidad como se la quita. A Master Ching le ve apenas los brazos flacos, el torso algo hundido y casi nada del rostro, cuando pasa a su mujer los platos preparados, a través de la ventanilla de la cocina. Cuando Linnea está por comenzar la escuela, Eva se entera que su antiguo departamento está libre otra vez, su arrendatario lo desocupa y, en un gesto generoso que no se ve todos los días, el dueño se lo ofrece a ella. Entonces Eva abandona a Bo y regresa a Kungsholmen.

En una de esa oportunidades la encuentra vestida en un traje sastre oscuro, discreto y elegante, en vez de la bata simplona que usa de habitual. En seguida se da cuenta que va peinada de peluquería y no con el pelo recogido con un pinche, como de costumbre. De el porqué de esta conmoción se viene a enterar el jueves siguiente, por bocas ajenas: tal como en las películas Madame Ching se ha largado a California, sitio ideal para una mujer buenamoza y relativamente joven y un chino rico, más culto y apuesto que Master Ching.

Por primera vez Eva y todos los que solemos almorzar allí atraído por los precios y la abundancia de el Siete Mares nos topamos con un Ching entero, con brazos, piernas, torso, cabeza, cuello y todo lo demás, pero el verlo así, en completa majestad, para nada mejora la imágen que teníamos de Ching, si, Ching a secas, más bien se la echa para abajo. Entonces, a qué cuento seguir llamándolo Master Ching, ¡hasta la Madame se le escapó!

El chino atiende solo ahora sin ayudantes y lo hace sin arrugarse: coge los pedidos y trae los platos de comida que le pidan con tal que estén en la lista, brutalmente recortada y reducida a esto:

(1) filete de pollo con champiñones (en wok),
(2) carne de vacuno con bambú, cebollas y pimentones (en wok),
(3) scampi fritos apanados con salsa agridulce y arroz
(4) apanados de cerdo y pollo fritos con verduras.

Sin protestar anota, cobra, trae, sirve, lleva, llena la cafetera con café recién hecho, surte la cajita de las galletas, repone ensaladas en las fuentes a medio llenar, va y viene de la cocina y aún le queda tiempo, pero esto es excepción y ocurre muy de vez en cuando, para conversar con Eva - si se puede hablar de conversar al monólogo que él chino le suelta. Es que desde que partió su mujer (la muy maldita) él no pasa en casa los domingos... ahora sale a correr, si, a correr, para todas partes, para el norte, para el sur, para el este...para ... cómo se llama? ... treinta años en Estocolmo, en la cocina, fregando pisos, sin conocer nada, sin aprender nada... ahora corre ligero, el chino, ligero, por las orillas del mar Báltico, muy bonito... a orillas del lago Malaren, muy bonito también...por todos lados, eso sí, encuentra gente de buena voluntad, que lo animan, mientras corre, "corre chino hijo de puta, muerto de hambre"... y cosas así... Uno, en silla de ruedas a motor, o con pilas, grandes, eso si, uno que ni siquiera tiene patas para meterse las zapatillas, dirige la silla detrás de él, lo persigue, no sentado bien derecho ... medio chueco, caído hacia un costado, lo persigue a motor y le grita, pero en inglés, igual que en la televisión: "Fuck you, chino cabrón!" ...y yo sonriente ... sueco de la puta madre que te parió sin patas...

Eva cumple por fin cuarenta y dos años. Es jueves e invita a Linnea a salir con ella a celebrarlo. Linnea no tiene tiempo, tiene que estudiar, tiene que encontrarse con sus amigos, tiene que pololear, tiene quince años, tiene tantos tienes que separarlos por medio de comas es una pérdida de tiempo tienes tantas cosas, de nadie es la culpa.

Eva se siente mal, sale sola a la calle, camina por Hanverkargatan. Es un hermoso mediodía de verano. Estamos por llegar al día más claro del verano cuando el sol casi no se pone y las familias (las pocas que pese a todo se han mantenido unidas) se reunen en prados y muelles para bailar al son de canciones tradicionales que hablan de flores silvestres, amores consumidos en el ardor del verano y de ranas solitarias y saltarinas. Sin mirar para donde va, deambula hacia la orilla del agua en el Malaren. Siente que su vida ha sido una completa equivocación. Siempre ha estado sola, pero en realidad no es verdad, para estar sola en serio hay que ser además capáz de soportarlo.

Cuando llega a Stadshuset y entra al patio abierto al público frente al muelle, siente que la mole de cemento se abre a sus pies, se ve durante una fracción de segundo cayendo a las aguas negras del lago pero el muelle de pavimento sólido sigue allí y, seguramente, seguirá allí otros ochenta años más, inamovible. No es que el suelo se movió, ni nada. Por su cerebro pasó la palabra suicidio y ella la mezcló con un imágen irracional, de las aguas del lago que se separan para que pase por alli todo Estocolmo hacia Hornstull.

Y a propósito de lagos y de agua, hace un esfuerzo y le da la espalda al Malaren y, sin saber como, encamina el curso de sus pasos hacia el Siete Mares. Habemos seis o siete comensales allí cuando Eva entra a tientas, como agobiada por un cansancio infinito. Sin saludar se deja caer sobre una silla en una de las mesas desocupadas. Parece haberse enterado que a la única persona a la cual le puede contar sus cuitas, ahora que sus padres ya no están y su hija anda en otra, es al chino sin nombre y a nosotros, aunque a nosotros ni nos mira. El chino, viéndola en ese estado calamitoso, se ha apresurado a abandonar su posición detrás del mesón y tomar asiento delante de ella y la mira con ojos alarmados, desde el otro lado de la mesa. No se atreve a consolarla, ni siquera a tomarle la mano, para calmarla. Los demás bajamos la mirada al plato que tenemos delante como si estuviéramos en una cantina de regimiento y no en el Siete Mares. Parece que al final el chino se anima y le toma la mano, aunque respetuosamente. Oímos todos cuando ella prorrumpe en llanto y habla de sus padres ahora lejos, de su hija, de la vida sin sentido, del vacío que deja en el alma cada día que pasa, ninguno de nosotros se arriesga a levantar la vista del plato.

Después escuchamos hablar algo que sonaba como a chino y levantamos todos la mirada. Eva y el chino están tomados de las manos. Como en algo tiene que diferenciarse la vida real de la ficción y como hecho a propósito para remarcar más la diferencia ocurre algo inesperado: el chino se larga a sollozar él también pero harto más fuerte que Eva y llora con tanto entusiasmo que ella, sorprendida, termina por quedarse callada. Pero este chino si que llora, madre mía - pensamos todos, incluso Eva - motivos le sobran para irse a tirarse a cada rato a la línea del metro.

Al final, lo que entendemos, es que el chino llora por que ha comprendido corriendo por ahí los domingos - y esto le ha causado una feroz depresión - que en todo lugar se sufre, pero que también hay bondad y belleza en todas partes y que además todo crece para algún lado, todo se desarrolla, aunque no lo parezca a primera vista, pues lo único que no necesita de dioses ni de toneladas de mandamientos ni de democracía (que al final viene a ser lo mismo) para existir es, nótese la sencillez, la naturaleza, que está por encima de todas esas pendejadas con que se embrutecen la cabeza sobre el mal y el bien. Ni siquiera mencionó quienes son los que se embrutecen y tampoco dijo "el bien y el mal" como dice todo el mundo, sino que puso el mal adelante y al bien lo tiró para la cola, como si lo considerara menos importante.

A Eva y a los demás, el chino nos abrumó por un momento con sus declaraciones: qué chino tan ingrato y descreido, joder, no se traga una, sáquenle tarjeta amarilla, ni la democracia le apetece!

El chino, de lo más campante e imprudente, como si no se hubiera dedicado a otra cosa en su vida, moqueaba y sonaba que daba gusto e incluso se pasó al tema de utensilios de cocina, que están siempre sucios y nosotros obvio, no se le puede exigir tanta consecuencia en el discurso, si se equivocó, qué se corrija, retome lo de la naturaleza y ya está.

Lo que quizo decir, aunque no lo dijo y esto es pura interpretación mia, es que encerrado ahí en la cocina, sin visiones ni desafíos, tuvo que inventarse un mundo de fantasía y así imaginando e imaginando terminó por imaginarse a Eva, medio agachada y sin nada de ropa. Quiero dejar en claro que esto se lo imaginó, si es que lo hizo, solamente una vez que Madame Ching se arrancara con su chino elegante a California.

Después, para tranquilidad de los comensales, el chino optó por quedarse callado. Todos respiramos más tranquilos y Eva Ringdalh se aligeró de la presión de sus manos y le hizo una caricia en la mejilla, muy tierna, como si de repente hubiera recuperado la virginidad o como si nunca la hubiera perdido del todo, algo así como cuando Eva Marie Saint le dice 'God bless you' a Marlon Brando después que éste le muestra su palomas mensajeras, en Nido de Ratas.

El chino se calmó del todo y le preguntó: ¿qué se va a servir?

Ella lo dijo y él se levantó de la mesa y se fué a la cocina, secándose las lágrimas con el delantal, a preparar el pedido.

Alguien preguntó a Eva si era verdad que estaba de cumpleaños y ella asintió. Varios de los presentes la saludamos levantando nuestros vasos de cerveza.

Nadie sabe por qué, pero cuando regresó a la sala, el chino informó en tono desafiante y abrupto, como para que lo escuchara todo el mundo, que él "para que sepan" no era chino, sino vietnamita, de Saigón. Después volvió a la cocina.

Durante un rato comimos todos en silencio, aunque la última declaración del chino provocó unido - me imagino yo - a su enfática condena a la democracia cierta animosidad entre la asistencia. En general, la encontrábamos fuera de lugar. Uno dijo no entender como el chino trataba de cambiar de nacionalidad mientras nosotros estábamos almorzando, otro dijo: a mi, por lo menos, el tío este me parece más chino que Mao Tsé-tung, a lo que un tercero le corrigió la pronunciación: Mao Zedong, se dice Mao Zedong. Por último, otro de los presentes que hasta ahora había callado irrumpíó en un: chino y más encima caradura, nos ha estado pasando gatos por liebres por más de veinte años, haciéndose pasar por chino. Yo dije: la verdad es que nunca ha dicho ser chino, eso es algo que ... y ahí me interrumpieron o bien no me escucharon y tuve que sumarme con mi silencio a la opinión de la mayoría. El chino, mientras tanto, seguía refugiado en la cocina. El último comentario que llegó a mis oídos fué:

-¿ Es qué no piensa servir el café?

Entonces Eva Ringdalh se levantó y se fué a la cocina con la intención, supusimos todos, de ir a buscar al chino. A poco regresó ella sola portando la jarra con el café.

A la semana siguiente recuerdo que estábamos los mismos en el Siete Mares cuando Eva Ringdalh llegó, a la hora acostumbrada. Se veía bien, muy compuesta, y se instaló en la mesa de siempre. Saludó ligeramente con una sonrisa que reflejaba dignidad y también -quisiera imaginarme yo - cierto agradecimiento. El chino salió a tomar el pedido, sin mirar a nadie. No mostró complicidad, resentimiento, rencor, angustia, malicia o sentimiento alguno que jamás haya aparecido en un diccionario.

Como de costumbre ese jueves se comió bien y barato. De ahí en adelante nos hemos comportado todos como si la semana pasada nunca hubiera existido. Ahora queda esperar que pasen los años y que Eva Ringdalh cumpla los cincuenta.


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