LA ESTACION DE TRENES
Oscar Bravo Tesseo
Brauser recordaba que la noche anterior había estado bebiendo moderadamente, sobretodo vino, y un trago de nombre desconocido cuya base era aguardiente. Lo último que recordaba de la fiesta, si se la pudiera llamar así es que alguien había ido a buscar pizzas y todos habían comido.
Pero antes de la llegada de la madrugada el recuerdo se hacía más vago y le parecía estar soñando con una estación de trenes antigua. Le acompañaba un tipo corpulento y de sombrero al que probablemente había conocido durante la noche. Recordaba que habían hablado y que el tipo corpulento le había hecho partícipe de sus problemas que no eran pocos, ni muchos. Quizá había mencionado alguno urgente.
En la estación había el movimiento habitual para esas horas de la madrugada. Esta es una forma rara de decirlo pues Brauser estaba seguro que nunca había estado allí antes. El movimiento dentro de la estación era por tanto el que se espera para una estación cualquiera, no para esta en particular. Por de pronto, abajo, en el piso inferior, aquel que lleva a los andenes, había un grupo de policías mientras que unos pocos viajeros se agrupaban frente a las ventanillas de boletería y delante de los dispensadores automáticos. Arriba, en la cafetería, donde estaban ellos, y en el quiosco de revistas, había un poco más de gente.
Brauser se imaginó que seguramente la cafetería de la estación era el único sitio que todavía estaba abierto en la ciudad.
Brauser recordaba que el tipo corpulento le había confiado un fajo de billetes y vales de gasolina y que después ambos habían tomado una taza de café que el tipo se había empeñado en pagar. Entonces Brauser había encendido un cigarrillo y le había ofrecido al otro. El tipo corpulento fumaba despacio, pensativo, en silencio, como si estuviera estudiando la posibilidad que este cigarrillo le produjera cáncer. Momentos más tarde, Brauser recordaba haber estado discutiendo con el tipo sobre la mejor manera de llegar a uno de los trenes que esperaba en el andén. Arriba, cerca del enorme ventanal del fondo, había una especie de ventana abierta que conducía a una escalerilla y al piso inferior. Acercándose a ella se podía ver los andenes, un par de trenes, el movimiento de la gente y la humareda gris y tibia que se desprendía de las máquinas en marcha. Tras una breve discusión el hombre corpulento negó con la cabeza y sin despedirse volvió la espalda a Brauser y bajó resueltamente la escalera que conducía al hall central, a las boleterías y al grupo de policías que controlaban el acceso a los andenes.
Brauser le vió llegar abajo, arreglarse la caída del vestón y avanzar sobre el piso de mármol hasta llegar a la puerta amplia que conducía a la plataforma. Entonces el tipo sacó un documento del bolsillo y pronunció unas palabras que no alcanzó a escuchar pero que las entendió como frases dictadas por la decencia o por el impulso que le llega a un tipo que está tratando de hacer un acto de predigistación. Los policías al frente se reagruparon como para entrar en combate, después miraron la tarjeta un instante y finalmente le dejaron ir, se desentendieron de él, el círculo se cerró de nuevo – alguien los había instalado allí a vigilar sin decirles qué ni hasta cuando – y ellos volvieron a lo suyo, hablar de fútbol, eliminatorias, de glorias pasadas y deshonras recientes. A ratos mataban el tiempo demorando torpemente a viajeros, a veces detenían a algún tipo, sospechoso de ser un huelguista o un minero, lo que para el caso podía ser lo mismo.
Brauser se encaminó hacia la salida. Todavía no había amanecido. Los trenes que había dejado en la estación seguían allí sin prisa por marcharse. Cruzó la calle dirigiéndose hacia el lugar reservado al estacionamiento de coches, ubicado en un terreno baldío frente a la estación. Mientras caminaba entre los pocos autos estacionados allí pisando arena y trozos de lozas sueltas que alguna vez fueron un pasillo leía una y otra vez un letrero pintado con letras azules sobre un fondo de cal recomendando la ciudad al visitante y, en una esquina, con letras rojas, alguien había pintado con mano rápida un insulto procaz que mentaba al camarada Nicolás Ceaucescu y a su esposa Elena y les prometía colgarlos de un farol de luz. Brauser pensó que bien mirado era un mal síntoma que la municipalidad o la policía no hubiera ordenado borrar la injuria de la pared. Después abrió la puerta trasera del coche – un Peugeot 404 bastante usado- y se acomodó al lado de las dos mujeres.
Reconoció a una de ellas, la que estaba más cerca de él, una mujer de pelo ondulado rubio, seguramente teñido, que le recordaba vagamente a Marilyn Monroe y dijo en voz alta para que ambas le escucharan que el tipo corpulento estaba ya arriba del tren, que éste todavía no había partido y que ahora había que estarse tranquilos, esperar un par de horas más hasta que amaneciera completamente o hasta que el tipo corpulento apareciera por allí a la carrera con unos cuantos policías a la zaga disparándole por la espalda.
Una vez que se acostumbró a la oscuridad del coche comprendió que ellas habían estado bebiendo de una botella de vodka polaco que estaba tirada en el piso del auto. A su olfato llegó el olor de ellas mezclado con vahos de alcohol, olor a gasolina y a suciedad. Se echó hacía atrás y encendió un cigarrillo y al poco rato su mente y su olfato se habían acostumbrado al deterioro y la podredumbre reinante en el interior del vehículo.
En adelante todo ocurrió como en un sueño, o quizás, dentro de un sueño. Distinguió de nuevo a la rubia teñida. Sus manos fueron recorriendo primero los senos de ella, sus muslos, las piernas, los tobillos y hasta los pies. La rubia no hacia el menor caso a sus toqueteos. A Brauser le causaba gracia que la piel de ella tuviera idéntica tersura fuera en los senos y en los muslos que en los pies.
Mientras iba trajinando a la rubia a ciegas sentía gemir a la otra, la de cabello oscuro, acosada por las caricias de su amiga, y cuando vió parte de su rostro y de su cuerpo pequeño y bien formado reconoció a Nina, su mujer. Las dos mujeres se habían estado entreteniendo entre ellas, tocándose y diciéndose bobadas mientras él y el hombre corpulento hacían de las suyas en la estación. Se habían estado masturbándose, turbándose más, haciendo cosas turbias, pero qué otra cosa pueden hacer dos mujeres arriba de un Peugeot 404 inmundo en medio de la noche.
La rubia volvió la cabeza un instante y descubrió que Brauser la estaba desnudando y al mismo tiempo trataba de forzar el cierre eclair de su pantalón que se había trabado. Ella lo miró con curiosidad, dudando, y después lo dejó hacer como si su cuerpo ya no le concerniera. Un momento más tarde Brauser tenía el trasero de ella entre sus manos, lo sostenía como si fuera un balón de fútbol, pensó en escupirla, abrir la puertecilla del Peugeot y largarse de allí cuando los gemidos de la otra mujer lo retuvieron, tuvo que encender una vez más el cigarrillo que se apagaba todo el tiempo como para recordarle al fumador la calidad del tabaco rumano y ahora lo aspiró con goce. El gemido de Nina crecía y Brauser se sintió invadido por una sensación de ternura antigua, que había olvidado o que apenas recordaba, como si la rubia ya no estuviera allí, como si Nina estuviera ahora llorando bajo el peso de su cuerpo. A través del parabrisas del Peugeot seguía siendo la noche y la estación de trenes era una mole triangular iluminada aquí y allá por una luz amarillenta e insufrible. Entonces Brauser se sumergió por fin en el sueño borracho, en el cuerpo de la rubia teñida y sintió volver la angustia que lo venía siguiendo desde no sabía cuando.
Brauser recordaba que la noche anterior había estado bebiendo moderadamente, sobretodo vino, y un trago de nombre desconocido cuya base era aguardiente. Lo último que recordaba de la fiesta, si se la pudiera llamar así es que alguien había ido a buscar pizzas y todos habían comido.
Pero antes de la llegada de la madrugada el recuerdo se hacía más vago y le parecía estar soñando con una estación de trenes antigua. Le acompañaba un tipo corpulento y de sombrero al que probablemente había conocido durante la noche. Recordaba que habían hablado y que el tipo corpulento le había hecho partícipe de sus problemas que no eran pocos, ni muchos. Quizá había mencionado alguno urgente.
En la estación había el movimiento habitual para esas horas de la madrugada. Esta es una forma rara de decirlo pues Brauser estaba seguro que nunca había estado allí antes. El movimiento dentro de la estación era por tanto el que se espera para una estación cualquiera, no para esta en particular. Por de pronto, abajo, en el piso inferior, aquel que lleva a los andenes, había un grupo de policías mientras que unos pocos viajeros se agrupaban frente a las ventanillas de boletería y delante de los dispensadores automáticos. Arriba, en la cafetería, donde estaban ellos, y en el quiosco de revistas, había un poco más de gente.
Brauser se imaginó que seguramente la cafetería de la estación era el único sitio que todavía estaba abierto en la ciudad.
Brauser recordaba que el tipo corpulento le había confiado un fajo de billetes y vales de gasolina y que después ambos habían tomado una taza de café que el tipo se había empeñado en pagar. Entonces Brauser había encendido un cigarrillo y le había ofrecido al otro. El tipo corpulento fumaba despacio, pensativo, en silencio, como si estuviera estudiando la posibilidad que este cigarrillo le produjera cáncer. Momentos más tarde, Brauser recordaba haber estado discutiendo con el tipo sobre la mejor manera de llegar a uno de los trenes que esperaba en el andén. Arriba, cerca del enorme ventanal del fondo, había una especie de ventana abierta que conducía a una escalerilla y al piso inferior. Acercándose a ella se podía ver los andenes, un par de trenes, el movimiento de la gente y la humareda gris y tibia que se desprendía de las máquinas en marcha. Tras una breve discusión el hombre corpulento negó con la cabeza y sin despedirse volvió la espalda a Brauser y bajó resueltamente la escalera que conducía al hall central, a las boleterías y al grupo de policías que controlaban el acceso a los andenes.
Brauser le vió llegar abajo, arreglarse la caída del vestón y avanzar sobre el piso de mármol hasta llegar a la puerta amplia que conducía a la plataforma. Entonces el tipo sacó un documento del bolsillo y pronunció unas palabras que no alcanzó a escuchar pero que las entendió como frases dictadas por la decencia o por el impulso que le llega a un tipo que está tratando de hacer un acto de predigistación. Los policías al frente se reagruparon como para entrar en combate, después miraron la tarjeta un instante y finalmente le dejaron ir, se desentendieron de él, el círculo se cerró de nuevo – alguien los había instalado allí a vigilar sin decirles qué ni hasta cuando – y ellos volvieron a lo suyo, hablar de fútbol, eliminatorias, de glorias pasadas y deshonras recientes. A ratos mataban el tiempo demorando torpemente a viajeros, a veces detenían a algún tipo, sospechoso de ser un huelguista o un minero, lo que para el caso podía ser lo mismo.
Brauser se encaminó hacia la salida. Todavía no había amanecido. Los trenes que había dejado en la estación seguían allí sin prisa por marcharse. Cruzó la calle dirigiéndose hacia el lugar reservado al estacionamiento de coches, ubicado en un terreno baldío frente a la estación. Mientras caminaba entre los pocos autos estacionados allí pisando arena y trozos de lozas sueltas que alguna vez fueron un pasillo leía una y otra vez un letrero pintado con letras azules sobre un fondo de cal recomendando la ciudad al visitante y, en una esquina, con letras rojas, alguien había pintado con mano rápida un insulto procaz que mentaba al camarada Nicolás Ceaucescu y a su esposa Elena y les prometía colgarlos de un farol de luz. Brauser pensó que bien mirado era un mal síntoma que la municipalidad o la policía no hubiera ordenado borrar la injuria de la pared. Después abrió la puerta trasera del coche – un Peugeot 404 bastante usado- y se acomodó al lado de las dos mujeres.
Reconoció a una de ellas, la que estaba más cerca de él, una mujer de pelo ondulado rubio, seguramente teñido, que le recordaba vagamente a Marilyn Monroe y dijo en voz alta para que ambas le escucharan que el tipo corpulento estaba ya arriba del tren, que éste todavía no había partido y que ahora había que estarse tranquilos, esperar un par de horas más hasta que amaneciera completamente o hasta que el tipo corpulento apareciera por allí a la carrera con unos cuantos policías a la zaga disparándole por la espalda.
Una vez que se acostumbró a la oscuridad del coche comprendió que ellas habían estado bebiendo de una botella de vodka polaco que estaba tirada en el piso del auto. A su olfato llegó el olor de ellas mezclado con vahos de alcohol, olor a gasolina y a suciedad. Se echó hacía atrás y encendió un cigarrillo y al poco rato su mente y su olfato se habían acostumbrado al deterioro y la podredumbre reinante en el interior del vehículo.
En adelante todo ocurrió como en un sueño, o quizás, dentro de un sueño. Distinguió de nuevo a la rubia teñida. Sus manos fueron recorriendo primero los senos de ella, sus muslos, las piernas, los tobillos y hasta los pies. La rubia no hacia el menor caso a sus toqueteos. A Brauser le causaba gracia que la piel de ella tuviera idéntica tersura fuera en los senos y en los muslos que en los pies.
Mientras iba trajinando a la rubia a ciegas sentía gemir a la otra, la de cabello oscuro, acosada por las caricias de su amiga, y cuando vió parte de su rostro y de su cuerpo pequeño y bien formado reconoció a Nina, su mujer. Las dos mujeres se habían estado entreteniendo entre ellas, tocándose y diciéndose bobadas mientras él y el hombre corpulento hacían de las suyas en la estación. Se habían estado masturbándose, turbándose más, haciendo cosas turbias, pero qué otra cosa pueden hacer dos mujeres arriba de un Peugeot 404 inmundo en medio de la noche.
La rubia volvió la cabeza un instante y descubrió que Brauser la estaba desnudando y al mismo tiempo trataba de forzar el cierre eclair de su pantalón que se había trabado. Ella lo miró con curiosidad, dudando, y después lo dejó hacer como si su cuerpo ya no le concerniera. Un momento más tarde Brauser tenía el trasero de ella entre sus manos, lo sostenía como si fuera un balón de fútbol, pensó en escupirla, abrir la puertecilla del Peugeot y largarse de allí cuando los gemidos de la otra mujer lo retuvieron, tuvo que encender una vez más el cigarrillo que se apagaba todo el tiempo como para recordarle al fumador la calidad del tabaco rumano y ahora lo aspiró con goce. El gemido de Nina crecía y Brauser se sintió invadido por una sensación de ternura antigua, que había olvidado o que apenas recordaba, como si la rubia ya no estuviera allí, como si Nina estuviera ahora llorando bajo el peso de su cuerpo. A través del parabrisas del Peugeot seguía siendo la noche y la estación de trenes era una mole triangular iluminada aquí y allá por una luz amarillenta e insufrible. Entonces Brauser se sumergió por fin en el sueño borracho, en el cuerpo de la rubia teñida y sintió volver la angustia que lo venía siguiendo desde no sabía cuando.
1 Comments:
Jorge:
Me alegra de que hayas procedido a publicar a J.C. Brauser otra vez en tu blog. La foto de estación de la trenes que elegiste está estupenda, acompaña muy bien lo poco que se dice de ella en el texto. Desde Buenos Aires, gracias una vez más. Saludos de
Oscar
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