Sunday, March 15, 2009

LA PRIMERA MUERTE DE MIGUEL MASCRUZ



El suicidio de Miguel Mascruz cambió mis planes. Debí viajar ayer a Madrid para hacerme cargo de la agencia, pero Pascal, mi director, me sugirió postergar mi partida para que pudiera hacerme cargo del reportaje que publicaremos el domingo sobre su muerte. Pascal sabía que ningún medio podría superarnos y que tenía en mis manos un documento que aseguraba la exclusividad de la información.

Por razones que no puedo justificar, tenía decidido que viviría 80 años. Por este motivo, cuando cumplí 40, decidí celebrarlo con una fiesta en mi casa con mi familia, amigos y colegas más próximos. Entre mis invitados estuvo Mascruz, que me regaló la primera edición en francés de “El mito de Sísifo”, de Camus, con una dedicatoria en la que desarrollaba su propia idea sobre el suicidio.

Años después Pascal encontró el libro en mi biblioteca y se mostró muy interesado en la dedicatoria de Miguel. Me pidió prestado el libro pero se lo negué con algún pretexto que aceptó, a cambio de mi promesa de fotocopiar las dos hojas que contenían el texto. Después ambos olvidamos el asunto, hasta el jueves, cuando Pascal entró a mi despacho para contarme lo de Mascruz y para decirme que haríamos con la dedicatoria de mi amigo. Pascal daba por descontado que conservaba el libro y que estaría de acuerdo en escribir el reportaje, que, por supuesto, incluiría las reflexiones de Macruz, el suicida, sobre el suicidio. Pascal me había medido justamente; no opuse reparos al proyecto. Primó el periodista y no el amigo; por lo demás, para mi, Mascruz murió hace ya diez años, después del lamentable equívoco que lo expulsó del paraíso. Pero este es otro cuento.

Miguel Mascruz estaba en la cúspide de la popularidad. Sus obras se editaban en España y eran aclamadas por la crítica y el público; en esa época algunas novelas y ensayos habían sido traducidas y editadas en otros idiomas. Este éxito le permitió llegar a la televisión, donde mantuvo un programa semanal de entrevistas, durante algunos años. Un error infantil, más bien, la lectura que hizo de ese error, fue lo que lo sepultó en vida. Mascruz, desde Buenos Aires, envió a María Galvez, un cuento que sería publicado en la revista que dirigía en esa época. Cuando llegó la carta con el escrito, María se encontró con una carta de Miguel dirigida a un joven novelista italiano. El tenor de la misiva irritó a María, porque daba cuenta de una apasionada relación homosexual que, para ella, era intolerable. Me llamó de inmediato, para informarme del incidente, en términos que me alarmaron. Ya en su departamento, María sin exhibirme la carta, me recitó de memoria su contenido; luego me expresó su repudio moral y concluyó describiéndome las acciones que, a su juicio, debía tomar contra el escritor. “Mascruz era casado, tenía una hija y la gente común le tenía una alta estima; no merecía ese aprecio, era un degenerado que debía pagar sus pecados”. Muy molesto, le exigí a María Galvez que me exhibiera la carta. Se levantó de su asiento y se dirigió al escritorio y trajo la carta y el sobre y me los pasó, ofreciéndome un trago, que rechacé de plano. Eché una rápida mirada a la carta y reconocí su caligrafía infantil y la firma. No había duda, era una carta manuscrita de Mascruz dirigida a un hombre; sobre el texto, que evité leer, no tenía dudas. Creo que nunca fui tan violento como en esta oportunidad. Introduje la carta en el sobre y dije, con tono severo pero tranquilo: “María, esta es una carta privada de un amigo nuestro, que te la envió por error; no debiste leerla ni comentarla conmigo. Haremos lo siguiente, se la devolveremos y no hablaremos nunca más de este asunto”.

María me observaba boquiabierta; estaba vigilante, presta a abalanzarse sobre mi y recuperar la carta, sin imaginar como iba a terminar mi discurso. “María, nunca he extorsionado a nadie y probablemente nunca lo haré, pero si me entero que este hecho ha sido conocido por alguien mas, todo el mundo se enterará también de tus aventuras extraconyugales. ¿Necesitas detalles?” Era evidente que María no creyó que algún día sería medida con su propia vara. Estaba desarmada, desmoronada; me era imposible simpatizar con ella, tenerle piedad. Le exigí una respuesta; “¿y entonces”?, dije. La carta estaba en mi bolsillo, de regreso al remitente y María no podía recuperarla, “de acuerdo” dijo”, con un hilo de voz. Me despedí y salí rápidamente del departamento.

Al día siguiente me conseguí el teléfono de Mascruz en Argentina y lo llamé. Cuando le expliqué el motivo de mi llamada, quedó atónito; no quería creerlo. Luego le aseguré mi amistad; que no podía ocultarle mi asombro, pero que contaba con mi respeto y mi reserva y la de María Gálvez. Le pedí su dirección y esa misma mañana le remití la carta. Mascruz se quedó varios años en Argentina y luego, se fue a Europa. Nunca volvió a escribir y se las ingenió para desaparecer de todos los escenarios en los que había brillado. Esa fue la última vez que hablé conél; luego, todos le perdimos la pista. A veces alguien lo recordó, pèro nadie tuvo una teoría sobre su desaparición, “su primera muerte”.

Sonrío imaginado que daría Pascal por ver el próximo domingo esta historia en la primera plana de la revista.

1 Comments:

Blogger esteban lob said...

Con ese apellido... el personaje estaba condenado de por vida a llevar una cruz.

4:10 PM  

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