Monday, October 02, 2006

EL AÑO 1939


“Queremos hacer presente que no tenemos la
intención de inculpar al pueblo alemán. Si la
amplia masa del pueblo alemán hubiera aceptado
voluntariamente el programa del Partido
nacionalsocialista, no habrían sido necesarias las SS,
los campos de concentración ni la Gestapo”
(Robert H. Jackson, fiscal general americano
en el proceso de Nuremberg)



Yo nací el 15 de Octubre del año 1939, cuando en Chile aún no se apagaban los ecos del triunfo de Pedro Aguirre Cerda y del Frente Popular y cuando en Europa se había desatado la mayor tragedia del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial. Fue también el año del terremoto de Chillán, 23 de Enero, que devastó esa ciudad y prácticamente toda la zona centro-sur del país; el de la muerte de Sigmund Freud, de quién, por días no alcancé a ser su contemporáneo; el de la publicación de “Las Uvas de la Ira”, de John Steinbeck.

Cursé las preparatorias en la Escuela República Argentina, que todavía está en la Avenida Vicuña Mackenna, entre Avenida Matta y Diez de Julio y, luego, humanidades, en el Liceo 8, Arturo Alessandri Palma, ubicado, entonces, primero en Vicuña Mackenna con Malaquías Concha y después, en la misma avenida, casi esquina de Bilbao, al lado de la Embajada del Reino Unido. Por eso digo que mis estudios los hice de sur a norte por Vicuña Mackenna, cruzando el Mapocho, hasta Pío Nono, donde estaba y está la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile-

En el Liceo tuve, como compañero, desde el primer año, a un niño judío, Samuel Moses Koritowsky, que había llegado a Chile con sus padres, huyendo de la persecución nazi. Nuestros profesores, a partir de su caso, nos ilustraron sobre las causas y los efectos de la guerra. Fue por este hecho casual que, a temprana edad, tomé conciencia sobre los horrorosos crímenes cometidos por el régimen de Adolfo Hitler contra los judíos, durante la guerra.

No obstante que nunca me ocupé en forma sistemática de la guerra ni de su desarrollo militar, con el tiempo fui accediendo, como cualquiera persona medianamente culta, al testimonio de los actores, víctimas, historiadores, documentalistas, cineastas y escritores que abordaron el tema desde distintos ángulos. Paralelamente, tomé posición sobre todos los temas que se relacionan, directa o indirectamente con la guerra, como el antisemitismo, la tolerancia, el militarismo, el nacionalismo, los derechos humanos y otros.

Entre los testimonios mencionados, quiero referirme a varios que me impresionaron particularmente. Lo haré en forma breve, porque lo que me interesa destacar son las conclusiones permanentes que saqué del episodio y que se incorporaron a mi pensamiento.

Conocí al Dr. Alejandro Lipschutz en la casa de Erick Scnake, durante la campaña parlamentaria de inicios del año 1973. Erick era mi vecino, vivíamos en la calle Monseñor Edwards, en La Reina. Schnake organizó una gran fiesta para reunir fondos para su campaña senatorial y, entre los adherentes, estaba el eminente científico. Erick me solicitó que me hiciera cargo de atenderlo. Mis acompañantes, María Isabel O’Ryan y María Eugenia della Maggiora, hicieron bailar y cantar a don Alejandro, que pasaba por ser muy circunspecto, hecho que tomó de sorpresa a quienes lo conocían de cerca. Cuento esta anécdota, porque Lipschutz dictó en algún momento una serie de conferencias sobre uno de los hechos más impresionantes de la guerra, el alzamiento judío del ghetto de Varsovia. Las conferencias se editaron en un libro que tuve, que desafortunadamente no conservo.

En el plan de exterminio del pueblo judío ideado por Hitler y sus generales, el establecimiento de los ghettos constituía la primera etapa. El 12 de Octubre de 1940 la radio polaca ordenó a los judíos concentrarse antes del día 31 en un solo sector de la ciudad de Varsovia. Después de esa fecha, siguieron llegando judíos de todas partes y el espacio que ocupaban disminuía, en la medida que era necesario contar con más soldados alemanes para mantener el control de la ciudadela. Las condiciones de vida de la población judía era miserable, la cesantía era virtualmente absoluta, las enfermedades se desarrollaban sin control alguno, las condiciones sanitarias eran horrorosas y se hacían más terribles con el transcurso del tiempo. Como siempre ocurrió en la historia de la humanidad, en las condiciones más adversas, los hombres luchan por su dignidad, en las formas más variadas. En el ghetto de Varsovia surgieron espontáneamente o a iniciativa de sus líderes, formas para mantener esa dignidad, para ayudar a los enfermos, a los huérfanos, a los niños, para mantener el funcionamiento de sus instancias políticas o religiosas o, simplemente, para resistir y luchar contra el enemigo.

La idea de resistir por la fuerza los planes de aniquilamiento nazi surgió, como una necesidad evidente, a partir del traslado de 300.000 judíos a los campos de concentración de Treblinka. Poco a poco las organizaciones mencionadas comenzaron a reunir y a fabricar, en precarias condiciones, toda clase de armas, con predominio absoluto de las bombas “molotov”y granadas de mano. El primer enfrentamiento tuvo lugar el 18 de Enero de 1943, cuando los alemanes irrumpieron en las calles del ghetto, encontrando una resistencia militar que duró cuatro días y que culminó con la retirada nazi. Los alemanes tardaron en regresar. Cuando lo hicieron, el 19 de Abril, la resistencia duró sólo dos días. Los invasores recurrieron a un arma que los combatientes judíos no podían contrarrestar como estaban, reducidos a un lugar físico del cuál no podían salir. Los alemanes incendiaron manzanas completas de edificios provocando el pavor, la destrucción y la muerte. El ghetto de Varsovia fue reducido a cenizas y escombros.

Otro episodio que tiene un carácter semejante, lo narra Leopold Trepper, en sus memorias. “El Gran Juego”, que es la historia de la denominada “Orquesta Roja”, la red de espionaje soviética que actuó en territorio alemán durante la guerra, con gran acierto. El autor fue su organizador y director.

Tenía 20 años cuando vi “Hiroshima mon Amour”, de Alain Resnais, basada en un guión de Marguerite Duras que leí, en sucesivas visitas, en la Librería Universitaria, ubicada al lado de la Casa Central de la Universidad de Chile. El libro era muy caro (para mi en esa época) y no pude comprarlo. No obstante, la historia de amor entre una periodista francesa (Enmanuelle Riva) y un joven japonés, que transcurre poco tiempo después del fatídico 6 de Agosto de 1945, mientras filma en Japón un documental. Además de “Hiroshima mon amour”, en 1959 se filmaron otras dos memorables películas: “La Dolce Vita”, de Federico Fellini y “Los 400 Golpes”, de Francois Truffaut.

Una obra de teatro; “El caso Oppeheimer”, de Heinar Kipphardt, publicada en español en 1966, volvió a conmoverme con el mismo capítulo de la guerra, esta vez visto por uno de sus protagonistas esenciales, el encargado del programa nuclear norteamericano que fabricó las bombas atómicas que fueron lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

El 6 de Agosto de 1945, a las 8: 15 hrs., tres bombarderos B-29, de la Fuerza Aérea Norteamericana, se aproximaron a Hiroshima volando a gran altura, para luego ejecutar un descenso cerrado, en distintas direcciones, sobre la ciudad. Uno de los aviones dejó caer tres paracaídas, con equipos para registrar la explosión. Un segundo avión dejó caer una bomba, que detonó a 560 m, de altura. Los efectos devastadores de la explosión son conocidos por la humanidad: 78.000 muertos, miles de heridos, destrucción total. Dos días después, conociendo a cabalidad los efectos producidos por el primero, la autoridad militar norteamericana ordenó un segundo ataque, esta vez, sobre Nagasaki, con las mismas consecuencias.

Resulta imposible justificar la decisión del Presidente Truman, quién había ocupado el cargo al fallecimiento de Franklin Délano Roosevelt, el 12 de Abril de 1945. La Alemania nazi se encontraba virtualmente vencida. Los norteamericanos deseaban obtener una rápida rendición nipona. Esta necesidad no autorizaba de modo alguno un ataque bestial a la población civil indefensa de ambas ciudades.

El 11 de Septiembre de 2001 los norteamericanos y el mundo quedaron asombrados ante el ataque a las Torres Gemelas, de Nueva York, que causo muerte y desolación. La indignación mundial y la solidaridad con el pueblo norteamericano están absolutamente justificadas. Sin embargo, si comparo ambos hechos, me queda de manifiesto que no es lo mismo un ataque terrorista, organizado y financiado por un grupo de delincuentes fanáticos, que otro organizado por el gobierno del Estado, el mayor de Occidente, que se atribuye, históricamente, ser la cuna de la democracia y de la libertad.

Julios Robert Oppenheimer estuvo a cargo del equipo de científicos que desarrolló y fabricó, en el más estricto secreto y en un brevísimo lapso, entre el 6 de Diciembre de 1941, un día antes del ataque japonés a Peral Harbor, y el 16 de Julio de 1945, cuando fue detonada en forma experimental, la primera bomba de plutonio, en la Base Aérea de Alamogordo. En el equipo mencionado había físicos extranjeros, como Enrico Fermi o Leo Sziland, y norteamericanos. Por esas cosas de la vida, en este exclusivo grupo había varios científicos que tenían ideas de izquierda. El hermano, primera novia y la esposa de Oppenheimer eran simpatizantes o miembros del Partido Comunista. El mismo había sido simpatizante de dicho Partido, del cuál empezó a separarse a raíz de las pugnas de Stalin. Lo concreto es que, en esta época, la Unión Soviética era una aliada de los Estados Unidos. Unos y otros trabajaban juntos, en la misma causa, contra el nazismo. La opinión pública norteamericana miraba con simpatía al régimen de Stalin. Las ideas políticas de Oppemheimer eran conocidas del gobierno norteamericano y este hecho no constituyó obstáculo para su designación.

Sin embargo, en la medida que el triunfo sobre el eje alemán-italo-japonés se fue acercando, entre soviéticos, de una parte, y norteamericanos e ingleses por la otra, comenzó a emerger una rivalidad, a propósito de la forma como dichos estados iban a repartirse la influencia mundial. A esa altura, los estrategas norteamericanos sabían que el régimen de Hitler, aun cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, no pudo o no alcanzó a desarrollar armas atómicas, de modo que la urgencias de poseerla era una forma de tomar posiciones en el conflicto que se avecinaba. De hecho hay quienes sostienen que las detonaciones nucleares en Japón no fueron los últimos actos bélicos de la Segunda Guerra Mundial, sino el primero de la Guerra Fría.

Como era previsible, la Unión Soviética desarrolló su propia bomba atómica y Estados Unidos perdió muy rápidamente su monopolio militar en este campo. No obstante que Norteamérica emergió de la guerra como la gran potencia mundial, con un vigoroso desarrollo económico, producto de una rápida reconvención de la industria armamentista, sectores militaristas iniciaron campañas ideológicas para posesionar en la opinión pública el combate contra el bloque soviético, que se había afianzado territorialmente con la derrota nazi. Estas tendencias tomaron una súbita preponderancia cuando el Senador por el Estado de Wisconsin, Joseph MacCarthy denunció el 9 de Febrero de 1950, que en el Departamento de Estado había 205 funcionarios comunistas. La denuncia causó gran interés en la opinión pública norteamericana y suscitó un gran apoyo para el Senador, que a partir de su éxito, continuó denunciando o inventando comunistas, produciendo un estado de excitación nacional, que llegó al paroxismo, con la denuncia al General Marshall, que gozaba de un inmenso prestigio. Este hecho, produjo una severa reacción del Ejército y del Gobierno de Eisenhower. Rápidamente se formularon denuncias de corrupción en contra de MacCarthy y el Senado lo censuró, perdiendo, de la noche a la mañana, toda influencia en la política norteamericana, donde empezaron a surgir evidencias de sus excesos.

McCarthy, en su esplendor, acusó a Oppenheimer de haber demorado deliberadamente la investigación nuclear a causa de sus ideas comunistas, para permitir que la Unión Soviética pudiera alcanzar a los Estados Unidos en la carrera nuclear desatada. “El Caso Oppenheimer” se basó en las actas de la investigación de la Comisión de Energía Nuclear de los Estados Unidos efectuada durante el año 1954. En el proceso, que consta de tres mil páginas mecanografiadas, el científico manifestó su pesar por haber contribuido al desarrollo nuclear norteamericano. Hacia el final de la obra, Oppenheimer declara ante sus jueces:

”Hace más de un mes, al sentarme en este sofá por vez primera, tenía decidida intención de defenderme, porque sabía que no había cometido ningún delito y me sentía víctima de unas lamentables circunstancias políticas, Obligado a la desagradable empresa de reseñar con detalle toda mi vida, las causas de mis actos, mis angustias e incluso otros problemas que no habían existido, mi actitud comenzó a cambiar. Reflexioné acerca de mis vicisitudes, vicisitudes propias de un científico de los tiempos actuales, empecé a preguntarme si por ventura no había cometido realmente ese delito que el abogado Robbs ha recomendado incluir en los Códigos, si de verdad realmente no había cometido una traición por pensamiento. Cuando pienso que para nosotros ha llegado a ser un hecho manifiesto y habitual que los descubrimientos fundamentales de la física nuclear sean protegidos por el más riguroso secreto, que nuestros laboratorios corran a cargo de la autoridad militar y sean vigilados como objetivos bélicos, cuando pienso que habría sido de las ideas de Copérnico o de los descubrimientos de Newton en esas condiciones, no puedo menos de preguntarme si al ceder los frutos de nuestras investigaciones a los militares, sin pensar en las consecuencias que ello acarrea no habremos por ventura traicionado el verdadero espíritu de la ciencia”. Oppenheimet concluye su parlamento con un epitafio: “Hemos hecho el trabajo del diablo…”,

Me había propuesto desarrollar otros temas, vinculados a mis lecturas sobre esta guerra, pero necesito mantener un equilibrio en relación a los temas que me propongo desarrollar.

Durante mucho tiempo tuve un prejuicio contra los alemanes y de todo lo que proviniera de Alemania. Sentía que había algo en la conducta de los alemanes comunes y corrientes durante el conflicto que me causaba esa perturbación, que intuía oscuramente, que no podía aclarar.

Finalmente la luz se hizo. Como no soy un experto en el tema, solo en forma reciente supe que hay varios estudios históricos que analizan el alto grado de adhesión voluntaria que los líderes del nacionalsocialismo encontraron en el pueblo alemán. El historiador inglés Robert Gellately, autor del libro “No solo Hitler. La Alemania nazi entre la coacción y el consenso”, pone de manifiesto que el régimen nazi no fue una dictadura que “impusiera” la discriminación, la exclusión y, finalmente el exterminio de millones de personas; al contrario, se trató de un sistema que la mayoría de las personas veían más o menos con buenos ojos. La persecución de los judíos o la instigación para hacerlo, su captura, la confiscación de sus bienes, su deportación a campos de concentración y su exterminio, no sólo nunca se oculto a la población civil, sino fue un hecho público y notorio, una política de Estado, explícita.

Esto es lo más grave. Desde el punto de vista de un humanista no se puede comprender que hombres y mujeres comunes y corrientes, jóvenes y ancianos, que pasarían como buenas personas en cualquiera comunidad, la mayoría de las veces con convicciones religiosas profundas y sinceras, que, sin embargo, apoyan, sostienen, justifican y defienden, voluntariamente, sin coacción alguna, regímenes tan sanguinarios como el de Hitler en Alemania o el de Pinochet, en Chile, aún después de su caída.

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