Monday, October 02, 2006

LA DERROTA


Por: Antonio Hernández
Era más fácil que yo admitiera que había sido vencido. Cada derrota, pensé, debe hacerme más duro, más fuerte, más perseverante. La verdad es que sólo habían conseguido volverme más hostil... Me irritaba ese sonido, el acompasado ir y venir de su melodiosa intrascendencia, el constante goteo insensato, el surtidor, el surtidor. Me había cansado y todos lo sabían. Lo dije en las reuniones, lo dije a los más altos ejecutivos, lo dije en los pasillos de la ceniza y la risotada, ese sonido terminaría por volverme loco, y nadie creyó, tal vez porque pensaban que ya estaba loco. Muy pocos se detienen a escuchar, pero todos tienen orejas. Los invitaba a mi oficina para que intentaran comprenderme, deliberadamente me quedaba en silencio observándoles, a veces apuntando al techo con gesto de pregunta, pero ninguno lograba escuchar el origen de mis aprensiones. Por lo tanto pasaron semanas, y luego meses, y el ruidito me escarbaba, me taladraba desde adentro como un pollo al cascarón, un picotazo aquí y otro allá, desesperadamente, cada día más doloroso y evasivo, hasta que decidí explorar la causa de mi desdicha.

Creo que era detrás del muro, quizá en un ángulo que estaba como a resguardo del ambiente general de la habitación. Yo había sido hasta el momento un funcionario intachable, magnánimo a la hora de tomar decisiones, fiel cual un perro enfermo; no me había equivocado nunca en el flujo de los negocios, jamás había incurrido en malos tratos con mis subalternos, no tenían por lo tanto derecho a cuestionar la intervención que me dispuse rápidamente a efectuar en el mentado muro. Un día a la mañana (confieso que hasta a mi me sorprendió un poco) me vieron ingresar al edificio con herramientas de demolición. Iba vestido con mameluco, bototos, y un sombrero de papel de diario. Entré raudo a mi oficina, sin demora desplegué la escalera y me puse a auscultar, los ojos cerrados, el sitio donde yo creía se alojaba el impertinente ruido. De pronto me tironearon del pantalón. Era don Porfirio, el dueño. Con una voz que jamás le había oído, mezcla de desesperación e ira, me gritó:
- ¡¿Qué está haciendo hombre?! ¿Se volvió loco? Le advierto Sanhueza que si no se baja de esa escalera en este instante lo voy a despedir y demandarlo por daños a la propiedad privada. ¿Me puede explicar qué le ocurre? Esta es una conducta que no voy a tolerar. ¡Bájese le digo! Ahora, ¿me oyó? ¡A-HO-RA!
- Pero don Porfirio, le dije, es el ruido, ese maldito ruido. ¿Que no lo oye? ¡Aquí, aquí está! Y con el martillo le di sendos golpes a la muralla en el lugar donde el borboteo era más intenso.

Por eso digo que debí darme por vencido mucho antes, confesar el fracaso inminente en lugar de tomar el toro por los cuernos. Cuando uno cree que está en lo correcto, viene otro para desmentirlo, para humillarlo frente a todos sus pares. Don Porfirio y Covarrubias y el Chico del piso trece estaban ahí, como tentados de la risa, pero también estaban los otros, apiñados en la puerta, pujando en el brocal del pasillo, en un sordo murmullo de admiración y espanto, rostros y ojos que yo no distinguí, porque en ese momento había un solo hecho en el universo que llamaba mi atención, una sola cosa en la cual estaba puesto todo mi empeño. Aunque intentaron bajarme a tirones di tres golpes más con el punzón y el martillo; hubo un clic metálico, algo que oponía una mansa resistencia al empuje del chuzo y que finalmente cedió, hacia una blanda sensación de fuga. Si me hubiesen advertido antes que el desagüe de los baños estaba ahí, justo sobre mi cabeza, en el rincón disimulado de mi despacho, no hubiese hecho otra cosa que admitir la derrota.

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