Monday, June 04, 2007

SITIAR A MANUELA



Hace días estoy esperando ver a Manuela. Vuelvo muy temprano cada mañana y estoy aquí, en el rellano de la escalera, en el patio o fumando en la vereda. Me voy por la noche, cuando tengo que aceptar de hecho que mi busqueda del día ha sido completamente inútil.

Se va a cumplir ya una semana o dos de esto, no estoy muy seguro.

A ratos bajo a la calle para fumar y vigilar desde ahí los autos que doblan la esquina de Vikingagatan, en dirección a la plazuela de Sant Erik.

Después subo hasta el tercer piso para llamar a la puerta que lleva el nombre de Manuela Ericsson grabado en el metal. Unos perros ladran, acusando mi presencia, desde uno de los departamentos vecinos. Nos une la misma ira: la tranquilidad que yo amenazo varias veces al día y que ellos defienden a ladridos, convencidos de estar en lo cierto, que se une con la creciente impaciencia mia. Alguna vez los encuentro en el pasillo frente al ascensor, conducido por su ama, una mujer rubia y muy bien parecida. Se paran entonces curiosos a olfatear las bastillas de mis pantalones. Estoy seguro que me reconocen pues se contentan con eso. La mujer hace un gesto de saludo rápido, musita alguna palabra que no logro escuchar. Pide acaso excusas por el interés descarado que muestran sus perros en mi persona.

Me asalta a ratos la impresión de que Manuela está allí, motivando mi presencia, e incluso deseándola. Es cuando llegan ruídos de adentro del dapartamento o bien suena la campanilla del teléfono. Pienso que la llaman sus amigos, los de sus tiempos del grupo de teatro. A veces llamo yo, es cierto, desde el celular.

Es como si las llamadas y yo mismo parado frente a la puerta de su vivienda nos remitieran de nuevo a los juegos de un pasado que estuvimos de acuerdo en dejar atrás. Vuelvo a creer que la puerta se va a abrir apenas, cualquiera de estas tardes, cuando empiece a caer la oscuridad. En ese minuto incierto, casi inexistente, en que todo parece poder ocurrir, cuando la luz débil de la tarde se filtra por las ventanas y aún no están encendidas las lámparas de la escalera. Entonces, durante un instante irreal, transparente, voy a verla a ella, a Manuela, vestida casi sin vestir, como mintiendo una desnudez.

A mediodía o en la tarde cuando el hambre, la sed y las ganas de fumar un cigarrillo me apremian, bajo y cruzo la calle, entro al Xoko y pido un café. Suelo ocupar la mesa de la ventana, desde la que logro controlar la esquina de Vikingagatan y Roerstrand. Pero ocurre también que no me queda otra alternativa que replegarme a una de las mesas apartadas con mi taza de café, y entonces apenas si veo la calle Roerstrand, los autos y nada más. Entonces saco el hato de papeles del bolsillo del vestón y releo la sentencia emitida por el tribunal de Solna que me prohibe acercarme a Manuela a una distancia inferior a doscientos metros.

Mi desprecio por este veridicto inútil de la justicia civil no puede ser mayor. A falta de papel, que no lo hay en casa, ocupo los márgenes y los espacios en blanco de la sentencia escribiendo estas letras que quizá lea Manuela algún día. Ella y yo sabemos que somos inseparables y no hay tribunal alguno que pueda cambiar eso.

Sentado en el café Xoco queda la posibilidad de que Manuela se escurra hacia la calle a escondidas, coja de a pie hasta la estación de trenes locales de Karlberg, eludiendo así mi vigilancia. Mientras estoy pensando en esta amenaza concreta a mis planes, una chica joven, cuya voz recuerda a la de Manuela, lanza una carcajada tan sonora que hiere el murmullo habitual del café como lo haría el filo de un cuchillo. Se hace un silencio molesto. Volvemos la mirada todos, esperamos que pase algo más. Cómo el grito deseperado de Manuela cuando celebramos no se qué y salió disparada hacia la calle, tropezándose con mozos que nos miraban alarmados. No estábamos borrachos, pero después vino la policia a buscarme.

De vuelta en el rellano de la escala vibra otra vez el celular en el bolsillo. No contesto. Me aburren los sermones de los que me conocen. Sus eternos mensajes y consejos de que busque trabajo en otra parte, que me mude a otra ciudad. ¡Qué la olvide!

Hay uno que llama mínimo dos veces por día, a quién ni siquiera creo conocer y que sostiene llamarse Peter Carleman. Se supone que lo ha nombrado el juez en Solna para que se ocupe de mi situación.

Peter Carleman llama puntualmente y me amenaza con informes escritos, multas y policias.

Pasa otro día. Otra tarde, otra jornada en el café. Cigarrillos fumados aprisa en la calle, frente a la puerta de entrada. Más tarde salgo a la calle otra vez. Nada de esto hace aparecer a Manuela. En la puerta me topo con la mujer rubia, sin los perros, cargando unas bolsas con comida. Se detiene a hablarme y me pregunta si he tenido noticias de Manuela. Contesto con evasivas. He aquí que la busco de hace varios días. Parece estar de viaje. Eso me tiene preocupado. Ella rsponde que hace tiempo que no ha visto a Manuela, que antes la veía a menudo. De repente me dice que viene de Fridhemsplan y que acaba de ver a un tipo tirarse al paso del metro. Hubo que esperar dos horas para que lo vinieran a sacar. Balbucea algo de un tal Rocky. Se supone que es él que se había ido a tirar delante del vagón. Nos estamos mirando a lo menos medio minuto sin hablar. Los rostros cerca el uno del otro. Por decir algo, le pregunto por los perros. Ella hace una gesto, murmura algo que ni ella escucha y sube con sus bolsos.

En la calle llamo al 133 y escucho mis mensajes. Carleman insiste en que no debo molestar a Manuela Ericsson. Anuncia la visita inminente de una pareja de policias… Resuella, amenaza, suspira, se resigna… Hace una pausa circunstancial. Va a decir algo más. Corto la comunicación. Su voz se pierde en el éter. Llega el siguiente mensaje: es Carleman, infaltable, otra vez. Corto de inmediato. Hay otro mensaje de un jovencito de una empresa que me invita a una reunión a la siete de la tarde con el pretexto absurdo de discutir mi economía. Menciona inversiones, plazos y fondos mutuos. En los bolsillos tengo ciento cincuenta coronas y en el banco una deuda de catorce mil o más. Debo tres meses de arriendos atrasados. Estoy sin trabajo, le debo plata a todo el mundo. No hay reunión que pueda arreglar eso.

Cuando trato de entrar de nuevo la puerta del edificio está cerrada. No logro pasar haciendo el código en el portero automático. Manuela no responde cuando hago su número. Vuelvo a pasear por la calle. Las pocas luces de los comerciales de Roerstrand iluminan la calle, dándole una mentirosa sensación de vida y de calor.

Oscurece por fin. Me encamino hacia cualquier lado, sin pensar, ni oir nada. No se si he visto a Manuela hoy. No lo recuerdo. Me parece que no. En el paisaje gris y confuso en el que me voy sumergiendo desde hace un tiempo, la gente, los cigarrillos, los libros que suelo cargar conmigo en el metro y las tazas de café que tomo cada día, van perdiendo su significado. Es cómo si han dejado de darle sentido a mi existencia. Poco a poco, los actos ingenuos con los que yo me empeñaba en tratar de seguir siendo el que soy, se volvieron imperceptibles y fueron subtituídos por este esperar sin término en el rellano de una escala, frente a la puerta de un piso que no logro imaginarme que se abre sin ruido para mostrarme aunque sea brevemente a Manuela.

Creo que la estoy perdiendo para siempre. Es quizás verdad lo que dice Carleman entre amenazas, suspiros y resuellos. Marcela se ha ido. Cambió de identidad. Marcela fue a dar al hospital. Se operó. Se murió. A lo mejor nunca existió. Creo que si la viera por la calle en Birkastan ya no la reconocería.

Estoy después en mi departamento. No recuerdo que pensamiento loco me trajo por aquí. Tengo que haber pasado varias horas mirando la oscuridad hasta que vino la alborada y trajo consigo la luz. Sin haber dormido, los fugaces rayos de luz que entran ahora por la ventana y se reflejan en el piso de parquet, me dan la fuerza necesaria para levantarme del sillón, arreglarme el cabello, estirar un poco las mangas del vestón arrugado y lleno de manchas. Voy a la puerta, tomo el ascensor, bajo al primer piso.

Me encamino hacia la estación de metro en la estación de Sundbyberg. Los titulares de los diarios hablan de bombas, de nuevos suicidas, de docenas de muertos. Los americanos están hablando con los iranies sobre cómo traer la paz en Iraq. Suecia derrota 3 - 0 a Dinamarca trás decisión del árbitro. Yo busco a tientas la bajada del metro, alcanzo la plataforma y subo al primer tren que me lleve a la plazuela de Sant Erik. Lo que queda en esta obsesión oscura que me atrevo a llamar vivir es hacer esto que hago. Sitiar a Manuela.

Oscar Bravo, Estocolmo, en Junio 2007


1 Comments:

Blogger esteban lob said...

Yo creo que Manuela se disfrazó y va al mismo café a observarte, pero no la reconoces.

4:26 PM  

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