4 HORAS CON EL GENERAL SAN MARTIN
Retrato de Maria Gram., , oleo de Sir Thomas Lawrence, Nacional Gallery, Londres
Maria Gram llegó a Valparaíso el 28 de Abril de 1822, a bordo de la fragata de la armada británica Doris, para sepultar, en este puerto, los restos de su esposo, Thomas Gram, comandante de la nave, fallecido a la altura de Cabo de Hornos. Después de sus funerales, con los honores correspondientes a su rango, la viuda decidió permanecer en Chile. En su Diario (1) dejó un valioso testimonio de la vida cotidiana de los chilenos, de sus costumbres, de sus ciudades, de sus personajes más importantes. La proximidad del Bicentenario, ha despertado el interés de los chilenos por los temas históricos. En este sentido me parece pertinente recordar la semblanza que la cronista hizo del General José de San Martín, con quién departió durante cuatro horas, el 15 de Octubre de 1822. Este es su relato:
“Después de ocupar todo el día en despedirme de mis amigos de la Doris, que parten mañana, me sorprendió, cuando acababa de despedirme del último, el anuncio de que llegaba un numeroso grupo de gente. Y junto con el anuncio entró Zenteno, gobernador de Valparaíso, acompañado de un hombre muy alto y de buena figura, sencillamente vestido de negro, a quién me presentó como el General San Martín. Seguíanlos la señora de Zenteno y su hijastra doña Dolores, el coronel D’Albe, su esposa y su hermana, el General Prieto, el coronel O’Carrol, el capitán Torres, capitán de puerto, según creo y otros dos caballeros que no conozco. No fue fácil tarea disponer de asientos para tanta gente en una sala de apenas dieciséis pies cuadrados, y atestada de libros y otras cosas necesarias para la comodidad de una europea. Terminados, por fin, los arreglos, pude sentarme, observar y escuchar. Los ojos de San Martín tienen una peculiaridad que había visto sólo una vez, en una célebre dama. Son obscuros y bellos, pero inquietos, nunca se fijan en un objeto más de un instante, pero en ese momento expresan mil cosas. Su rostro es verdaderamente hermoso, animado, inteligente, pero no es franco. Su rápida manera de expresarse suele adolecer de obscuridad; sazona a veces su lenguaje con dichos maliciosos y refranes. Conversa con gran fluidez y discurre sobre cualquier materia.
No me gusta repetir, ni siquiera en líneas generales, las conversaciones privadas, que, a mi juicio, deben siempre mantenerse en reserva. Pero San Martín no es un particular, y, además, los asuntos de los que se habló fueron generales y no personales. Hablamos del
Gobierno y sobre este punto creo que sus ideas distan mucho de ser claras y decididas. Parece haber en él cierta timidez intelectual, que le impide otorgar la libertad y atreverse a ser un déspota. El deseo de gozar de la reputación del libertador y la voluntad de ser un tirano forman en él un extraño contraste. No ha leído mucho, ni su genio es de tal índole como para impresionar por si sólo. Continuamente citó autores que sin duda alguna sólo conoce a medias y me parece que no comprende el espíritu de la mitad de lo que conoce.
Al girar la conversación sobre asuntos religiosos, tema en que alternó Zenteno, habló mucho de filosofía. Ambos caballeros parecen creer que la filosofía consiste en dejar la religión a los sacerdotes y al vulgo y, que los sabios deben reírse igualmente de los con los frailes, protestantes y deístas. Con razón dice Bacon: “Solo niegan la existencia de Dios aquellos a quienes conviene que no haya Dios”. Y a decir verdad, cuando considero sus actos, me parece que, si quisiera evitar la desesperación, debería ser ateo. Pero quizá juzgo a San Martín demasiado severamente. La natural sagacidad y penetración de su juicio seguramente le han hecho ver lo absurdo de las supersticiones católicas-romanas, que ostentan aquí toda su fealdad, sin el barniz que les dan la pompa y la elegancia de Italia, y a las cuales ha solido asociarse por razones de Estado con todas las demostraciones exteriores de respeto. Alguien ha observado “que cuesta mucho más desprenderse de las doctrinas católica-romana que de las que se enseñan en las iglesias reformadas, pero, una vez que pierden su dominio sobre el alma generalmente preparan el camino para al más absoluto escepticismo”. Tal es, a mi juicio, el estado de alma de San Martín.
De la religión y de los cambios que ha experimentado por la corrupción y las reformas, se pasó fácilmente a las revoluciones políticas. Casi todos los reformadores sudamericanos se han inspirado en autores franceses. Se habló del siglo de Luis XIV como de la causa directa y única de la revolución francesa y, por consiguiente, la de Sudamérica. Hicieron un obsequioso recuerdo del rey Guillermo antes que me aventurara observar que los pasados males y los bienes presentes de estos países podrían atribuirse en parte a las guerras de Carlos V y de su sucesor, que agotaron el oro de las colonias sin devolverles nada en cambio. Siguióse discurriendo sobre este y otros temas hasta terminar con una alusión al progreso intelectual de Europa que en un solo siglo contaba con la invención de la imprenta, el descubrimiento de América y los comienzos de la reforma que mejoró las prédicas de la misma Roma.
Zenteno, contento de que se le presentara una oportunidad para atacar a Roma y lucir sus conocimientos, exclamó: “Y harto que necesitaban reformar sus prédicas, pues, Roma que quiso coronar al Tasso y coronó a Petrarca, aprisionó a Galileo”. Así invertía la verdadera y admirable doctrina de Fóscolo, de que las ciencias exactas pueden ser instrumentos de la tiranía pero no la poesía, la historia ni la oratoria. Me alegré de que el té viniera a interrumpir estas pedantescas discreciones de las que no habría tomado nota. i no hubiera intervenido en ellas también San Martín. Les pedí excusas por no poder ofrecerles mate, pero supe que el General y Zenteno acostumbraban tomar té puro, después del cuál fumaron sus cigarrillos.
El paréntesis del té no contuvo la locuacidad de San Martín, sino por un breve instante. Prosiguiendo su discurso, habló sobre medicina, lenguas, climas, enfermedades –sobre este punto, con poca delicadeza-, y, por último, sobre antigüedades, principalmente del Perú. Refirió a este respecto algunas maravillosas historias de familias de los antiguos caciques e incas que se sepultaron vivas en tiempos de la invasión española y habían sido encontradas en perfecto estado de conservación.
Esto nos llevó a la parte más interesante de su discurso, su partida de Lima. Me dijo que, deseoso de saber si el pueblo era realmente feliz, solía disfrazarse, como el califa Haroun Al Raschid, para visitar las fondas y mezclarse con los grupos charlaban en las puertas de las tiendas, en donde muchas veces oyó hablar de él. Me dio a entender que se había cerciorado de que el pueblo era ahora bastante feliz y no necesitaba ya de su presencia, agregando que después de haber llevado una vida activa, anhelaba descanso, , que se había retirado de la vida pública, , satisfecho de haber cumplido su misión, y que solo había traído consigo estandarte de Pizarro, el glorioso estandarte bajo el cuál conquistó el imperio de los incas y que había sido desplegado en todas las guerras, no sólo en las que se libraron entre españoles y peruanos, sino también en las de los jefes españoles rivales. “Su posesión -dijo-, ha sido considerada siempre como el signo del poder y la autoridad: yo lo tengo ahora”; y al decir esto se irguió cuan alto era y miró a su alrededor con un aire de soberano.
Esto fue lo más característico que ocurrió en las cuatro horas que duró la visita del Protector, y, éste, el único momento en que se reveló tal cuál era. El resto fue en parte
una charla superficial sobre toda clases de asuntos para deslumbrar a los menos inteligentes y, en parte, una manifestación de la impaciencia de ser el primero, aún en la conversación corriente, que le ha arrogado su largo hábito del mando. Omito los cumplidos de los que me hizo objeto con profusión un tanto excesiva. De ellos podemos decir, como Jonson de la afectación que merecen excusas por cuanto proceden del laudable deseo de agradar. Sus modales son, en verdad, muy finos y elegantes su persona y actitudes, y no vacilo en creer lo que he oído acerca de que en un salón de baile pocos hay que le aventajen”
María Gram. en su Diario se refiere, en seguida, a los demás participantes, los que prácticamente no intervinieron en la conversación y concluye:
“En suma, esta visita no me ha dejado una impresión muy favorable de San Martín. Sus puntos de vistas son estrechos y, si no me equivoco, egoístas. Lo que él llama su filosofía y su religión corren parejas: usa ostensiblemente de ambas como simples máscaras para engañar al mundo, máscaras, en verdad, tan gastadas que no logran engañar a nadie sino a los que tienen la desgracia de estar bajo su férula. . No tiene genio, sin duda alguna sino cierta dosis de talento, ninguna instrucción y sólo un ligero barniz de conocimientos generales, que luce con habilidad; nadie posee como él ese talento que llaman los franceses l’art de se fairevaloir. Su bella figura, sus aires de superioridad y esa suavidad de modales a que debe principalmente la autoridad que durante tanto tiempo ha ejercido, le procuran muy positivas ventajas. Comprende el inglés y habla mediocremente el francés y no conozco otra persona con quién pueda pasarse más agradablemente una media hora, pero su falta de sinceridad y de corazón, que se revelan aún en un rato de charla, cierran las puertas a toda intimidad y, mucho más, a la amistad.
Alas nueve se retiraron los visitantes, dejándome muy complacida de haber visto a unos de los hombres más notables de Sudamérica. , y creo haberlo conocido en esta ocasión hasta donde es posible. Aspira a la universalidad, como Napoleón, según he oído, tuvo algo de esa flaqueza y de quién habla siempre como de su modelo o, mejor dicho, su rival. Creo, asimismo, que se propuso impresionarme en mi carácter de extranjera o quizá Zenteno le sugirió que bien valía la procurarlo por la pequeña fama adicional que mis informes acerca de él, podrían darle. Sea como fuere, es un hecho que hoy habló para hacer ostentación de si mismo”.
Antes de terminar, algunos datos de interés: al día 15 de Octubre de 1822, Maria Gram. tenia 37 años y el “retirado” General José de San Martín 44; la misma edad del Director Supremo, Bernardo O`Higgins, quién abdicaría a los pocos meses. José Miguel Carrera habría cumplido en esta jornada, 37 años, pero fue fusilado el 4 de Septiembre del año anterior, en Mendoza.
(1) Maria Graham: Diario de mi residencia en Chile, Editorial Francisco de Aguirre. Stgo, 1988, pág. 209 y sgts.
Maria Gram llegó a Valparaíso el 28 de Abril de 1822, a bordo de la fragata de la armada británica Doris, para sepultar, en este puerto, los restos de su esposo, Thomas Gram, comandante de la nave, fallecido a la altura de Cabo de Hornos. Después de sus funerales, con los honores correspondientes a su rango, la viuda decidió permanecer en Chile. En su Diario (1) dejó un valioso testimonio de la vida cotidiana de los chilenos, de sus costumbres, de sus ciudades, de sus personajes más importantes. La proximidad del Bicentenario, ha despertado el interés de los chilenos por los temas históricos. En este sentido me parece pertinente recordar la semblanza que la cronista hizo del General José de San Martín, con quién departió durante cuatro horas, el 15 de Octubre de 1822. Este es su relato:
“Después de ocupar todo el día en despedirme de mis amigos de la Doris, que parten mañana, me sorprendió, cuando acababa de despedirme del último, el anuncio de que llegaba un numeroso grupo de gente. Y junto con el anuncio entró Zenteno, gobernador de Valparaíso, acompañado de un hombre muy alto y de buena figura, sencillamente vestido de negro, a quién me presentó como el General San Martín. Seguíanlos la señora de Zenteno y su hijastra doña Dolores, el coronel D’Albe, su esposa y su hermana, el General Prieto, el coronel O’Carrol, el capitán Torres, capitán de puerto, según creo y otros dos caballeros que no conozco. No fue fácil tarea disponer de asientos para tanta gente en una sala de apenas dieciséis pies cuadrados, y atestada de libros y otras cosas necesarias para la comodidad de una europea. Terminados, por fin, los arreglos, pude sentarme, observar y escuchar. Los ojos de San Martín tienen una peculiaridad que había visto sólo una vez, en una célebre dama. Son obscuros y bellos, pero inquietos, nunca se fijan en un objeto más de un instante, pero en ese momento expresan mil cosas. Su rostro es verdaderamente hermoso, animado, inteligente, pero no es franco. Su rápida manera de expresarse suele adolecer de obscuridad; sazona a veces su lenguaje con dichos maliciosos y refranes. Conversa con gran fluidez y discurre sobre cualquier materia.
No me gusta repetir, ni siquiera en líneas generales, las conversaciones privadas, que, a mi juicio, deben siempre mantenerse en reserva. Pero San Martín no es un particular, y, además, los asuntos de los que se habló fueron generales y no personales. Hablamos del
Gobierno y sobre este punto creo que sus ideas distan mucho de ser claras y decididas. Parece haber en él cierta timidez intelectual, que le impide otorgar la libertad y atreverse a ser un déspota. El deseo de gozar de la reputación del libertador y la voluntad de ser un tirano forman en él un extraño contraste. No ha leído mucho, ni su genio es de tal índole como para impresionar por si sólo. Continuamente citó autores que sin duda alguna sólo conoce a medias y me parece que no comprende el espíritu de la mitad de lo que conoce.
Al girar la conversación sobre asuntos religiosos, tema en que alternó Zenteno, habló mucho de filosofía. Ambos caballeros parecen creer que la filosofía consiste en dejar la religión a los sacerdotes y al vulgo y, que los sabios deben reírse igualmente de los con los frailes, protestantes y deístas. Con razón dice Bacon: “Solo niegan la existencia de Dios aquellos a quienes conviene que no haya Dios”. Y a decir verdad, cuando considero sus actos, me parece que, si quisiera evitar la desesperación, debería ser ateo. Pero quizá juzgo a San Martín demasiado severamente. La natural sagacidad y penetración de su juicio seguramente le han hecho ver lo absurdo de las supersticiones católicas-romanas, que ostentan aquí toda su fealdad, sin el barniz que les dan la pompa y la elegancia de Italia, y a las cuales ha solido asociarse por razones de Estado con todas las demostraciones exteriores de respeto. Alguien ha observado “que cuesta mucho más desprenderse de las doctrinas católica-romana que de las que se enseñan en las iglesias reformadas, pero, una vez que pierden su dominio sobre el alma generalmente preparan el camino para al más absoluto escepticismo”. Tal es, a mi juicio, el estado de alma de San Martín.
De la religión y de los cambios que ha experimentado por la corrupción y las reformas, se pasó fácilmente a las revoluciones políticas. Casi todos los reformadores sudamericanos se han inspirado en autores franceses. Se habló del siglo de Luis XIV como de la causa directa y única de la revolución francesa y, por consiguiente, la de Sudamérica. Hicieron un obsequioso recuerdo del rey Guillermo antes que me aventurara observar que los pasados males y los bienes presentes de estos países podrían atribuirse en parte a las guerras de Carlos V y de su sucesor, que agotaron el oro de las colonias sin devolverles nada en cambio. Siguióse discurriendo sobre este y otros temas hasta terminar con una alusión al progreso intelectual de Europa que en un solo siglo contaba con la invención de la imprenta, el descubrimiento de América y los comienzos de la reforma que mejoró las prédicas de la misma Roma.
Zenteno, contento de que se le presentara una oportunidad para atacar a Roma y lucir sus conocimientos, exclamó: “Y harto que necesitaban reformar sus prédicas, pues, Roma que quiso coronar al Tasso y coronó a Petrarca, aprisionó a Galileo”. Así invertía la verdadera y admirable doctrina de Fóscolo, de que las ciencias exactas pueden ser instrumentos de la tiranía pero no la poesía, la historia ni la oratoria. Me alegré de que el té viniera a interrumpir estas pedantescas discreciones de las que no habría tomado nota. i no hubiera intervenido en ellas también San Martín. Les pedí excusas por no poder ofrecerles mate, pero supe que el General y Zenteno acostumbraban tomar té puro, después del cuál fumaron sus cigarrillos.
El paréntesis del té no contuvo la locuacidad de San Martín, sino por un breve instante. Prosiguiendo su discurso, habló sobre medicina, lenguas, climas, enfermedades –sobre este punto, con poca delicadeza-, y, por último, sobre antigüedades, principalmente del Perú. Refirió a este respecto algunas maravillosas historias de familias de los antiguos caciques e incas que se sepultaron vivas en tiempos de la invasión española y habían sido encontradas en perfecto estado de conservación.
Esto nos llevó a la parte más interesante de su discurso, su partida de Lima. Me dijo que, deseoso de saber si el pueblo era realmente feliz, solía disfrazarse, como el califa Haroun Al Raschid, para visitar las fondas y mezclarse con los grupos charlaban en las puertas de las tiendas, en donde muchas veces oyó hablar de él. Me dio a entender que se había cerciorado de que el pueblo era ahora bastante feliz y no necesitaba ya de su presencia, agregando que después de haber llevado una vida activa, anhelaba descanso, , que se había retirado de la vida pública, , satisfecho de haber cumplido su misión, y que solo había traído consigo estandarte de Pizarro, el glorioso estandarte bajo el cuál conquistó el imperio de los incas y que había sido desplegado en todas las guerras, no sólo en las que se libraron entre españoles y peruanos, sino también en las de los jefes españoles rivales. “Su posesión -dijo-, ha sido considerada siempre como el signo del poder y la autoridad: yo lo tengo ahora”; y al decir esto se irguió cuan alto era y miró a su alrededor con un aire de soberano.
Esto fue lo más característico que ocurrió en las cuatro horas que duró la visita del Protector, y, éste, el único momento en que se reveló tal cuál era. El resto fue en parte
una charla superficial sobre toda clases de asuntos para deslumbrar a los menos inteligentes y, en parte, una manifestación de la impaciencia de ser el primero, aún en la conversación corriente, que le ha arrogado su largo hábito del mando. Omito los cumplidos de los que me hizo objeto con profusión un tanto excesiva. De ellos podemos decir, como Jonson de la afectación que merecen excusas por cuanto proceden del laudable deseo de agradar. Sus modales son, en verdad, muy finos y elegantes su persona y actitudes, y no vacilo en creer lo que he oído acerca de que en un salón de baile pocos hay que le aventajen”
María Gram. en su Diario se refiere, en seguida, a los demás participantes, los que prácticamente no intervinieron en la conversación y concluye:
“En suma, esta visita no me ha dejado una impresión muy favorable de San Martín. Sus puntos de vistas son estrechos y, si no me equivoco, egoístas. Lo que él llama su filosofía y su religión corren parejas: usa ostensiblemente de ambas como simples máscaras para engañar al mundo, máscaras, en verdad, tan gastadas que no logran engañar a nadie sino a los que tienen la desgracia de estar bajo su férula. . No tiene genio, sin duda alguna sino cierta dosis de talento, ninguna instrucción y sólo un ligero barniz de conocimientos generales, que luce con habilidad; nadie posee como él ese talento que llaman los franceses l’art de se fairevaloir. Su bella figura, sus aires de superioridad y esa suavidad de modales a que debe principalmente la autoridad que durante tanto tiempo ha ejercido, le procuran muy positivas ventajas. Comprende el inglés y habla mediocremente el francés y no conozco otra persona con quién pueda pasarse más agradablemente una media hora, pero su falta de sinceridad y de corazón, que se revelan aún en un rato de charla, cierran las puertas a toda intimidad y, mucho más, a la amistad.
Alas nueve se retiraron los visitantes, dejándome muy complacida de haber visto a unos de los hombres más notables de Sudamérica. , y creo haberlo conocido en esta ocasión hasta donde es posible. Aspira a la universalidad, como Napoleón, según he oído, tuvo algo de esa flaqueza y de quién habla siempre como de su modelo o, mejor dicho, su rival. Creo, asimismo, que se propuso impresionarme en mi carácter de extranjera o quizá Zenteno le sugirió que bien valía la procurarlo por la pequeña fama adicional que mis informes acerca de él, podrían darle. Sea como fuere, es un hecho que hoy habló para hacer ostentación de si mismo”.
Antes de terminar, algunos datos de interés: al día 15 de Octubre de 1822, Maria Gram. tenia 37 años y el “retirado” General José de San Martín 44; la misma edad del Director Supremo, Bernardo O`Higgins, quién abdicaría a los pocos meses. José Miguel Carrera habría cumplido en esta jornada, 37 años, pero fue fusilado el 4 de Septiembre del año anterior, en Mendoza.
(1) Maria Graham: Diario de mi residencia en Chile, Editorial Francisco de Aguirre. Stgo, 1988, pág. 209 y sgts.
2 Comments:
Hola Jorge:
Me admira la capacidad de psicóloga de María, en tiempos tan lejanos y en que no cualquiera tenía esa habilidad.
Me confirma que tras la fama a veces intocable de grandes personajes, como San Martín, se develan, con más ojo, su egoísmo y prepotencia.
Menos mal que en esa época no había fútbol, porque seguramente también San Martín habría pontificado en la materia, como hoy lo hacen muchos- es cosa de ver las cartas al director- acerca de Bielsa, dándoselas de expertos, pero diciendo barbaridades propias de neófitos.
Saludos.
Agradezco tu comentario. La versión de Maria Graham tiebe el valor de ser fuente muy próxima, de primera persona; por lo mismo, hay que considerar la carga subjetiva de sus reflexiones. Lo más probable es que la verdad acerca de la personalidad de San Martín esté sea equidistante entre su opinión y lo que los historiadores nos han contado.Los grandes hombres son en general, gente común y corriente, por lo mismo más valiosos. Se pueden equivocar, pero se la juegan por lo que creen. Publiqué este post para destacar el perfil humano de San Martín, por sobre el rol que le adjudicó la historia.
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