Saturday, January 30, 2010

VIAJE A LA SEMILLA


PRESENTACION

En el post “Agnus Dei” conté la fuerte impresión que me produjo la novela “El Reino de este Mundo”, del escritor cubano Alejo Carpentier, que resultó para mi más reveladora que el mejor texto de filosofía. Aunque no mencioné hasta ahora el notable cuento “Viaje a la semilla”, su recuerdo y contenido lo tuve en mente cuando intenté -con modestia y audacia- un viaje semejante, en el post “Ultimo viaje”. La maestría de Carpentier se despliega aquí, en un proceso narrativo de desconstrucción material perfecto: Lo real maravilloso, anunciado en el prólogo de la novela citada, en todo su esplendor.

ALEJO CARPENTIER:
VIAJE A LA SEMILLA
I
-¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.
II
Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida
III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.
IV
Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!" No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.
V
Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.
VI
Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.
Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.
La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de "El Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así fuera de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

VII
Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. "León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar", leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, "Aristóteles", "Santo Tomás", Bacon", "Descartes", encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.
VIII
Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
-¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario -como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones -órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda -cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.
Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí, padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.
X
Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el "Urí, urí, urá", con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.
XI
Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro", Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía "urí, urá", sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.
-¡Guau, guau! -dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.
XII
Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.
Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.


XIII
Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.

Tuesday, January 19, 2010

EL LOBO HOMBRE

Denis, Imágenes Google, sitio No hay como lo de uno


PRESENTACION:

En el post “El hombre lobo y viceversa”, octubre 2006, a propósito de una de las leyendas más populares, difundida por todo el planeta, recomendé calurosamente la lectura del cuento “El lobo hombre”, del escritor francés Boris Vian, un contemporáneo de Jean Paul Sartre y de Albert Camus, que escribió en las antípodas del existencialismo. Su obra se nutre del humor irreverente y farsesco. Denis, el lobo hombre, es uno de los personajes más simpáticos que encontré en la literatura y su primera experiencia humana resultó una aventura digna de ser recordada. Se trata de otro de mis cuentos inolvidables.
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BORIS VIAN:
EL LOBO HOMBRE

En el Bois des Fausses Reposes, al pie de la costa de Picardia, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-dAvray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero maldecía la inclemencia que una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.Denis vivía en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el ?cesto de las naranjas? (cito a Louis Boussenard), había decidido acabar sus días en clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, y otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo Amílcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano, y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.Cierta apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su caminata, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam, cuyo verdadero nombre se escribe Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena camarera del restaurante Groneil, arrastrada por el mago con algún pretexto ingenioso a las Fausses Repouses. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.Por desgracia para este último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en punto; el Mago del Siam con los nervios de punta; y dándose en abundancia por los alrededores la consuelda, el licopodio y el conejo albo, que, desde hace poco, acompañan inevitablemente los fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de antropolicandría, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen. Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette, por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a gritos ser descargada de una u otra manera, el mago del Siam se abalanzó sobre la inocente bestia, mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gruñido de angustia, Denis escapó al galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo común y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por violentas pesadillas.No obstante, poco a poco fue olvidando el incidente, y los días volvieron a pasar tan idénticos como diversos. El otoño se acercaba y, con él las mareas de septiembre, que producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los árboles. Denis se atracaba de míscalos y de setas, llegando a atrapar a veces alguna peziza casi invisible sobre su plinto de cortezas, mas huía como de la peste del indigesto lengua de buey. Los bosques, a la sazón, se vaciaban a muy temprana hora de paseantes y Denis se acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba mejor, y en la agonía de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentía menguar paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodía le sorprendía cada vez con más frecuencia amodorrado y sujetando con una zarpa inerte el trapo con el que debía haber lustrado una pieza de latón cardenillo. Su reposo se hacía cada vez más desasosegado, y a Denis le preocupaba no descubrir las razones.Tiritando de fiebre y sobrecogido por una intensa sensación de frío, en mitad de la noche de luna llena despertó brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó sorprendido del extraño efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo conectado el soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido Mercedes, el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los recovecos de la caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenía instalado justo encima de la coqueta. Y si ya le había asombrado darse cuenta de que estaba de pie sobre las patas traseras, aún quedó más maravillado cuando sus ojos se posaron sobre la imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie le hacía frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por completo desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos rufos recordaban su anterior apariencia. Dejando escapar un breve grito inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la causa de aquel frío sobrecogedor que le atenazaba por todas partes. Su abundante pelambrera negra había desaparecido. Bajo sus ojos se alargaba el malformado cuerpo de uno de estos humanos de cuya impericia amatoria solía con tanta frecuencia burlarse.Resultaba forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl atiborrado de las más diferentes ropas, reunidas según el caprichoso azar de la sucesión de los accidentes. El instinto le hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de aspecto bastante distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono palo de rosa, y una corbata Burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal indumentaria, admirado todavía de poder conservar un equilibrio que en absoluto comprendía, empezó a sentirse mejor, y los dientes cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando su extraviada mirada vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedirse llorar su perdida apariencia. Hizo empero un violento esfuerzo de voluntad para serenarse e intentó explicarse el fenómeno. Sus lecturas le habían enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por parecerle diáfano. El Mago del Siam debía ser un hombre-lobo y él, Denis, mordido por la alimaña, acababa de convertirse, recíprocamente, en ser humano.Ante la idea de que debía disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió presa del pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre los humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban día y noche los conductores en tránsito de la Cote de Picardie le anticipaba simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los libros no mentían, la transformación habría de ser de duración limitada. Y en tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una excursión a la ciudad? Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas entrevistas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como siempre.Volvió al retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como había temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo de un negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control de sus orejas, y tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que, después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos. Proveyese asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba, y sí, en cambio, cuesta abajo, cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.Su elegante aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo. Veinte minutos más tarde se apeaba en la plaza de la Opera. El tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenía dentro de los límites de lo decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.La mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardín des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención. Aquel subterfugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.A mediodía estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que asemejaban carbúnculos, parecían privar a la gente de la capacidad de hacerle el más mínimo reproche. Con el corazón exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.Pero lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo aquel día, la reunión mensual de los aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilleriano. Cuando estaba a medio comer, vio irrumpir de repente una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maitre acabó por acercarse cortésmente a la suya. -Lo siento mucho, señor, dijo aquel hombre lampiño y cabezón-, pero ¿podría hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?
Denis echó una mirada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.
-Encantado, dijo incorporándose a medias.
-Gracias, caballero ?gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.
-Si usted me lo agradece a mí ?prosiguió Denis- ¿a quién deberé yo, Agradecérselo, se sobreentiende.
-A la clásica providencia, sin duda ?opinó la monada.
Y a continuación dejo caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.
¡Oh!, exclamó ella. - ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!
-Si- confirmó Denis.
-Sus ojos son también bastante extraños, añadió la joven al cabo de cinco minutos. Los veo parecidos a… a…
¡Ah!, comentó Denis.
-A granates, concluyó ella.
-Es la guerra- musitó Denis.
-No le entiendo.
-Quería decir, explicó Denis- que esperaba que esperaba que le recordase a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.
-¿Estudió usted Ciencias Políticas? ? preguntó la morenita.
-Le juro que no volveré a hacerlo.
-Le encuentro bastante fascinante ?aseguró llanamente la señorita que, aquí entre nos, lo había dejado de ser ya muchas más veces de las que pudiera contar.
-De buena gana le devolvería el piropo, pero pasándolo al género femenino?, expresóse Denis, madrigalesco.
Salieron juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.
-¿Por qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? ?acabó susurrando al oído de Denis.
-¿Sería prudente?, inquirió éste-, ¿Su marido, su hermano, o algún otro de sus parientes no lo vería con inquietud?
-Digamos que soy un poco huérfana ?gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de un ahusado índice.
-Una verdadera lástima ?comentó cortésmente su distinguido acompañante.

Al llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.
Por lo que tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de Fausses Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a determinado punto, plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y en el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido el entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.Apenas comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó sonar al despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el bolsillo interior de su americana.- ¿Desea una foto mía? ?dijo, sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.

Se sintió halagado, pero, por el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenía, al instante se dio cuenta del inmenso error de tan desventurada suposición.
-Esto? eh? sí, querido mío ?acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba o no tomando la cabellera.

Denis volvió a fruncir el ceño. Se levantó y fue a comprobar el contenido de su cartera.
-¡Así que es usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor Mauriac! ?explotó finalmente-. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!
Se disponía ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo antropofomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las órbitas de Denis manaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.- ¡Haga el favor de cubrirse y de largarse en el acto! ?sugirió Denis.Y para aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante inspiración se le había pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.

Aterrorizada, la damisela se visitó sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un reloj de péndulo para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reír. Se sentía asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.
-¿Debe ser el sabor de la venganza ? aventuró en voz alta.
- Volvió a poner donde correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a la calle. Había caído la noche, el bulevar resplandecía de manera maravillosa.No había caminado ni dos metros cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.- ¿Podemos hablar con usted? ? dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo.- ¿De qué? ? se asombró Denis.
- No te hagas el tonto ? profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.- Entremos ahí? -propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.
- Lleno de curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecía interesante.
- -¿Saben jugar al bridge? ? preguntó Denis a sus acompañantes.
- Pronto vas a necesitar uno?, sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía irritado.
- - Querido amigo, dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento- acaba usted de comportarse de una manera muy poco correcta con una jovencita.
- Denis comenzó a reír a mandíbula batiente.
- ¡Le hace gracia al muy rufián!? observó el coloradote-, ya veréis cómo dentro de poco le hace menos.- Da la casualidad ?prosiguió el flaco, de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.
-Denis comprendió de repente.
Ahora entiendo ?dijo-. Ustedes son sus chulos.
Los tres se levantaron como movidos por un resorte.
¡No nos busques!, amenazó el más gordo.
Denis los contemplaba.
-Noto que voy a encolerizarme. dijo finalmente, con mucha calma-. Será la primera vez en mi vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.
Los tres individuos parecían desorientados.
- ¡Arreglado vas si piensas que nos asustas, gilipollas! ? tronó el gordo.
-Al tercero no le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y la apretó. Eso debió doler.
-Una botella vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis que parpadeó y retrocedió.
- -Te vamos a escabechar ?dijo el aceitunado.
-El bar se había quedado vacío. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido, éste se quedó un instante inmóvil, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los pies calzados de ante del solitario de Fausses Reposes.
- Siguió una breve refriega al final de la cual Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al índigo. Prestamente acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en el reloj de la pared. Las once.
- ¡Mierda!?, pensó, ?es hora de marcharse!?
- Se puso apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma pletórica de odio, pero la proximidad de su partida le apaciguó.Pagó la cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta y se puso a pedalear incansablemente como un verdadero Coppi.
- Estaba llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio la voz de alto.
- -¿O sea que va usted sin luces? ?preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.
- ¿Cómo?, se extrañó Denis-. ¿Y por qué no? Veo de sobra.
- -No se llevan para ver ?explicó el agente- sino para que le vean a uno. Y si le ocurre un accidente? Entonces, ¿qué?
- ¡Ah!, exclamó Denis-. Si; tiene usted razón. ¿Pero, puede explicarme cómo funcionan las luces de este armatoste?- ¿Se está burlando de mí? ?indagó el alguacil.- Escuche ?se puso serio Denis-. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de nadie.- ¿Quiere usted que le ponga una multa? ?dijo el infecto municipal.- Es usted pelmazo de más ?replicó el lobo ciclista.- ¡De acuerdo! ?sentenció el noble bellaco-. Pues ahí va? sacando la libreta y un bolígrafo, bajó la nariz un instante.
-¿Su nombre, por favor?,preguntó, volviendo a levantarla.
Después sopló con todas sus fuerzas en el interior de su silbato, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho.

En el mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su furioso avance. La costana de Saint Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout ?fina alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Ville dAvray. Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al restaurante Cabassud, advirtió cierta agitación a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente, algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.

Desde la primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecían irse acortando paulatinamente. A la luz del claro de luna seguía sin embargo escalando, montando sobre su rayo mecánico, por entre la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante se dio de boca en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.
Felizmente para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policía, entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída bicicleta. El motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el treinta y nueve por ciento de su capacidad auditiva.
Apenas recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesí que lo había asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. El, tan apacible y tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus buenos principios como su mansedumbre. La ira vengadora, cuyos efectos se habían manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine ?uno de los cuales, apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de la Prefectura, Brigada Mundana-, le parecía a la vez inimaginable y fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa transformación habría de limitarse a los días de plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.

Sunday, January 10, 2010

LA MUCHACHA DE LA GUIRA

Bernardo González: Callejón de La Guaira.
PRESENTACION:

En el post “Dos muchachas”, junio 2006, recomendé la lectura del cuento “La muchacha de la Guaira”, de Juan Bosch, disponible en Internet, pero nadie me dijo haberlo leído. Por esta razón, aprovechando esta serie veraniega, insistiré en la misma recomendación y, para facilitar las cosas, lo publicaré a continuación. En el post mencionado hice un paralelo entre la muchacha del cuento, la de La Guaira, y la de la canción de Vinicius de Moraes y Antonio Carlos Jobin, la de Ipanema. No sostengo que este cuento es uno de los mejores que leí, pero está gravado en mi memoria.
JUAN BOSCH:
LA MUCHACHA DE LA GUAURA


El Primer Oficial tuvo razón al pensar que un asunto de tal naturaleza debía ser comunicado al capitán, pero el capitán no la tuvo cuando dijo las estúpidas palabras con que más o menos dejó cerrado el episodio. Esas palabras no tenían sentido. Veamos los hechos tal como se produjeron, y eso nos permitirá apreciar el caso en todos sus aspectos.
El “Trodheim”, de bandera panameña, aunque en verdad era un barco noruego, entró en La Guaira ese día a las diez de la mañana; a las ochos de la noche había cuatro hombres de la tripulación perdida mente borrachos en los cafetines del puerto, uno detenido por riña y varios más bebiendo. Los venezolanos llaman “botiquines” a los ba­res; en uno de esos botiquines, prácticamente echada sobre una pe­queña mesa, con la barbilla en los antebrazos y los oscuros ojos muy abiertos, había una joven de negro pelo, de nariz muy fina y tez do­rada. Por entre las patas de la mesa podía apreciarse que tenía piernas bien hechas, pero Hans Sandhurst, segundo oficial del “Trodheim”, no estaba en condiciones de demostrar que le interesaba la dueña de esas piernas.

Contó tres hombres de su barco bebiendo en ese boti­quín, y él sabía que no tardaría en haber escándalo; y era a él a quién le tocaría después entenderse con el capitán del puerto, ver a los agentes de los armadores, al cónsul de Panamá y a quién sabe cuánta gente más para obtener órdenes de libertad, pagar multas o enrolar nuevos tripulantes, si era del caso, todas las cuales podían ser conse­cuencias de esas bebentinas desaforadas. Hans Sandhurst, pues, pre­fería no fijarse en la muchacha de las bellas piernas.
Desde la ventana junto a la cual estaba sentado podía volver la vista hacia el puerto y ver allá abajo su barco, a la luz de la luna, casi perdido entre muchos más, con los amarillos mástiles brillando y la blanca línea en lo alto de las chimeneas. Enclavada entre el mar y los Andes, La Guaira apenas tendrá unos veinte metros de tierra plana natural, y desde el mar la ciudad se ve como un hacinamiento de pequeñas casas blancas trepadas una sobre la otra, destacándose sobre el fondo rojo de la montaña. El Caribe espejeaba bajo la luna, hasta perderse en una lejana línea de verde azul tan claro como el cielo de esa noche. Hans Sandhurst, que de sus cuarenta años había pasado casi diez, intermitentemente, viviendo entre Cartagena, Panamá y Jamaica, amaba ese mar, tan inestable y, sin embargo, tan cargado de vitalidad. Tres veces había fracasado en negocios y otras tantas había tenido que volver a su antigua carrera. Pero no sería extraño que probara de nuevo, quizá para dedicarse al corte de cedro en Cos­ta Rica, o a la pesca del camarón en Honduras, en cuyas costas abundaba ese crustáceo según le asegurara en Hamburgo hacía poco el capitán de un barco italiano. Se embebió Hans Sandhurts durante un rato en la contemplación de la pulida y brillante superficie de agua, en sus tonos verde azules, y cuando alzó su vaso de ron lo halló vacío. Se volvió, pues, para pedir más, y ya no estaban allí los tripu­lantes del “Trodheim”. El segundo oficial los buscó con los ojos, moviendo la cabeza en todas direcciones. Entonces fue cuando la muchacha le sonrió.
Eso sucedió probablemente pasadas las nueve de la noche; a las once no había mesas vacías en el botiquín. Entre voces, gritos, mú­sica y chocar de cristales y bandejas, el lugar era la imagen misma de la atolondrada vida nocturna de un puerto en el Caribe. Muchos hombres y mujeres estaban de pie junto al mostrador. A menudo sonaba una risa aguda o se oía alguna frase obscena. Cosa extraña, la muchacha de las bellas piernas no las oía, o si las oía las ignoraba. Parecía colgar sólo de las palabras de Hans Sandhurst, y de vez en cuando comentaba: —Me gusta como hablas el español; hablas bonito, oficial. O si no:
—Me gustan tus ojos; tienes ojos honrados, Hans. Pero lo decía en voz baja, dulce y en cierto sentido triste. Había aceptado bailar algunas piezas, y era casi tan alta como Hans Sandhurst, de hombros bien hechos, de pecho alto, de cintura fina. Vestía un traje vaporoso, de brillante color naranja. Era realmente bonita y parecía muy joven. El segundo oficial del “Trodheim” advertía que casi todos los hombres y muchas de las mujeres se vol­vían para mirarla cuando bailaba. Con movimiento natural, ella dejaba descansar su cabeza sobre la de él mientras duraba el baile. Probablemente era debido a lo que había dicho una hora después de haberse sentado él a su mesa: —Es raro, oficial; me siento bien contigo, me siento descansada.
Sin duda que resultaba muy grata compañera esa muchacha de La Guaira, de voz tan poco usual, de gestos tan armónicos, a la vez dulce y triste. Hans Sandhurst no podía sospechar que bajo esa tierna apariencia hubiera un volcán ebullendo. De haberlo sospecha­do se hubiera ido antes de las doce; con mayor precisión, cuando vió su reloj de muñeca a las once y tres cuartos. A esa hora había acaba­do sus sexto ron y prefería no beber más. Dijo: —Tarde ya. Voy a irme porque me espera mucho trabajo maña­na.
Entonces en los ojos de la muchacha apareció de pronto el brillo muerto de la desolación. Sujetó al oficial por un brazo y puso frente e él un rostro desatinado, del cual había huido de golpe la luz de la vida. En todo ese rostro, sin explicarse debido a qué, él vió un aire de terror. La muchacha habló, pero no ya con aquella voz baja y tierna. Esa voz se había trocado en metálica, dura sin ser aguda. —¡No, no; no te vayas! —dijo.

No agregó nada más, pero Hans Sandhurst comprendió que no necesitaba agregar palabra y, además, que él no debía irse. Sustituyó, pues, su anunciada ausencia con una petición de ron. Vió al sirviente en otra mesa, le hizo señas con un dedo en alto, y mientras le obser­vaba correr hacia el mostrador oyó que la muchacha musitaba: —Muchas gracias, oficial.
Dicho lo cual tomó amorosamente un brazo del hombre y re­costó en él su cabeza. Hans vió parejas pasar bailando y también Vió que en los labios de su compañera se esbozaba una suave sonrisa. Pero en verdad no analizó la causa de cambios tan rápidos. En esas vertiginosas noches de puerto ocurría a menudo que una mujer se sintiera bien junto a un desconocido.
Así iban los acontecimientos, produciéndose sin importancia alguna, cuando el sirviente retornó. Traía un ron y un vaso de agua; pero traía además —cosa que él ignoraba, por supuesto— la semilla de la tragedia. Dijo, con sonrisa melosa, lo que impedía una respues­ta negativa: —No hay mesas vacías, señor, ni asientos desocupados en otras mesas. Allí están dos señores que necesitan sentarse. Yo los conozco; son gente buena. Me preguntaron si usted podría dejarlos sentar­se aquí í. Son personas decentes, señor. ¿Por qué no? Era habitual que en esos países del Caribe que él conocía los desconocidos se trataran con naturalidad, como compa­ñeros de tripulación. Iba a preguntarle a la muchacha, pero ella ha­bía oído al sirviente y ni siquiera movió la cabeza; seguía recostada en su brazo, como perdida, como soñando, lo cual podía entenderse como una aprobación. —Muy bien —dijo él—, que vengan.
Eran dos hombres de edad muy dispareja, de cerca de cincuenta años, tal vez, el mayor, y de acaso veinticinco el más joven. El prí­mero tenía la piel muy quemada; y esto, junto con el brillante pelo negro y lacio, con los ojos, también negros y ligeramente asiáticos, y con algo duro y misterioso en sus facciones, denunciaban la presencia del indio en su ancestro. No era alto, pero tampoco bajo. Saludó con irritable cortesía y tomó asiento. Hans Sandhurst comprendió de inmediato que el hombre había bebido en exceso, a pesar de lo cual le oyó ordenar al sirviente: —Dos whiskies con soda. Después observó el vaso de Hans, todavía lleno. —Ah, ron —comentó—. Acépteme desde ahora el próximo tra­go.
El joven no había tomado asiento aún. Parecía estudiar el am­biente con mirada profunda y a la vez perspicaz. Tenía probable­mente tanta estatura como Hans, si bien era mucho más delgado, y de piel pálida, de sus ojos ligeramente claros, tal vez también de las líneas alargadas de su rostro y de su cuello —con notable nuez de Adán—, o acaso de la forma vehemente en que parecía aspirar el aire cargado de humo, se desprendía una especie de visible ansiedad, quizás una honda preocupación o esa avidez emocional que caracte­riza a los temperamentos creadores. De todas maneras la pareja re­sultaba interesante. Hans Sandhurst observaba a ambos hombres sin que se le ocurriera relacionarlos con él ni con la muchacha que se apoyaba en su brazo. Pero como sabría más tarde, esos dos hombres llevaban consigo una mecha encendida.
Cuando el joven se sentaba, el mayor estaba preguntando: —¿Americano? Con lo cual en realidad quería saber si Hans Sandhurst era estadounidense. —No, noruego, aunque casi tan latino como ustedes —respondió.
Hubo cierto cambio de frases, con más propiedad, de cumpli­mientos entre él y los dos hombres. Pero la joven parecía no haberse enterado de que ahora habla dos extraños sentados a la mesa. Según la recostada en el brazo., y de pronto, como si hubiera estado acostum­brada a hacerlo desde hacía años, besó con exquisita suavidad el bra­zo del oficial. Seguía el bullicio, resonaba la música de los discos en el pequeño salón, se alzaban voces y risas y los tres hombres habla­ban cortésmente, presentándose entre sí, y ella actuaba como si se hallara a solas con Hans en una remota playa iluminada por la luna o en la intimidad de una pequeña casa donde no viviera nadie más. Por vez primera en esa noche Hans se sintió algo intrigado y se volvió a mirarla. ¿Le gustaba él tanto a ella, o era que tenía una naturaleza de por sí amorosa? Cuando levantó los ojos halló que el joven tenía la cabeza caída, como quien se siente muy cansado o como quien está meditando con sobrehumana fuerza mental. —La función del hombre, ¿cuál es? Eso es lo que no has podido explicarme. Te has perdido en un bosque de palabras, pero has eludi­do responder —dijo de pronto, dirigiéndose al mayor.
Hans observó que, al hablar, la mirada de ese joven relampaguea­ba; y observó cuán pacientemente el otro, el mayor, parecía salir de un profundo sueño mientras daba vueltas a su vaso de whisky con soda. Empezó a hablar. —Perdone, señor... ¿Cómo dijo? Ah, sí, Trodheim; no, Sand­hurst, señor Sandhurst. Mi amigo está interesado en algunas cosas que tal vez le aburran a usted. Lamento mucho que la escasez de me­sas, en este hórrido lugar, le obligue a oír cosas abstractas. Pero es el caso...
Un hombrón de gran cabeza, que había estado bebiendo en la mesa contigua, fue a ponerse de pie en tal instante y cayó de bruces, golpeando el suelo con la violencia de un pilar de cemento. Al parecer se hallaba totalmente ebrio. La muchacha alargó su fino cuello para verlo. Eso, sin duda, le interesaba más que la presencia de los dos extraños en su mesa. El que hablaba calló durante un momento y volvió hacia el caído un rostro desdeñoso. —Mi amigo —prosiguió— requiere una explicación, o mejor aún, necesita una explicación. Él quiere averiguar cuál es la función del hombre sobre la tierra, lo cual desde luego implica saber cuál es la de la tierra en el universo. ¿No le parece a usted muy peregrina, y muy fuera de lugar, esa pretensión de mi amigo? —¿Por qué ha de estar fuera de lugar? —inquirió, repentinamen­te apasionado, el segundo oficial del “Trodheim”—. Yo creo muy justo que él quiera saberlo.
De súbito comprendió que el joven iba a serle simpático y que la manera de expresarse del mayor no le estaba gustando. Comprendió además que en esa noche casi vacía, que él esperaba malgastar al lado de una muchacha bonita de cortos alcances, había aparecido de golpe algo lleno de interés. Podría oír cosas tal vez importantes, y acaso cambiar ideas que siempre le habían preocupado. Pidió, pues, otro ron, y libertó su brazo, que la muchacha había vuelto a usar como una especie de almohada. El de más edad sonrió y se volvió al joven.
—Miguel, ¿no es esto inesperado? Aquí tienes tú al señor Trod­heim, digo Sandhurst, oficial de marina noruego, buscando la res­puesta que tú buscas. ¡Señor Sandhurst —dijo alzando su vaso—, bebamos un trago por la búsqueda de la función del hombre!
Esto habló, y a seguidas tumbó la cabeza sobre sus brazos, como poseído de un súbito sueño incontrolable. No cabía duda de que ha­bía bebido en exceso. ¿O era que él sí sabía cuál era esa función del hombre y jugaba con la ansiedad de su joven amigo como el ágil y se­guro gato juega con el indefenso y aterrorizado ratón? Ese abandono con que se tumbaba sobre la mesa y ese léxico que parecía manejar con especial delectación, ¿no denunciaba en él al hombre profunda y sutilmente cruel, que usaba su sabiduría como una arma peligrosa para herir a los más inexpertos? —¡No! —clamó duramente el joven—. Es inapropiado venir aquí a brindar con whisky adulterado y ron barato por un tema tan cargado de sufrimientos. No es cosa de alzar un vaso de alcohol por ello, en un lugar como éste, antro de prostitución. ¡Me voy! —asegu­ró levantándose.
Entonces la muchacha pareció cobrar vida y miró a ese joven. Hans advirtió el interés en todo su rostro y notó el brillo de sus ojos, del todo nuevo, por lo menos para él; no visto antes en esa noche. Comenzaba a sentirse mucho más intrigado.
—Siéntese, por favor, joven —pidió. Era evidente que también el joven había tomado más de lo debi­do, porque si no, a qué tanta excitación? ¿Era acaso sagrado el te­ma que se había planteado,, o había en el alma del muchacho una des­conocida reserva de sentimiento religioso? —Siéntese, por favor —repitió, cogido ya en los engranajes de la tragedia, todavía no sospechada por él ni por la muchacha ni por los dos recién llegados-. Hablemos del asunto. En realidad, me preocu­pa tanto como a usted el destino final de la humanidad. —¿Por qué es necesario hablar de eso, por qué? Era la muchacha quien hacía la pregunta. ¿Qué ocurría, qué le había llamado la atención hacía un instante, pues; el tema, la palabra “prostitución” dicha por el joven, o el joven mismo? La muchacha estaba resultando rara. Lo mejor sería ignorar su presencia. De todas maneras media hora después, una hora a lo sumo, el segundo oficial del “Trodheim” volvería a su barco. Pero en eso el mayor de los ex­traños irguió el rostro. —Ella es quien tiene la razón. ¿Por qué hablar de eso? Millones de seres viven y mueren sin hacerse la terrible pregunta. Vivir la fun­ción de la humanidad es más sabio que tratar de conocerla. ¡Hans Trodheim, brindemos por la vida, que lleva en sí misma su ignorado destino!

En eso se hizo el silencio en todo el salón; es decir, silencio de seres humanos, porque la pesada máquina que daba música seguía trabajando en su rincón y se oía el vivaz ritmo de un joropo invitan­do a bailar. Una pareja de policías estaba de pie en el salón, y uno junto al otro, ambos recorrieron con la vista todo el ámbito, llevando la mirada de mesa en mesa como si buscaran a alguien. Pero un pa­rroquiano alzó su mano alegremente y los llamó; los policías sonrie­ron y caminaron hacia allá. Se les vió entrar en animada charla, negar uno, alegar el otro, y al fin, sin sentarse, tomaron sendos tragos y se fueron de nuevo. Uno de ellos era negro y tenía risa hermosa y natu­ral. Hans Sancihurst pensó: “He aquí un hombre que vive la vida como lo desea este señor”. Pero no lo dijo. Temía a la susceptibili­dad de esa gente que a menudo en palabras sin intención descubría una ofensa al país. Hablar de un policía resultaba peligroso. —En primer lugar —dijo el joven—, seamos corteses. El señor nos ha aceptado en su mesa y tú sabes que él no se llama Trodheim. Tu error es deliberado y ofensivo. —Oh, no importa —atajó Hans—, pueden llamarme como de­seen. Probablemente ninguno de los que estamos sentados a esta mesa volveremos a vernos pasada esta noche.
La muchacha saltó, como sorprendida por un ataque alevoso. —¿Qué has dicho; por qué has dicho que no volveremos a ver­nos, Hans?
Mientras hablaba le sujetaba fuertemente el brazo, y en tal momento Sandhurst anotó en su mente este simple detalle: no recordaba cómo se llamaba ella. “Quizá espera que me quede con ella esta noche y !e pague bien por la mañana”, pensó. Pero la an­siedad que había en sus ojos, mientras hablaba, no podía estar ori­ginada sólo en la esperanza de que él le pagara bien. Había algo más, algo que por el momento él no podía determinar. Trató, sin embar­go, de pasar por alto cuanto se refiriera a esa muchacha, sobre todo en tal momento, porque el mayor estaba hablando. —La función del hombre, bah... Miguel, infinito número de sa­bios han pretendido conocerla. Y yo digo que por el camino que estás queriendo transitar llegarás a un solo lugar, que es el refugio de todos los débiles; llegarás a admitir un Dios, cualquier Dios. —No —respondió el joven—. ¿Por qué he de refugiarme en la religión? Yo no temo a la verdad. Pero mire, señor. . . Sandhurst, mi tesis es ésta: mi tesis es que la humanidad que puebla este planeta forma parte de un todo mayor. No sé si me hago entender. Yo creo que en esos otros mundos que nos rodean hay también humanidad. No sé qué apariencia tendrán, pero son seres pensantes. Nosotros, pues, somos sólo una parte de esa humanidad universal. Siendo una parte, ignoramos qué piensa o qué siente el resto. Sólo estando todos reunidos podremos aclarar qué fin buscamos. El joven iba alzando la voz. En el barullo del botiquín no se daba cuenta de que para hacerse oír en su propia mesa estaba hablan­do muy alto. En la mesa contigua alguien le oía. Había allí dos hombres y dos mujeres, a simple vista muy bebidos también. Y he aquí que uno de esos hombres se puso trabajosamente en pie y se encaminó a ellos. A buen ojo no pasaba de los treinta y cinco años, y ten la aspecto de empleado, acaso de pequeño comerciante. Era muy oscuro, rechoncho, de espejuelos y nariz muy abierta. Usaba sombrero de fieltro. Se inclinó sobre el joven y apoyó un codo en la mesa. —¿Por qué le preocupa a usted la humanidad? —preguntó—. Yo soy venezolano, latinoamericano, y lo que deseo saber es cuál es el destino nuestro, adónde vamos.
El hombre eructó. Hablaba con esfuerzo, aunque sin disparatar. Tenía los ojos turbios debido al alcohol, pero sin duda estaba dando salida a lo que llevaba en el corazón y por eso se expresaba claramen­te. Hans Sandhurst ten la una vaga idea de lo que estaba ocurriendo en Venezuela, pero no lo sabía a fondo; por eso no pudo advertir cuánta crueldad había en las palabras con que el mayor de sus dos recientes amigos se dirigió al intruso. —Dígame, señor, ¿cuál es a su juicio el destino de su pueblo? ¿Cree usted que Rómulo Betancourt lo sabe mejor que uno de noso­tros?
El borracho miró torvamente y pareció haber recibido un golpe en la nuca. —Señor, yo no sé si usted es un espía de la dictadura; no sé si es un sirviente de estos militares que están asesinando a lo mejor de Venezuela. Pero usted me ha preguntado y yo le contesto: Sí, Ro­mulo Betancourt lo sabe. Y ahora, si le parece, denúncieme.
No dijo nada más, sino que, a su juicio muy dignamente —aun­que apenas podía tenerse en pie—, retornó a su mesa y se dejó caer en su silla, como un bulto. Hans Sandhurst notó que de sus dos com­pañeros, el más joven se había quedado mudo; el otro sonreía. La muchacha parecía no hallarse allí; con un codo en la mesa y la cabeza en la mano, miraba dulcemente al segundo oficial del “Trodheim”. —No hay derecho —dijo el joven dirigiéndose al mayor—. Si alguien ha oído, se ha desgraciado. Fue una provocación tuya.
Por toda respuesta el de más edad sonreía. Pero en esa sonrisa había un resplandor siniestro, cosa que notó ciertamente Hans Sand­hurst. Ahora bien, Sandhurst no estaba al tanto de lo que el extraño incidente significaba. Seguía pensando en la función de la humani­dad y en lo que sobre ello había dicho el joven. De ahí que hablara como si nada hubiera sucedido. Argumentó: —Yo no creo que el fin del hombre es ser feliz; la humanidad busca inconscientemente la felicidad. Entonces la muchacha saltó. Se hubiera dicho que nada oía, que no ten la interés en el tema. Y he aquí que al oír esas palabras irrumpió diciendo: —¡Sí, sí, la gente quiere ser feliz! Yo quiero ser feliz. Tú has dicho lo que yo siento Hans.
En ese expresivo rostro suyo, que el segundo oficial del “Tro­dheim” había visto cambiarse tantas veces en pocas horas, parecía haberse producido de pronto una explosión de luz; sus ojos resplandecían, gozosos, y la dulce sonrisa había dejado de ser triste. Los tres hombres se fijaron en ella.. Era como si en ese instante hubie­ran descubierto que ella estaba allí, con ellos. Pero un observador sagaz -y Hans Sandhurst lo era- podía notar matices muy dife­rentes entre ellos; por ejemplo, el joven era tolerante, acaso compla­ciente, como si pensara: “Es muy femenina la reacción de esta mu­chacha, y por lo demás nunca podrá entender por qué nos preocupa este tema”. En cambio el otro tenía una actitud a la vez de sor­presa y de cálculo; parecía decirse: “Ah, con que te interesa ser feliz ¿no? Pero ahora, voy a matar esa alegría en germen; ahora voy a demostrarte que no eres más que un simple gusano de polvo llamado a desaparecer, mísera vendedora de tu cuerpo”. En cuanto a él mismo, Hans Sandhurst, segundo oficial del “Trodheim” metido en esa discusión con dos desconocidos sobrecargados de whisky y soda, ¿qué pensaba de la mujer? Pues pensaba: “No es una mucha­cha común; se trata de un alma amorosa, que de pronto, sin saber por qué, ha sentido que hay una filosofía que justifica su vida, su na­tural sensualidad, sus aciertos y sus errores. Si dispusiera de tiempo me gustaría saber quién es ella y por qué está aquí”. Y a seguidas, por un fenómeno de traslación mental muy frecuente en él, se encon­tró pensando en que debía escribirle a aquel capitán italiano para que le diera más detalles sobre los camarones de Honduras; sabía el nom­bre de su, buque y le escribiría al cuidado de los armadores. A ese punto miró su reloj; marcaba la una y cuarenta minutos, más propia­mente, lá una y cuarenta y das minutos. Pero no sentía deseos de irse. El de más edad estaba empezando a hablar de nuevo. —Bien, bien; aquí tenemos a Miguel, el preocupado Miguel ela­borando una tesis de amplitud universal. ¡Hum! Yo supongo que tienes la esperanza, mi joven amigo, de que los platillos voladores sean realidad y de que en ellos esté acercándose a la tierra una huma­nidad más avanzada que la nuestra ¿no? —Sí, puede ser, ¿por qué no puede ser? —respondió Miguel—. Ocurrió ya, sucedió cuando los españoles llegaron a América; para los indios americanos las carabelas de los conquistadores eran tan inconcebibles como para nosotros los platillos, y sus tripulantes tan extra­ños como habitantes de Marte hoy.
El otro sonreía. —Miguel —dijo tornándose súbitamente serio y sujetando al jo­ven por un hombro—, no desbarres; una tesis filosófica no se defiende con argumentos absurdos. Estás hablando de lo que desearías que sucediera, no de nada que está sucediendo o que pueda científica­mente suceder mañana.
A este punto ya la muchacha no estaba recostada en el brazo de Hans, soñando o simplemente descansando; atendía lo que se habla­ba, oía con todo su ser. No besaba, no sonreía; vivía la discusión. Sus ojos se hallaban fijos en el hombre que hablaba; y así le vió vol­ver su atención rápidamente hacia el oficial. —En cuanto a usted ¿sabe qué propugna? Propugna el caos porque ¿qué es la felicidad? ¿Es o no la satisfacción de cada uno? La felicidad de los coroneles y los generales de Venezuela y de nuestra América, ¿en qué consiste si no es en derrocar gobiernos legíti­mos, esclavizar a sus pueblos, asesinar a sus mejores hijos, enriquecer­se y tener amantes? La felicidad de un criminal está en matar, la de un comerciante, en acumular dinero.
El llamado Miguel miró hacia la mesa vecina, pero ya allí no ha­bía nadie. Aquel borracho que se había acercado a hablarles hacía un rato, y al que sin duda le hubiera agradado oír a su compañero, no estaba, ni estaban las mujeres y el señor que bebían con él. —Señor, yo no comprendo su punto de vista tan local ni tan actual —atajó Sandhurst— y no debo juzgarlo a ustedes como pue­blo. Yo creo que hay una norma de conducta general y que todos podemos llegar a conocerla y ejercerla. —Sí, ¿pero cuándo? Porque es el caso que ya hay en Estados Unidos una bomba de hidrógeno y, sin embargo, todavía viven indios salvajes en nuestras selvas. La felicidad es un estado distinto para los sabios que fabricaron esa bomba y para los salvajes del Ori­noco. Su punto de vista no nos sirve, como no nos sirve el de Miguel. La función del hombre es menos compleja.
Eso dijo, y Hans Sandhurst comprendió que se hallaba frente a una persona inteligente y de muchos conocimientos, pero tuvo tam­bién la sensación de que no se había equivocado cuando pensó que tenía el alma cruel. Algo en él denotaba su delectación de destruir la idea de Miguel y la suya; la suya, que era también la de esa mu­chacha. —Debemos seguir hablando —dijo el hombre—, sobre todo porque sería innoble dejar a esta joven en un error. Pero por el mo­mento yo pido que repitamos el trago. Con efecto, los vasos estaban vacíos. Entonces la muchacha intervino: —Yo quiero beber también —dijo. Lo cual aumentó la intriga del segundo oficial del “Trodheim”, porque hasta ese momento ella había rechazado toda invitación; ha­bía bebido sólo dos coca-colas en las largas horas que llevaban juntos. Ahora parecía haber despertado a la vida.
Miguel pidió bebida; ella prefirió ron, como Hans. Se veían ya algunas mesas vacías, pero todavía sonaba la música y tres o cuatro parejas bailaban. Con su silla arrimada a la pared, un jovenzuelo dormía. Llegó el sirviente. —Señorita —dijo el hombre de ancestro indígena, con el aire de un cumplido caballero que honrara a una gran dama—, brindo por usted y por su deseo de ser feliz. Usted y el señor Trodheim, digo Sandhurst, tienen ideas afines. Los felicito por ello. Pero entienda usted que no hay tal cosa; no es la felicidad lo que busca la humani­dad. La función de la humanidad, señorita, es simplemente vivir, dar satisfacción a su instinto vital. Nacemos, nos desarrollamos y mori­mos y nada más, bella joven. Vivimos porque tenemos que vivir; para vivir matamos animales y engullimos sus cuerpos, sembramos árboles y nos comemos sus frutos, pescamos peces y los guisamos. Buscando el placer de vivir escribimos y oímos música, pintamos y admiramos cuadros. No hay en absoluto nada más que eso. Luego nos toca morir y desaparecemos completamente. Nosotros, los se­res humanos, nos perdemos todos en la muerte, en la nada. Eso es todo.
El hombre había hablado con gozosa saña; al final de sus pala­bras sonreía desde bien adentro, con morbosa alegría muy mal disi­mulada. La muchacha se quedó absorta, mirándole. Tenía en la mano su vaso de ron. Y de súbito gritó, poniéndose de pie: —¡Mentira; mentira; usted sólo está diciendo mentiras! Miguel y el segundo oficial del “Trodheim” no hablaron; am­bos habían comprendido que ese hombre se negaba a sí mismo, pues él también buscaba la felicidad, y su felicidad en ese momento consistía en hacer sufrir, en negar que en la tierra hubiera lugar para una concepción generosa de la vida.
Hans Sandhurst vió a la muchacha beberse su ron de un solo tra­go; la dorada piel se le había enrojecido y respiraba con fuerza. Esta­ba como poseída por una sagrada cólera. Llamo a voces y pidió más ron. El hombre que había hablado seguía sonriendo. Hans no había tocado su bebida. Pero Miguel sí bebió, y al terminar su trago empezó a palidecer, a ponerse lívido, casi verde. Pidió permiso y se paró. No pudo llegar; sin embargo, adonde iba, porque a unos pasos de la mesa se agarró a una silla y comenzó a vomitar; después trató de sentarse, se apoyó más en la silla y se dobló sobre sí mismo. —Su amigo está enfermo —dijo Sandhurst. A lo que el otro respondió: —Demasiada bebida, eso es todo.
A Hans le repugnó ese comentario ligero. No quería seguir allí. —Me voy —dijo al tiempo de levantarse.
Pero la muchacha le sujetó de un brazo. —No, no puedes irte ahora. Yo he pedido un trago. Además, yo quiero beber, necesito beber. —Muy bien, pero no aquí —explicó Hans. —No, aquí no, en otro sitio —aceptó ella.
Y fue así como a las dos y media de la mañana, todavía con una luna resplandeciente que permitía ver uno por uno los techos de La Guaira bajo ellos, Hans Sandhurst y la muchacha salieron al aire de la noche, en pos de un lugar donde no vieran la dura sonrisa de aquel hombre que había proclamado, entre grumos de alcohol, el triunfo del instinto vital sobre la tierra. Con la cabeza entre las rodillas, el joven seguía vomitando.
Todavía a esa hora nada realmente importante había sucedido, de manera que si Hans Sandhurst se hubiera ido a dormir entonces, o la tragedia no se habría producido o él la hubiera ignorado. Pero no tuvo voluntad para recogerse.. Ya se hallaba atraído por la intri­gante personalidad de la muchacha, por su cambiante naturaleza, que había ido revelándose tan lentamente y que, sin embargo, po­día entreverse como en verdad atractiva. Eso explica que una hora más tarde estuvieran sentados a una tosca mesa en otro botiquín, un mísero saloncito situado en el camino del aeropuerto, atendi­do por una mestiza gorda y entrada en años, de cara adusta y per­petuo cigarrillo en la boca. Había allí tres o cuatro hombres del pueblo bebiendo cerveza, sin duda trasnochadores habituales, que miraban a la muchacha con ojos lascivos y hablaban entre risotadas. La muchacha había bebido sin parar. Hans Sandhurst temía que se emborrachara.

Pues en la mente de esa compañera de una noche estaba pro­duciéndose una obsesión, acaso algo parecido a los huracanes tro­picales que cruzaban devastadores, de tarde en tarde, por ese mismo mar Caribe que golpeaba sin cesar las orillas rocosas de La Guaira. El hombre aquel había dicho: “Nosotros, los seres humanos, nos perdemos en la muerte, en la nada”; y esas palabras giraban sin tre­gua en el cerebro de la muchacha, e iban formando allí un núcleo que arrastraba poco a poco todas sus ideas y sus emociones, como el núcleo del huracán arrastra los vientos y los pone a girar en torno suyo. Y era así, según lo entendía Hans, porque a menudo -con mayor frecuencia a medida que aumentaba el número de tragos que ingería- ella le sujetaba un brazo y mirándole con angustia, y hasta con cierta expresión de terror en los ojos, preguntaba: —¿Es verdad que nos perderemos en la muerte, Hans; que nos perderemos en la nada?
El hecho de que él respondiera negativamente no parecía ha­cerle efecto; volvía al tema con obstinación creciente. —Yo tengo un lindo recuerdo, un solo recuerdo bonito en mi vida, Hans, pero va a perderse, va a desaparecer cuando me muera. ¡Mi recuerdo va a morir, Hans, va a volverse nada también!
El comenzaba a sentirse cansado. El terrible calor del Caribe había sido durante todo el día más fuerte que nunca; refrescó algo durante la noche, cuando estaban allá arriba, en el otro botiquín, pero ahora parecía haber vuelto y en verdad le abrumaba. La idea de ese recuerdo muriendo, desapareciendo en la nada; iba por mo­mentos convirtiéndose, en la cabeza de la muchacha, en una espe­cie de cantinela de borracho, lo cual desagradaba a Hans. Las caras de aquellos hombres que tenían ojos tan lascivos, y sus risotadas y su palabrotas, le causaban disgustos, como le disgustaba la torva faz de la gruesa dueña. —¡Vámonos! —dijo angustiado. La muchacha no le contradijo. Le miró con humildad, más propiamente, con amorosa humildad. El se había puesto en pie y ella se paró también. Era alta, de piel juvenil, bonita, de linda boca, de nariz fina, de ojos oscuros, de brillante pelo corto y negro. Sin embargo, en tal momento parecía muy desamparada y Hans estaba seguro de que inesperadamente se pondría a llorar. Salieron. Hasta la puerta se asomaron dos de aquellos hombres para verlos, y cuando doblaron la esquina Hans volvió el rostro; la gorda mestiza les seguía con los ojos. Las míseras callejas se veían solitarias. Uno que otro perro ladraba, tal vez al paso de ellos, y a la luz de un farol había una pareja de policías. Caminaban en silencio. Y de pronto sucedió lo que él temía: ella se agarró a su hombro de­recho y comenzó a sollozar. Sufría con toda el alma, de eso no cabía duda; su cuerpo entero se conmovía a los sollozos. —¡Hans, mi único recuerdo bonito va a perderse! —dijo. El segundo oficial del “Trodheim” había aprendido que en el Caribe hay dos maneras de ejercer la autoridad; una muy am­plia, cuando se vive democráticamente, y otra muy exigente, cuan­do se vive bajo dictaduras. Pensaba que si aquellos dos policías les veían y creían que ellos estaban besándose o acariciándose en plena vía, en las calles de La Guaira, considerarían que estaban burlándose de su autoridad y nadie sabía lo que podría ocurrir. Por eso se impa­cientó:
—Eso es tonto —dijo—; es tonto estar llorando por un recuerda que no ha desaparecido aún. Creo que esto debe acabarse ya. Vamos.

Entonces ella levantó la cabeza y dejó de llorar. Todavía le co­rrían lágrimas por las mejillas, pero no lloraba ya; al contrario, la ira y el asombro, o si se prefiere, el disgusto y la sorpresa se mezclaban, en su expresión. —¡Vete tú! —dijo. Y se plantó en la calle. La noche comenzaba a desvanecerse. Sin duda era bastante más tarde de las cuatro y Hans sabía que a las cinco sería día claro ya. De la luna sólo quedaba un resplandor; las estrellas perdían brillo y su vívido color amarillo iba cediendo con bastante rapidez. Hans Sand­hurst debía llegar a su barco. Por lo demás, esa muchacha se había embriagado. Así que aceptó su orden y rompió a andar. Caminó cincuenta pasos, tal vez sesenta, y de pronto sintió que ella corría tras él, que se le acercaba en carrera desenfrenada, llamándole casi a gritos: —¡Hans, Hans, Hans!
Él se detuvo. Se oían con toda limpieza los pasos de la joven en el pavimento, y resonaban en la bóveda silenciosa de la noche. Al llegar donde él se hallaba se tiró a su pecho, otra vez llorando, sacudida por el llanto. En ese momento él pensó preguntarle dónde vivía para llevarla a dormir, o decirle que lo dejara tranquilo porque él se encaminaba a su barco. Pero no hizo ninguna de esas dos cosas: lo que hizo fue pasarle la mano por la cabeza, alisándole su corto pelo negro, y dejarla desahogarse en lágrimas. Así pasaron tal vez diez minutos, al cabo de los cuales ella dijo: —Hans, el hombre ten la razón; él era el que tenía razón. Maquinalmente echaron ambos a andar; lo hacían despaciosa­mente y en silencio. Ya empezaba a notarse el próximo nacimiento del día, a pesar de lo cual las callejas surgían solitarias. Iban hacia los muelles. Se oía el mar, retumbando en su ir y venir, como una lejana artillería en acción. Y de pronto, al paso de la pareja se le­vantó una corta bandada de palomas que picoteaban en la calle. Eran seis, tal vez siete, quizá ocho. Ambos alzaron los ojos para ver las. Y una de las palomas, totalmente blanca como un ave de már­mol, dejó seguir a la bandada y se posó en el alambre del alumbrado. Fué una desdichada casualidad que acertara a poner sus rojas patitas en un alambre pelado. Pero ocurrió, y de golpe, igual que abatida por un rayo, la linda ave aleteó, como si no hubiera podido despren­derse, y cayó pesadamente a tierra.
Fue un pequeño pero extraño suceso. El cielo ten la ese tinte verde amarillo de los amaneceres en el trópico, y las casas, los postes de luz, todo lo que sobresalía se veía recortado contra él. Así también se vió la paloma cuando estuvo en el alambre. Pero abajo, al caer, era posible distinguirla en detalle, con sus párpados grises, su pico de coral, sus blancas plumas tan limpias. En el paroxismo de la muerte tembló durante unos segundos. La muchacha había corri­do y la había levantado. Expiró en sus manos. De rodillas, con la paloma en las palmas, como quien ofrenda a un Dios colérico, ella estaba frente a Hans y su rostro expresaba el enorme terror de quien está frente a un verdugo. —¡Hans, Hans, aquí está; mírala, Hans, muerta, muerta como me moriré yo, muerta como decía el hombre! Así dijo la muchacha; y en tal momento lloraba. Hans iba a co­gerla de un brazo y a decirle que caminara, que eso no tenía impor­tancia. Pero en tal momento ella volvió los ojos hacia el mar. La calle iba en descenso, bordeada de aceras desiguales, y al final, ya dando al mar, se veía un perro que hurgaba en un latón de basura. Todo eso lo vió Hans antes de que ella actuara. Y de pronto la mu­chacha se incorporó, miró con ojos de loca, con ojos de un miedo cerval, irresistible, al hombre que estaba allí, frente a ella; y sin soltar la paloma, con evidente frenesí, se echó a correr en dirección al mar. A la naciente claridad del día se veía el color naranja de su traje batido por la brisa del amanecer. El segundo oficial del “Trodheim” pensó: “Se va a su casa”. De ahí el asombro con que vió a la mucha­cha seguir en línea recta por el muelle y saltar. Cuando él llegó, algu­nos hombres y un policía daban carreras y voces, y era inútil ya tra­tar de lanzarse tras ella. Una sola vez vieron algo de la suicida: sus dos manos al pie de una ola. Todavía sujetaba en ellas la paloma muerta. Hans Sandhurst se quedó allí, oyendo comentar atolondrado. Mucho después que salió el sol se encaminó a un bar y pidió cerveza. No tenía hambre ni sueño ni sed, pero debió tomarse seis cervezas. Tardó tiempo en pensar que el asunto podía tener complicaciones, pues en dos lugares la muchacha había sido vista con él. Por eso cuando llegó al “Trodheim”, casi a las nueve de la mañana, llamó al primer oficial y habló largamente con él. El primer oficial no le inte­rrumpió ni una sola vez; oyó todo el relato y al final dijo: —Será mejor que veamos al capitán, Sandhurst. El capitán usaba lentes y su rostro aguzado, pálido, no dió señal de emoción alguna mientras oía la historia. Sólo cuando su segundo oficial terminó de hablar hizo un comentario, que en su len­gua nativa sonó extrañamente a los oídos de Sandhurst. Dijo: —No veo razón para preocuparse, Sandhurst. Y en cuanto al móvil del suicidio entiendo que no fueron las palabras de aquel hom­bre lo que la trastornaron. Seguramente había otros motivos que us­ted desconoce. Para su buen gobierno debo decirle que las gentes de estos pueblos mestizos no tienen tan alta sensibilidad ante las ideas como nosotros. Vaya a hacerse cargo de su trabajo.

Sí; eso fue lo que dijo, y para Hans Sandhurst no podían ser más estúpidas esas palabras. Por eso cuando se fue a su camarote buscó entre sus papeles la tarjeta del capitán italiano y se puso a escribirle. No tenía nada de improbable que el destinatario de la carta se asombrara cuando leyera la frase final. Decía así: “Si en verdad hay camarones y usted desea participar en el negocio, hágamelo sa­ber. Es preferible vivir en estos países, donde todavía hay gente capaz de vivir la vida hasta la muerte, aunque sean mestizas”.
Cuando salió a cubierta los lingadores hablaban a gritos del su­ceso. Uno preguntaba:
—¿Y quién era?
Otro respondía:
—No se sabe; dicen que era de Caracas.

Pero para Hans Sandhurst ella sería siempre “la muchacha de La Guaira”.

Friday, January 01, 2010

JESUCRISTO

Rufino Tamayo. Litografía.

PRESENTACION:

El verano es una buena época para leer. Como lector entusiasta, sin otros títulos, les propondré la lectura de algunos de mis cuentos preferidos, que no son necesariamente populares y que ya mencioné en artículos anteriores. Comenzaré con “Jesucristo”, un cuento del uruguayo Juan José de Soiza-Reilly, que hizo carrera como periodista y escritor en Argentina y que recordé en “El alma de los perros”, publicado en junio de 2006. En esa época el cuento no estaba en Internet, de modo que no pude recomendar su lectura. Como actualmente se encuentra publicado en dos sitios, puedo compartirlo con nuestros lectores.

JUAN JOSE DE SOIZA-REILLY
"JESUCRISTO
-Oíd…
Dijo la Scheherezada de los cuentos modernos. Y comenzó su cuento.
-¿Habéis visto alguna vez un perro triste, flaco, sucio? Un perro de esos que al pasar os miran con gestos que tienen la actitud de manos limosneras? Bueno. Pues, éste era, un perro así. Pero tan triste, pero tan flaco, pero tan sucio, que más que perro parecía hombre…
-Gracias, señora.
-Sí, sí, Más que perro parecía hombre. Todos los estragos de la vida se habían acumulado sobre aquella piel llena de mugre, de sarna, de insectos. Su desdicha era grande. El nombre le pesaba como una montaña: se llamaba Judas. Su cuerpo era disforme. ¿Había cometido algún delito para nacer con ese cuerpo refractario a los mimos, a la estética, a la higiene? ¿Qué pecados atávicos expiaba? No lo sabía. Tampoco se preocupaba de saberlo. Vivía, Y con la vida tenía de sobra, puesto que lo agobiaba como la fatiga de un trabajo enorme. Nunca se había mirado en los espejos, pero adivinaba su fealdad en la repulsión de las perritas, encantadoras y coquetas, que se alejaban de él como de la amenaza de una piedra... Se hastió, Y el cansancio de vivir engrandeció su pequeñez. La repugnancia de la vida trae consigo el desprecio de la muerte. Y esto eleva...

Un día hubo en sus pupilas una irrupción de chispas. «Basta», se dijo. Con el último puntapié que le aplicaron sintió gotear en los subterráneos de su corazón la, dulce frialdad del odio. Desde entonces odió. Odió mucho. Odió tanto, que hasta en los ojos se parecía a los hombres...
Abandonó las calles pobladas. Huyó de las gentes. Se internó en los barrios solitarios y obscuros, por donde la luna nunca pasa por temor á los crímenes. Siguió hacia el campo, en busca de la pampa deseada. Por la noche ladraba, con ladridos huecos, largos, que eran como responsos. Quería ir lejos. Muy lejos. Más allá de la cuna del sol.
Andaba sin cesar. Cierta madrugada encontróse con un perro escuálido, cubierto de barro. No se dijeron ni un sólo ladrido. Pero se comprendieron. La confraternidad de la miseria los unió. En silencio, siguieron caminando... .
Pronto se aproximó otro perro. Y después otro. Y otro. Muchos. Muchos. Judas se detuvo, Echóse debajo de un árbol y cantó canciones caninas, inspiradas en la hiél de su espíritu y en el furor de su filosofía... Los perros más miserables de las inmediaciones acudían á oírlo. Eran muchísimos. Y todos roñosos. Con caras de hambre. Caras muy humanas... Llegaban solos, y se amontonaban para escuchar. Austeros, Mudos. Misteriosos. Formaban en torno de Judas un círculo de ojos de locura y de belfos de rabia. ¿De dónde venían? Misterio... Ni uno sólo estaba limpio. Ni uno sólo tenía en las venas sangre azul. Desgreñados, con la piel tatuada de mataduras y las colas tronchadas, oían á Judas con devoción de estatuas. Éste los magnetizaba con el fluido de su vieja laringe. Cuando ladraba, aquellos corazones vivían su propia vida. Vida de encono, de maldición, de odio.
A medida que los días pasaban, las predicaciones diabólicas de Judas atraían mayor número de perros. Y todos sucios. Pero muy sucios. Más sucios todavía de lo que podéis imaginaros. Se hubiera dicho que el advenimiento de este hermano de Job, que poseía la elocuencia de las llagas, el sólido argumento de su dolor y la fuerza de su debilidad, era para los otros perros infelices una esperanza de cielo fértil; una ventana abierta sobre las murallas de otro mundo mejor...
Judas, ubicado en aquel campo vacío, bajo la protección de un ombú maternal, tomaba tan amplias dimensiones morales, que al verlo se pensaba si sería un redentor ó quizá un loco... Ningún ser humano pasaba por allí. Era un campo maldito, sin más dueño que el sol, que se recreaba en él como en un baño.., Desde pueblos lejanos, terribles turbas de perros sarnosos venían á beber las doctrinas de Judas. Los que habían perdido la vista ó carecían de voluntad en las patas, se abandonaban al impulso de la cohorte furibunda, que con resoplidos de huracán los impelía, arrastrándoles, hasta el sitio donde Judas ladraba. Veíanse perras y perros flacos, sin dientes, mostrando las costillas a través de su cuero. Perras y perros con úlceras grises, de las que manaba un pus sanguinolento. ¿Qué estricnina de desesperación se había infiltrado en aquellos organismos sin salud? ¿Qué potencia –de imán había en el fondo de un ladrido de Judas?... En pocos días congregó a su alrededor miles y miles de perros. Estaban con él de día y de noche. Siempre en silencio. Sin moverse. Oyendo... Y era delicioso ver cómo esos canes sufrían de hambre y no se quejaban ni gruñían.
Por fin, una tarde la caravana de perros vagabundos vibró en un intenso escalofrío. Judas, parado sobre sus cuatro patas y con la cabeza en alto, había exhalado un ladrido tan formidable, que su grey sintió caer sobre sí algo que era... ¿como qué? Como si el cielo con astros y con nubes, con truenos y con rayos, se desplomara todo entero sobre las plegarias de la tierra...
Judas echó á correr. Corría en un galope febril de perro hidrófobo.
Atrás de Judas la tromba de perros volaba como una horda de soldados de Atila. ¿Adonde iban? Era un secreto. ¿Se conoce acaso la tumba de los vientos? Avanzaban con rumbo a las lejanías. Nubes de polvo espeso flotaban sobre aquella impetuosa tempestad de perros. Iban detrás de Judas, cojeando, estropeados, furiosos, ladrando, muñéndose en el camino. Caían como moscas. Los demás se esforzaban en marchar adelante, resignados, como si los llevaran á saciar su propia sed.,. Pero lo más bello de esta escena macabra era la canción espantosa de ladridos que los perros entonaban en su carrera bárbara. Figuraos un himno de quejas y alaridos cantado por treinta mil perros sarnosos y mugrientos que corrían sin saber adónde, lanzando al aire el trágico dolor de sus heridas. Iban llegando á un pueblo. Judas se apresuró. Estaba á la cabeza. Sufría mucho. Las llagas se le abrían y la piel se le empapaba en sangre. Mirándole de cerca causaba la impresión de un jirón de carne cruda, ó de un inmenso hígado fresco que tuviera patas...

Al dar vuelta á un sendero de cardos, Judas vio ante sus pasos un niño que jugaba con una rama de árbol, la cual, llena de espinas secas, al par que era un juguete era también un arma... El niño divisó al perro. No se inmutó siquiera, porque aun no veía la perrada. Por eso, cuando Judas fue á pasar á su lado, el niño, sonriendo en su alegría infantil, esgrimió la rama y la dejó caer con fuerza sobre la cabeza lamentable del triste precursor. Cayó. Su cráneo estaba abierto como un coco. Estiró las patas. Y no dijo nada, porque, como Iocanán, tenía talento. Supo morir. La turba de perros, cansada y sudorosa, fue llegando. Se detuvo ante el cadáver. ¿Era verdad? ¿Había muerto? Todos querían ver. Y cuando vieron, hubo en la aspereza de sus almas perrunas una procesión de minutos solemnes. El alma de los perros crujía de dolor. Los perros lloraban. No lloraban por la muerte de Judas. Lloraban por la muerte dé sus esperanzas. El redentor se había burlado de ellos, puesto que se moría antes de darles la tierra prometida. Aquella ventana abierta sobre la muralla de otra vida mejor, quedaba clausurada para siempre. Cuando callaron, se comprendieron. Sentían odio hacia aquel perro que había sido tan perro como ellos. Además, tenían hambre... Y como en un delirio organizaron un desfile silencioso, vertiginoso, pavoroso, frente á los restos de Judas, y frente al niño que los con-templaba. Y pasaron... Al pasar cada perro, con un visaje de profanación, tendía el hocico hacia el cadáver de Judas, y le daba un mordisco asesino, arrancándole un trozo de cuerpo ó de carne viva. Asi desfilaron todos. Todos comieron de él. Ninguno dejó de ostentar en la boca y deglutir rápidamente un despojo, aunque fuera pequeño, de aquel que los había sugestionado con la elocuencia de su propia angustia. Se lo dividieron en piltrafas. Más eran tantos, que los últimos se conformaron con lamer las huellas de la sangre ó de los sesos que blanqueaban el césped como una simbólica polución estéril. Otros devoraron los huesos. Eran huesos tan viejos, tan podridos, que se derretían en la boca cual si fueran terroncitos de azúcar.

Después la grey se dispersó corriendo. Entretanto, el niño matador, arrodillado junto á la mancha roja, sollozaba. Á la distancia, dibujábase sobre el cielo azul la rabiosa disparada de los perros, que se perdían allá, más allá del cielo; detrás del horizonte, Unos por aquí. Otros por acullá. Pero solos. Fantásticos. Corriendo desunidos para siempre. Condenados a vagar por el mundo con los ojos tristes, la cola entre las patas, la sarna entre el pellejo, el odio en el alma, y un pedazo de Cristo en el estómago…

Desde entonces, los perros tristes, flacos y sucios, se parecen en el alma a los hombres.
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