Sunday, February 21, 2010

ESTOY EN PUERTOMARTE SIN HILDA


Esta fotografía. como ya advirtió, es del ex Presidente de Estados Unidos de Norteamérica, George W. Busch y me viene como anillo al dedo, para ilustrar este post. La encontré entre las imágenes de Google, como ejemplo de “una sonrisa estúpida”, como la que Isaac Asimov atribuye a Max, su personaje, hacia el final del relato que publicaré a co continuación.



PRESENTACION:

“Estoy en Puertomarte sin Hilda”, es el título del libro y de uno de los cuentos de Isaac Asimov, publicado en español por Alianza Editorial, en 1972. Asimov incursionó con éxito en el género de ciencia ficción. Ambientada en Marte, es una historia sencilla, que, reemplazando las menciones a tecnologías del futuro, le pudo ocurrir a cualquiera, en cualquier lugar y época. Lo incluyo porque debo al autor, como divulgador científico, gran parte de lo que se del universo. ¿Les cuento el final?: “Y entonces me volví e hice la cosa más difícil de toda mi vida…. Conseguí sonreír”.


ISAAC ASIMOV:
ESTOY EN PUERTOMARTE SIN HILDA

Todo empezó como un sueño. No tuve que preparar nada, ni disponer las cosas de antemano. Me limité a observar cómo todo salía por sí solo... Tal vez eso debería haberme puesto sobre aviso, y hacerme presentir la catástrofe.

Todo empezó con mi acostumbrado mes de descanso entre dos misiones. Un mes de trabajo y un mes de permiso constituye la norma del Servicio Galáctico. Llegué a Puertomarte para la espera acostumbrada de tres días antes de emprender el breve viaje a la Tierra.

En circunstancias ordinarias, Hilda, que Dios la bendiga, la es­posa más cariñosa que pueda tener un hombre, hubiera estado allí esperándome, y ambos hubiéramos pasado tres días muy agradables y tranquilos... un pequeño y dichoso compás de espera para los dos. La única dificultad para que esto fuera posible consistía en que Puertomarte era el lugar más turbulento y ruidoso de todo el Sistema, y un pequeño compás de espera no es exactamente lo que mejor encaja allí. Pero... ¿cómo podía explicarle eso a Hilda?

Pues bien, esta vez, mi querida mamá política, que Dios la ben­diga también (para variar), se puso enferma precisamente dos días antes que yo arribase a Puertomarte, y la noche antes de desembarcar recibí un espaciograma de Hilda comunicándome que tenía que quedarse en la Tierra con mamá y que, sintiéndolo mucho, no podía acudir allí a recibirme.

Le envié otro espaciograma diciéndole que yo también lo sentía mucho y que lamentaba enormemente lo de su madre, cuyo estado me inspiraba una gran ansiedad (así se lo dije). Y cuando desem­barqué...¡Me encontré en Puertomarte y sin Hilda!

De momento me quedé anonadado; luego se me ocurrió llamar a Flora (con la que había tenido ciertas aventurillas en otros tiem­pos), y con este fin tomé una cabina de vídeo... sin reparar en gastos, pero es que tenía prisa.

Estaba casi seguro que la encontraría fuera, o que tendría el videófono desconectado, o incluso que habría muerto.

Pero allí estaba ella, con el videófono conectado y, por toda la Galaxia, lo estaba todo menos muerta.

Estaba mejor que nunca. El paso de los años no podía marchi­tarla, como dijo una vez alguien, ni la costumbre empañar su cambiante belleza.
¡No estuvo poco contenta de verme! Alborozada, gritó:
—¡Max! ¡Hacía años que no nos veíamos!
—Ya lo sé, Flora, pero ahora nos veremos, si tú estás libre. ¿Sabes qué pasa? ¡Estoy en Puertomarte y sin Hilda!
Ella chilló de nuevo:
—¡Estupendo! Entonces ven inmediatamente.
Yo me quedé bizco. Aquello era demasiado.
—¿Quieres decir que estás libre... libre de verdad?

El lector debe saber que a Flora había que pedirle audiencia con días de anticipación. Era algo que se salía de lo corriente. Ella me contestó:
—Oh, tenía un compromiso sin importancia, Max, pero ya lo arreglaré. Tú ven.
—Voy volando —contesté, estallando de puro gozo.

Flora era una de esas chicas... Bien, para que el lector tenga una idea, le diré que en sus habitaciones reinaba la gravedad marciana: 0,4 respecto a la normal en la Tierra. La instalación que la liberaba del campo seudo-gravitatorio a que se hallaba sometido Puertomarte era carísima, desde luego, pero si el lector ha sostenido al­guna vez entre sus brazos a una chica a 0,4 gravedades, sobran las explicaciones. Y si no lo ha hecho, las explicaciones de nada sirven. Además, le compadezco.

Es algo así como flotar en las nubes.

Corté la comunicación. Sólo la perspectiva de verla en carne y hueso podía obligarme a borrar su imagen con tal celeridad. Salí corriendo de la cabina.

En aquel momento, en aquel preciso instante, con precisión de décimas de segundo, el primer soplo de la catástrofe me rozó.

Aquel primer barrunto estuvo representado por la calva cabeza de aquel desarrapado de Rog Crinton, de las oficinas de Marte, calva que brillaba sobre unos grandes ojos azul pálido, una tez cetrina y un desvaído bigote pajizo. No me molesté en ponerme a gatas y tratar de enterrar la cabeza en el suelo, porque mis vacacio­nes acababan de comenzar en el mismo momento en que había descendido de la nave.
Por lo tanto, le dije con una cortesía normal:
—¿Qué deseas? Tengo prisa. Me esperan.
Él repuso:
—Quien te espera soy yo. Te he estado esperando en la rampa de descarga.
—Pues no te he visto.
—Tú nunca ves nada.
Tenía razón, porque al pensar en ello, me dije que si él estaba en la rampa de descarga, debería haberse quedado girando para siempre, porque había pasado junto a él como el cometa Halley rozando la corona solar.
—Muy bien —dije entonces—. ¿Qué deseas?
—Tengo un trabajillo para ti.
Yo me eché a reír.
—Acaba de empezar mi mes de permiso, amigo.
—Pero se trata de una alarma roja de emergencia, amigo —re­puso él.
Lo cual significaba que me quedaba sin vacaciones, ni más ni menos. No podía creerlo. Así que le dije:
—Vamos, Rog. Sé compasivo. Yo también tengo una llamada de urgencia particular.
—No puede compararse con esto.
—Rog —vociferé—. ¿No puedes encontrar a otro? ¿Es que no hay nadie más?
—Tú eres el único agente de primera clase que hay en Marte.
—Pídelo a la Tierra entonces. En el Cuartel General tienen agentes a montones.
—Esto tiene que hacerse antes de las once de esta misma ma­ñana. Pero, ¿qué pasa? ¿Acaso no tienes que esperar tres días?
Yo me oprimí la cabeza. ¡Qué sabía él!
—¿Me dejas llamar? —le dije.
Tras fulminarlo con la mirada, volví a meterme en la cabina y dije:
—¡Particular!
Flora apareció de nuevo en la pantalla, deslumbrante como un espejismo en un asteroide. Sorprendida, dijo:
—¿Ocurre algo, Max? No vayas a decirme que algo va mal. Ya he anulado el otro compromiso.
—Flora, cariño —repuse—, iré, iré. Pero ha surgido algo.
Ella preguntó con voz dolida lo que ya podía suponerme, y yo contesté:
—No, no es otra chica. Donde estás tú, las demás no cuentan. ¡Cielito! —Sentí el súbito impulso de abrazar la pantalla de vídeo, pero comprendí que eso no es un pasatiempo adecuado para adultos—. Una cosa del trabajo. Pero tú espérame. No tardaré mucho.
Ella suspiró y dijo:
—Muy bien.
Pero lo dijo de una manera que no me gustó, y que me hizo temblar.

Salí de la cabina con paso vacilante y me encaré con aquel pel­mazo:
—Muy bien, Rog, ¿qué clase de embrollo me han preparado?

Nos fuimos al bar del espacio-puerto y nos metimos en un reser­vado. Rog me explicó.
—El Antares Giant llega procedente de Sirio dentro de exacta­mente media hora; a las ocho en punto.
—Muy bien.
—Descenderán de él tres hombres, mezclados con los demás pa­sajeros, para esperar al Space Eater, que tiene su llegada de la Tierra a las once y sale para Capella poco después. Estos tres hom­bres subirán al Space Eater, y a partir de ese momento quedarán fuera de nuestra jurisdicción.
—Bueno, ¿y qué?
—Entre las ocho y las once permanecerán en una sala de espera especial, y tú les harás compañía. Tengo una imagen tridimensional de cada uno de ellos, con el fin que puedas identificarlos. En esas tres horas tendrás que averiguar cuál de los tres transporta contrabando.
—¿Qué clase de contrabando?
—De la peor clase. Espaciolina alterada.
—¿Espaciolina alterada?

Me había matado. Sabía perfectamente lo que era la espaciolina. Si el lector ha viajado por el espacio también lo sabrá, sin duda. Y para el caso que no se haya movido nunca de la Tierra, le diré que todos los que efectúan su primer viaje por el espacio la necesi­tan; casi todos la toman en el primer viaje que realizan; y muchísi­mas personas ya no saben prescindir jamás de ella. Sin ese producto maravilloso, se experimenta vértigo cuando se está en caída libre, algunos lanzan chillidos de terror y contraen psicosis semi-permanentes. Pero la espaciolina hace desaparecer completamente estas molestias y sus efectos. Además, no crea hábito; no posee efectos perjudiciales secundarios. La espaciolina es ideal, esencial, insusti­tuible. Si el lector lo duda, tome espaciolina. Rog continuó:
—Exactamente. Espaciolina alterada. Sólo puede alterarse me­diante una sencilla reacción que cualquiera es capaz de realizar en el sótano de su casa. Entonces pasa a ser una droga y se administra en dosis masivas, convirtiéndose en un terrible hábito desde la primera toma. Se la puede comparar a los más peligrosos alcaloides que se conocen.
—¿Y acabamos de descubrirlo precisamente ahora, Rog?
—No. El Servicio conocía la existencia de esa droga desde hace años, y hemos evitado que este peligroso conocimiento se difundie­se, manteniendo en el mayor secreto los casos en que se ha hallado droga. Pero ahora las cosas han llegado demasiado lejos.
—¿En qué sentido?
—Uno de los tres individuos que se detendrán aquí transporta cierta cantidad de espaciolina alterada sobre su persona. Los quími­cos del sistema de Capella, que se encuentra fuera de la Federación, la analizarán y averiguarán la manera de producirla sintéticamente. Después de esto nos encontraremos enfrentados con el dilema de tener que luchar contra la peor amenaza que jamás han provocado los estupefacientes, o tener que suprimir el peligro suprimiendo su causa.
—¿La espaciolina?
—Exacto. Y si suprimimos la espaciolina, de rechazo suprimi­mos los viajes interplanetarios.
Me resolví a poner el dedo en la llaga:
—¿Cuál de esos tres individuos lleva la droga?
Rog sonrió con desdén.
—¿Crees que te necesitaríamos si lo supiésemos? Eres tú quien tiene que averiguarlo.
—Me encargas una misión muy arriesgada.
—En efecto; si te equivocas de individuo te expones a que te corten el pelo hasta la laringe. Cada uno de esos tres es un hombre importantísimo en su propio planeta. Uno de ellos es Edward Harponaster; otro, Joaquin Lipsky, y el tercer es Andiamo Ferrucci. ¿Qué te parece?

Tenía razón. Yo conocía aquellos tres nombres. Probablemente el lector los conoce también; y no podía poner la mano encima de ninguno de ellos sin poseer sólidas pruebas, naturalmente.
—¿Y uno de ellos se ha metido en un negocio tan sucio por unos cuantos...?
—Este asunto representa trillones —repuso Rog—, lo cual quiere decir que cualquiera de ellos lo haría con mucho gusto. Y sabemos que es uno de ellos, porque Jack Hawk consiguió averi­guarlo antes que le matasen...
—¿Han matado a Jack Hawk?

Durante un minuto me olvidé de la amenaza que pesaba sobre la galaxia a causa de aquellos traficantes de drogas. Y casi, casi, llegué a olvidarme también de Flora.
—Sí, y lo asesinaron a instigación de uno de esos tipos. Tú tienes que descubrirlo. Si nos señalas al criminal antes de las once, cuenta con un ascenso, un aumento de sueldo y la satisfacción de haber vengado al pobre Jack Hawk. Y, por ende, habrás salvado a la galaxia. Pero si señalas a un inocente, crearás un conflicto interestelar, perderás el puesto, y te pondrán en todas las listas negras que hay entre la Tierra y Antares.
—¿Y si no señalo a ninguno de ellos? —pregunté.
—Eso sería como señalar a uno inocente, por lo que se refiere al Servicio.
—O sea que tengo que señalar a uno, pero sólo al culpable, de lo contrario mi cabeza está en juego.
—Harían rebanadas con ella. Estás empezando a comprender, Max.

En una larga vida de parecer feo, Rog Crinton nunca lo había parecido tanto como entonces. Lo único que me consoló al mirarle fue pensar que él también estaba casado y que vivía con su mujer en Puertomarte todo el año. Y se lo tenía muy merecido. Tal vez me mostraba demasiado duro con él, pero se merecía aquello.

Así que perdí de vista a Rog, me apresuré a llamar a Flora.
—¿Qué pasa? —me preguntó ella.
—Verás, cielito —le dije—, no puedo contártelo ahora, pero se trata de un compromiso ineludible. Ten un poco de paciencia, que terminaré este asunto en seguida, aunque tenga que recorrer a nado todo el Gran Canal hasta el casquete polar en ropa interior, ¿sa­bes?, o arrancar a Fobos del cielo... o cortarme en pedacitos y enviarme como paquete postal.
—Vaya —dijo ella, con un mohín de disgusto—, si hubiese, sa­bido que tenía que esperar...
Yo di un respingo. Flora, a pesar de su nombre, no era de esas chicas que se impresionan por la poesía. En realidad, ella sólo era una mujer de acción... Pero, después de todo, cuando flotase en brazos de la gravedad marciana en un mar perfumado con jazmín y en compañía de Flora, la sensibilidad poética no sería precisamente la cualidad que yo consideraría más indispensable.

Con una nota de urgencia en la voz, dije:
—Por favor, espérame, Flora. No tardaré. Después ya recupera­remos el tiempo perdido.

Estaba disgustado, desde luego, pero todavía no me dominaba la preocupación. Apenas me había dejado Rog, cuando concebí un plan para descubrir cuál era el culpable.

Era muy fácil. Estuve a punto de llamar a Rog para decírselo, pero no hay ninguna ley que prohiba que la cerveza se suba a la cabeza y que el aire contenga oxígeno. Lo resolvería en cinco minu­tos y luego me iría disparado a reunirme con Flora; con cierto retraso tal vez, pero con un ascenso en el bolsillo, un aumento de sueldo en mi cuenta y un pegajoso beso del Servicio en ambas me­jillas.

Mi plan era el siguiente: los magnates de la industria no suelen viajar mucho por el espacio; prefieren utilizar el transvídeo. Cuando tienen que asistir a alguna importante conferencia interestelar, como era probablemente el caso de aquellos tres, tomaban espaciolina. No estaban suficientemente acostumbrados a viajar por el espacio para atreverse a prescindir de ella. Además, la espacio­lina es un producto carísimo, y los grandes potentados siempre quieren lo mejor de lo mejor. Conozco su psicología.
Eso sería perfectamente aplicable a dos de ellos. No obstante, el que transportaba el contrabando no podía arriesgarse a tomar espa­ciolina... ni siquiera para evitar el mareo del espacio. Bajo la influencia de la espaciolina, podría revelar la existencia de la droga; o perderla; o decir algo incoherente que luego resultase compromete­dor. Tenía que mantener el dominio de sí mismo en todo momento.

Así de sencillo era. Me dispuse a esperar.

El Antares Giant arribó puntualmente, y yo esperé con los mús­culos de las piernas en tensión, para salir corriendo en cuanto hu­biese puesto las esposas al inmundo y criminal traficante de drogas y me hubiese despedido de los otros dos eminentes personajes.


El primero en entrar fue Lipsky. Era un hombre de labios carno­sos y sonrosados, mentón redondeado, cejas negrísimas y cabello ceniciento. Se limitó a mirarme, para sentarse sin pronunciar pala­bra. No era aquél. Se hallaba bajo los efectos de la espaciolina.
Yo le dije:
—Buenas tardes.
Con voz soñolienta, él murmuró:
—Ardes surrealista en Panamá corazones en misiones para una taza de té. Libertad de palabra.

Era la espaciolina, en efecto. La espaciolina, que aflojaba los resortes de la mente humana. La última palabra pronunciada por alguien sugería la siguiente frase, en una desordenada asociación de ideas.

El siguiente fue Andiamo Ferrucci. Bigotes negros, largo y cerú­leo, tez olivácea, cara marcada de viruelas. Tomó asiento en otra butaca, frente a nosotros.
Yo le dije:
—¿Qué, buen viaje?
Él contestó:
—Baje la luz sobre el testuz del buey de Camagüey, me voy a Indiana a comer.
Lipsky intervino:
—Comercio sabio resabio con una libra de libros en Biblos y edificio fenicios.
Yo sonreí. Me quedaba Harponaster. Ya tenía cuidadosamente preparada mi pistola neurónica, y las esposas magnéticas a punto para ponérselas.

Y en aquel momento entró Harponaster. Era un hombre flaco, correoso, muy calvo, y bastante más joven de lo que parecía en su imagen tridimensional. ¡Y estaba empapado de espaciolina hasta el tuétano!
No pude contener una exclamación:
—¡Atiza!
—Paliza fenomenal sobre mal papel si no tocamos madera en la carretera.
Ferrucci añadió:
—Estera sobre la ruta en disputa por encontrar un ruiseñor.
Y Lipsky continuó:
—Señor, jugaré a ping-pong ante amigos dulces son.
Yo miraba de uno a otro lado mientras ellos iban diciendo tonte­rías en parrafadas cada vez más breves, hasta que reinó el silencio.

Inmediatamente comprendí lo que sucedía. Uno de ellos estaba fingiendo, pues había tenido suficiente inteligencia para compren­der que si no aparecía bajo los efectos de la espaciolina, eso le delataría. Tal vez sobornó a un empleado para que le inyectase una solución salina, o hizo cualquier otro truco parecido.

Uno de ellos fingía. No resultaba difícil representar aquella co­media. Los actores del subetérico hacían regularmente el número de la espaciolina. El lector debe haberlos oído docenas de veces.

Contemplé a aquellos tres hombres y noté que se me erizaban por primera vez los pelos del cuello al pensar en lo que me sucede­ría si no conseguía descubrir al culpable.

Eran las 8,30, y estaban en juego mi empleo, mi reputación, y mi propia cabeza. Dejé de pensar de momento en ello y pensé en Flo­ra. Desde luego, no me esperaría eternamente. Lo más probable era que ni siquiera me esperase otra media hora.

Entonces me dije: ¿sería capaz el culpable de realizar con la misma soltura las asociaciones de ideas, si le hacía meterse en te­rreno resbaladizo?
Así es que dije:
—Estoy tan estupefacto que siento estupefacción.
Lipsky pescó la frase al vuelo y prosiguió:
—Estupefacción estupefaciente dijo el cliente con do re mi fa sol para ser salvado.
—Salvado con estofado de toro de nada sirve la efervescencia con un cañón —dijo Ferrucci.
—Cañones al son dulzón del trombón —dijo Lipsky.
—Bombón astroso —dijo Ferrucci.
—Oso de cal —dijo Harponaster.
Unos cuantos gruñidos y se callaron.

Lo intenté de nuevo, con mayor cuidado esta vez, pensando que recordarían después todo cuanto yo dijese. Por lo tanto, debía esforzarme por decir frases inofensivas.
Dije pues:
—No hay nada como la espaciolina.
Ferrucci dijo:
—La colina de la mina en la Scala de Milán, tan taran, tan...
Yo interrumpí tan ingeniosas palabras y repetí, mirando a Har­ponaster:
—Sí, para viajar por el espacio, no hay nada como la espa­ciolina.
—Avelina con su cama de algodón en rama salta la rana...
Le interrumpí también, dirigiéndome esta vez a Lipsky:
—No hay nada como la espaciolina.
—Melusina toma chocolate con patatas baratas tras los talones de Aquiles.
Uno de ellos añadió:
—Miles de angulas grandes como mulas me tienen que matar.
—Atar después de bailar.
—Hilar muy finas.
—Minas de sal.
—Salga el rey.
—Buey.

Lo intenté dos o tres veces más, hasta que vi que por allí no iría a ninguna parte. El culpable, quienquiera que fuese de los tres, se había ejercitado, o bien poseía un talento natural para efectuar asociaciones de ideas espontáneas. Desconectaba su cerebro y dejaba que las palabras saliesen al buen tun tun. Además, debía saber lo que yo estaba buscando. Si «estupefacción» con su derivado «estupefaciente» no le habían delatado, la repetición por tres veces consecutivas de la palabra «espaciolina» debía haberlo hecho. Los otros dos nada debían sospechar, pero él sí.

¿Cómo conseguiría descubrirlo entonces? Sentí un odio furioso ha­cia él y noté que me temblaban las manos. Aquella asquerosa rata, si se escapaba, corrompería toda la galaxia. Por si fuese poco, era culpable de la muerte de mi mejor amigo. Y por encima de todo esto, me impedía acudir a mi cita con Flora.

Me quedaba el recurso de registrarlos. Los dos que se hallaban realmente bajo los efectos de la espaciolina no harían nada por impedirlo, pues no podían sentir emoción, temor, ansiedad, odio, pasión ni deseos de defenderse. Y si uno de ellos hacía el menor gesto de resistencia, ya tendría al hombre que buscaba.

Pero los inocentes recordarían lo sucedido, al recobrar la luci­dez. Recordarían que los habían registrado minuciosamente mien­tras se hallaban bajo los efectos de la espaciolina.

Suspiré. Si lo intentaba, descubriría al criminal, desde luego, pero yo me convertiría después en algo extraordinariamente pare­cido al hígado trinchado. El Servicio recibiría una terrible repri­menda, el escándalo alcanzaría proporciones cósmicas, y en el atur­dimiento y la confusión que esto produciría, el secreto de la espacio­lina alterada se difundiría a los cuatro vientos, con lo que todo se iría a rodar.

Desde luego, el culpable podía ser el primero que yo regis­trase. Tenía una probabilidad entre tres que lo fuese. Pero no me fiaba.

Consulté desesperado mi reloj y mi mirada se enfocó en la hora: las 9:15.
¿Cómo era posible que el tiempo pasase tan de prisa?
¡Oh, Dios mío! ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, Flora!
No tenía elección. Volví a la cabina para hacer otra rápida llamada a Flora. Una llamada rápida, para que la cosa no se enfriase; suponiendo que ya no estuviese helada.

No cesaba de decirme: «No contestará».
Traté de prepararme para aquello, diciéndome que había otras chicas, que había otras...
Todo inútil, no había otras chicas.
Si Hilda hubiese estado en Puertomarte, nunca hubiera pen­sado en Flora; eso para empezar, y entonces su falta no me hubiera importado. Pero estaba en Puertomarte y sin Hilda, y además tenía una cita con Flora.

La señal de llamada funcionaba insistentemente, y yo no me decidía a cortar la comunicación.
¡De pronto contestaron!
Era ella. Me dijo:
—Ah, eres tú.
—Claro, cariño, ¿quién si no podía ser?
—Pues cualquier otro. Otro que viniese.
—Tengo que terminar este asunto, cielito.
—¿Qué asunto? ¿Plastones pa quien?
Estuve a punto de corregir su error gramatical, pero estaba de­masiado ocupado tratando de adivinar qué debía significar «plastones».

Entonces me acordé. Una vez le había dicho que yo era repre­sentante de plastón. Fue aquel día que le regalé un camisón de plastón que era una monada.
Entonces le dije:
—Escucha. Concédeme otra media hora...
Las lágrimas asomaron a sus ojos.
—Estoy aquí sola y sentada, esperándote.
—Ya te lo compensaré.
Para que el lector vea cuán desesperado me hallaba, le diré que ya empezaba a pensar en tomar un camino que sólo podía llevarme al interior de una joyería, aunque eso significase que mi cuenta corriente mostraría un mordisco tan considerable que para la mirada penetrante de Hilda parecería algo así como la nebulosa Cabeza de Caballo irrumpiendo en la Vía Láctea. Pero entonces estaba com­pletamente desesperado.
Ella dijo, contrita:
—Tenía una cita estupenda y la anulé por ti.
Yo protesté:
—Me dijiste que era un compromiso sin importancia.
Después que lo dije, comprendí que me había equivocado.
Ella se puso a gritar:
—¡Un compromiso sin importancia!
(Eso fue exactamente lo que dijo. Pero de nada sirve tener la verdad de nuestra parte al discutir con una mujer. En realidad, eso no hace sino empeorar las cosas. ¿Es que no lo sabía, estúpido de mí?)
Flora prosiguió:
—Mira que decir eso de un hombre que me ha prometido una finca en la Tierra...
Entonces se puso a charlar por los codos de aquella finca en la Tierra. A decir verdad, casi todos los donjuanes de ocasión que se paseaban por Puertomarte aseguraban poseer una finca en la Tie­rra, pero el número de los que la poseían de verdad se podía contar con el sexto dedo de cada mano.
Traté de hacerla callar. Todo inútil.
Por último dijo, llorosa:
—Y yo aquí sola, y sin nadie.
Y cortó el contacto.

Desde luego, tenía razón. Me sentí el individuo más desprecia­ble de toda la galaxia.

Regresé a la sala de espera. Un rastrero botones se apresuró a dejarme paso.

Contemplé a los tres magnates de la industria y me puse a pensar en qué orden los estrangularía lentamente hasta matarlos si pudiese tener la suerte de recibir aquella orden. Tal vez empezaría por Harponaster. Aquel sujeto tenía un cuello flaco y correoso que podría rodear perfectamente con mis dedos, y una nuez prominente sobre la cual podría hacer presión con los pulgares.
La satisfacción que estos pensamientos me proporcionaron fue, a decir verdad, ínfima, y sin darme cuenta murmuré la palabra «¡Cielito!», de pura añoranza.
Aquello los disparó otra vez. Ferrucci dijo:
—Bonito lío tiene mi tío con la lluvia rubia Dios salve al rey...
Harponaster, el del flaco pescuezo, añadió:
—Ley de la selva para un gato malva.
Lipsky dijo:
—Calva cubierta con varias tortillas.
—Pillas niñas son.
—Sonaba.
—Haba.
—Va.
Y se callaron.
Entonces me miraron fijamente. Yo les devolví la mirada. Esta­ban desprovistos de emoción (dos de ellos al menos), y yo estaba vacío de ideas. Y el tiempo iba pasando.
Seguí mirándoles fijamente y me puse a pensar en Flora. Se me ocurrió que no tenía nada que perder que ya no hubiese perdido. ¿Y si les hablase de ella?
Entonces les dije:
—Señores, hay una chica en esta ciudad, cuyo nombre no men­cionaré para no comprometerla. Permítanme que se la describa.
Y eso fue lo que hice. Debo reconocer que las últimas dos horas habían aumentado hasta tal punto mis reservas de energía, que la descripción que les hice de Flora y de sus encantos asumió tal cali­dad poética que parecía surgir de un manantial oculto en lo más hondo de mi ser subconsciente.
Los tres permanecían alelados, casi como si escuchasen, sin inte­rrumpirme apenas. Las personas sometidas a la espaciolina se ha­llan dominadas por una extraña cortesía. No interrumpen nunca al que está hablando. Esperan a que éste termine.
Seguí describiéndoles a Flora con un tono de sincera tristeza en mi voz, hasta que los altavoces anunciaron estruendosamente la llegada del Space Eater.
Había terminado. En voz alta, les dije:
—Levántense, caballeros. —Para añadir—: Tú no, asesino.
Y sujeté las muñecas de Ferrucci con mis esposas magnéticas, casi sin darle tiempo a respirar.
Ferrucci luchó como un diablo. Naturalmente, no se hallaba bajo la influencia de la espaciolina. Mis compañeros descubrieron la peligrosa droga, que transportaba en paquetes de plástico color carne adheridos a la parte interior de sus muslos. De esta manera resultaban invisibles; sólo se descubrían al tacto, y aun así, había que utilizar un cuchillo para cerciorarse.
Rog Crinton, sonriendo y medio loco de alegría, me sujetó des­pués por la solapa para sacudirme como un condenado:
—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste descubrirlo?
Yo respondí, tratando de desasirme:
—Estaba seguro que uno de ellos fingía hallarse bajo los efectos de la espaciolina. Así es que se me ocurrió hablarles... (adopté precauciones... a él no le importaban en lo más mínimo los detalles), ejem, de una chica, ¿sabes?, y dos de ellos no reacciona­ron, con lo cual comprendí que se hallaban drogados. Pero la respi­ración de Ferrucci se aceleró y aparecieron gotas de sudor en su frente. Yo la describí muy a lo vivo, y él reaccionó ante la descripción, con lo cual me demostró que no se hallaba drogado. Ahora, ¿harás el favor de dejarme ir?
Me soltó, y casi me caí de espalda.
Me disponía a salir corriendo... los pies se me iban solos, cuando de pronto di media vuelta y volví de nuevo junto a mi ami­go.
—Oye, Rog —le dije—. ¿Podrías firmarme un vale por mil cré­ditos, pero no como anticipo de mi paga... sino en concepto de servicios prestados a la organización?
Entonces fue cuando comprendí que estaba verdaderamente loco de alegría y que no sabía cómo demostrarme su gratitud, pues me dijo:
—Naturalmente, Max, naturalmente. Pero mil es poco... Te daré diez mil, si quieres.
—Quiero —repuse, sujetándole yo para variar—. Quiero. ¡Quiero!
Él me extendió un vale en papel oficial del Servicio por diez mil créditos; dinero válido, contante y sonante en toda la galaxia. Me entregó el vale sonriendo, y en cuanto a mí, no sonreía menos al recibirlo, como puede suponerse.
Respecto a la forma de contabilizarlo, era cuenta suya; lo impor­tante era que yo no tendría que rendir cuentas de aquella cantidad a Hilda.
Por última vez, me metí en la cabina para llamar a Flora. No me atrevía a concebir demasiadas esperanzas hasta que llegase a su casa. Durante la última media hora, ella había podido tener tiempo de llamar a otro, si es que ese otro no estaba ya con ella.
«Que responda. Que responda. Que res...»
Respondió, pero estaba vestida para salir. Por lo visto, la había pillado en el momento mismo de marcharse.
—Tengo que salir —me dijo—. Aún existen hombres formales. En cuanto a ti, deseo no verte más. No quiero verte ni en pintura. Me harás un gran favor, señor cantamañanas, si no vuelves a llamarme nunca más en tu vida y...
Yo no decía nada. Me limitaba a contener la respiración y soste­ner el vale de manera que ella pudiese verlo. No hacía más que eso.
Pero fue bastante. Así que terminó de decir las palabras «nunca más en tu vida y...», se acercó para ver mejor. No era una chica excesivamente culta, pero sabía leer «diez mil créditos» más de prisa que cualquier graduado universitario de todo el Sistema Solar.
Abriendo mucho los ojos, exclamó:
—¡Max! ¿Son para mí?
—Todos para ti, cielito. Ya te dije que tenía que resolver cierto asuntillo. Quería darte una sorpresa.
—Oh, Max, qué delicado eres. Bueno, todo ha sido una broma. No lo decía en serio, como puedes suponer. Ven en seguida. Te es­pero.
Y empezó a quitarse el abrigo.
—¿Y tu cita, qué? —le pregunté.
—¿No te he dicho que bromeaba?
—Voy volando —dije, sintiéndome desfallecer.
—Bueno, no te vayas a olvidar del valecito ese, ¿eh? —dijo ella, con una expresión pícara.
—Te los daré del primero al último.
Corté el contacto, salí de la cabina y pensé que por último estaba a punto... a punto...
Oí que me llamaban por mi nombre de pila.
—¡Max, Max!
Alguien venía corriendo hacia mí.
—Rog Crinton me dijo que te encontraría por aquí. Mamá se ha puesto bien, ¿sabes? Entonces conseguí encontrar todavía pasaje en el Space Eater, y aquí me tienes... Oye, ¿qué es eso de los diez mil créditos?
Sin volverme, dije:
—Hola, Hilda.
Y entonces me volví e hice la cosa más difícil de toda mi vida de aventurero del espacio. Conseguí sonreír

Sunday, February 14, 2010

TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO

Georgio De Chirico: Escuela de Gladiadore

PRESENTACION

“Todos los fuegos el fuego” es uno de los ocho cuentos de Julio Cortázar reunidos en un volumen con ese título, entre los que se encuentra La autopista del sur, un clásico de la literatura latinoamericana, En el post Variaciones sobre el tema del fuego, abril 2007, a propósito de este libro, conté algo de mi experiencia acerca del estímulo de la lectura y reconocí mi deuda con Hernán Díaz Arrieta, Alone y, en general, con la crítica literaria. En el cuento que publico ahora, convergen dos historias narradas simultáneamente, en periodos históricos distintos, que confluyen en un punto común.

JULIO CORTAZAR
TODOS LOS FUEGOS EL FUEGO


Así será algún día su estatua, piensa irónicamente el procónsul mientras alza el brazo, lo fija en el gesto del saludo, se deja petrificar por la ovación de un público que dos horas de circo y de calor no han fatigado. Es el momento de la sorpresa prometida; el procónsul baja el brazo, mira a su mujer que le devuelve la sonrisa inexpresiva de las fiestas. Irene no sabe lo que va a seguir y a la vez es como si lo supiera, hasta lo inesperado acaba en costumbre cuando se ha aprendido a soportar, con la indiferencia que detesta el procónsul, los caprichos del amo. Sin volverse siquiera hacia la arena prevé una suerte ya echada, una sucesión cruel y monótona. Licas, el viñatero, y su mujer Urania son los primeros en gritar un nombre que la muchedumbre recoge y repite: "Te reservaba esta sorpresa", dice el procónsul. "Me han asegurado que aprecias el estilo de ese gladiador". Centinela de su sonrisa, Irene inclina la cabeza para agradecer. "Puesto que nos haces el honor de acompañarnos aunque te hastían los juegos", agrega el procónsul, "es justo que procure ofrecerte lo que más te agrada". "¡Eres la sal del mundo!", grita Licas. "¡Haces bajar la sombra misma de Marte a nuestra pobre arena de provincia!" "No has visto más que la mitad", dice el procónsul, mojándose los labios en una copa de vino y ofreciéndola a su mujer. Irene bebe un largo sorbo, que parece llevarse con su leve perfume el olor espeso y persistente de la sangre y el estiércol. En un brusco silencio de expectativa que lo recorta con una precisión implacable, Marco avanza hacia el centro de la arena; su corta espada brilla al sol, allí donde el viejo velario deja pasar un rayo oblicuo, y el escudo de bronce cuelga negligente de la mano izquierda. "¿No irás a enfrentarlo con el vencedor de Smirnio?", pregunta excitadamente Licas. "Mejor que eso", dice el procónsul. "Quisiera que tu provincia me recuerde por estos juegos, y que mi mujer deje por una vez de aburrirse".

Urania y Licas aplauden esperando la respuesta de Irene, pero ella devuelve en silencio la copa al esclavo, ajena al clamoreo que saluda la llegada del segundo gladiador. Inmóvil, Marco parece también indiferente a la ovación que recibe su adversario; con la punta de la espada toca ligeramente sus grebas doradas."Hola", dice Roland Renoir, eligiendo un cigarrillo como una continuación ineludible del gesto de descolgar el receptor. En la línea hay una crepitación de comunicaciones mezcladas, alguien que dicta cifras, de golpe un silencio todavía más oscuro en esa oscuridad que el teléfono vuelca en el ojo del oído. "Hola", repite Roland, apoyando el cigarrillo en el borde del cenicero y buscando los fósforos en el bolsillo de la bata. "Soy yo", dice la voz de Jeanne. Roland entorna los ojos, fatigado, y se estira en una posición más cómoda. "Soy yo", repite inútilmente Jeanne. Como Roland no contesta, agrega: "Sonia acaba de irse".Su obligación es mirar el palco imperial, hacer e saludo de siempre. Sabe que debe hacerlo y que verá a la mujer del procónsul y al procónsul, y que quizá la mujer le sonreirá como en los últimos juegos. No necesita pensar, no sabe casi pensar, pero el instinto le dice que esa arena es mala, el enorme ojo de bronce donde los rastrillos y las hojas de palma han dibujado los curvos senderos ensombrecidos por algún rastro de las luchas precedentes. Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado con un camino solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien ha murmurado que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en preguntar, y el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano del gladiador muerto por él en Massilia, pero ya lo empujaban hacia la galería, hacia los clamores de fuera. El calor es insoportable, le pesa el yelmo que devuelve los rayos del sol contra el velario y las gradas. Un pez, columnas rotas; sueños sin un sentido claro, con pozos de olvido en los momentos en que hubiera podido entender. Y el que lo armaba ha dicho que el procónsul no le pagará con monedas de oro; quizá la mujer del procónsul no le sonría esta tarde. Los clamores le dejan indiferente porque ahora están aplaudiendo al otro, lo aplauden menos que a él un momento antes, pero entre los aplausos se filtran gritos de asombro, y Marco levanta la cabeza, mira hacia el palco donde Irene se ha vuelto para hablar con Urania, donde el procónsul negligentemente hace una seña, y todo su cuerpo se contrae y su mano se aprieta en el puño de la espada. Le ha bastado volver los ojos hacia la galería opuesta; no es por allí que asoma su rival, se han alzado crujiendo las rejas del oscuro pasaje por donde se hace salir a las fieras, y Marco ve dibujarse la gigantesca silueta del reciario nubio, hasta entonces invisible contra el fondo de piedra mohosa; ahora sí, más acá de toda razón, sabe que el procónsul no le pagará con monedas de oro, adivina el sentido del pez y las columnas rotas. Y a la vez poco le importa lo que va a suceder entre el reciario y él, eso es el oficio y los hados, pero su cuerpo sigue contraído como si tuviera miedo, algo en su carne se pregunta por qué el reciario ha salido por la galería de las fieras, y también se lo pregunta entre ovaciones el público, y Licas lo pregunta al procónsul que sonríe para apoyar sin palabras la sorpresa, y Licas protesta riendo y se cree obligado a apostar a favor de Marco; antes de oír las palabras que seguirán, Irene sabe que el procónsul doblará la apuesta a favor del nubio, y que después la mirará amablemente y ordenará que le sirvan vino helado. Y ella beberá el vino y comentará con Urania la estatura y la ferocidad del reciario nubio; cada movimiento está previsto aunque se lo ignore en sí mismo, aunque puedan faltar la copa de vino o el gesto de la boca de Urania mientras admira el torso del gigante. Entonces Licas, experto en incontables fastos de circo, les hará notar que el yelmo del nubio ha rozado las púas de la reja de las fieras, alzadas a dos metros del suelo, y alabará la soltura con que ordena sobre el brazo izquierdo las escamas de la red. Como siempre, como desde una ya lejana noche nupcial, Irene se repliega al límite más hondo de sí misma mientras por fuera condesciende y sonríe y hasta goza; en esa profundidad libre y estéril siente el signo de muerte que el procónsul ha disimulado en una alegre sorpresa pública, el signo que sólo ella y quizá Marco pueden comprender, pero Marco no comprenderá, torvo y silencioso y máquina, y su cuerpo que ella ha deseado en otra tarde de circo (y eso lo ha adivinado el procónsul, sin necesidad de sus magos lo ha adivinado como siempre, desde el primer instante) va a pagar el precio de la mera imaginación, de una doble mirada inútil sobre el cadáver, de un tracio diestramente muerto de un tajo en la garganta.Antes de marcar el número de Roland, la mano de Jeanne ha andado por las páginas de una revista de modas, un tubo de pastillas calmantes, el lomo del gato ovillado en el sofá. Después la voz de Roland ha dicho: "Hola", su voz un poco adormilada y bruscamente Jeanne ha tenido una sensación de ridículo, de que va a decirle a Roland eso que exactamente la incorporará a la galería de las plañideras telefónicas con el único, irónico espectador fumando en un silencio condescendiente: "Soy yo", dice Jeanne, pero se lo ha dicho más a ella misma que a ese silencio opuesto en el que bailan, como en un telón de fondo, algunas chispas de sonido. Mira su mano, que ha acariciado distraídamente al gato antes de marcar las cifras (¿y no se oyen otras cifras en el teléfono, no hay una voz distante que dicta números a alguien que no habla, que sólo está allí para copiar obediente?), negándose a creer que la mano que ha alzado y vuelto a dejar el tubo de pastillas es su mano, que la voz que acaba de repetir: "Soy yo", es su voz, al borde del límite. Por dignidad, callar, lentamente devolver al receptor a su horquilla, quedarse limpiamente sola. "Sonia acaba de irse", dice Jeanne, y el límite está franqueado, el ridículo empieza, el pequeño infierno confortable."Ah", dice Roland frotando un fósforo. Jeanne oye distintamente el frote, es como si viera el rostro de Roland mientras aspira el humo, echándose un poco atrás con los ojos entornados. Un río de escamas brillantes parece saltar de las manos del gigante negro y Marco tiene el tiempo preciso para hurtar el cuerpo a la red. Otras veces -el procónsul lo sabe, y vuelve la cabeza para que solamente Irene lo vea sonreír- ha aprovechado de ese mínimo instante que es el punto débil de todo reciario para bloquear con el escudo la amenaza del largo tridente y tirarse a fondo, con un movimiento fulgurante, hacia el pecho descubierto. Pero Marco se mantiene fuera de distancia, encorvadas las piernas como a punto de saltar, mientras el nubio recoge velozmente la red y prepara el nuevo ataque. "Está perdido", piensa Irene sin mirar al procónsul que elige unos dulces de la baraja que le ofrece Urania. "No es el que era", piensa Licas lamentando su apuesta. Marco se ha encorvado un poco, siguiendo el movimiento giratorio del nubio; es el único que aún no sabe lo que todos presienten, es apenas algo que agazapado espera otra ocasión, con el vago desconcierto de no haber hecho lo que la ciencia le mandaba. Necesitaría más tiempo, las horas tabernarias que siguen a los triunfos, para entender quizá la razón de que el procónsul no vaya a pagarle con monedas de oro. Hosco, espera otro momento propicio; acaso al final, con un pie sobre el cadáver del reciario, pueda encontrar otra vez la sonrisa de la mujer del procónsul; pero eso no lo está pensando él, y quien lo piensa no cree ya que el pie de Marco se hinque en el pecho de un nubio degollado."Decídete", dice Roland, "a menos que quieras tenerme toda la tarde escuchando a ese tipo que le dicta números a no sé quién. ¿Lo oyes?" "Sí", dice Jeanne, "se lo oye como desde muy lejos. Trescientos cincuenta y cuatro, doscientos cuarenta y dos". Por un momento no hay más que la voz distante y monótona. "En todo caso", dice Roland, "está utilizando el teléfono para algo práctico". La respuesta podría ser la previsible, la primera queja, pero Jeanne calla todavía unos segundos y repite: "Sonia acaba de irse". Vacila antes de agregar: "Probablemente estará llegando a tu casa". A Roland le sorprendería eso, Sonia no tiene por qué ir a su casa. "No mientas", dice Jeanne, y el gato huye de su mano, la mira ofendido. "No era una mentira", dice Roland. "Me refería a la hora, no al hecho de venir o no venir. Sonia sabe que me molestan las visitas y las llamadas a esta hora". Ochocientos cinco, dicta desde lejos la voz, cuatrocientos dieciséis. Treinta y dos. Jeanne ha cerrado los ojos, esperando la primera pausa en esa voz anónima para decir lo único que queda por decir. Si Roland corta la comunicación le restará todavía esa voz en el fondo de la línea, podrá conservar el receptor en el oído, resbalando más y más en el sofá, acariciando el gato que ha vuelto a tenderse contra ella, jugando con el tubo de pastillas, escuchando las cifras, hasta que también la otra voz se canse y ya no quede nada, absolutamente nada como no sea el receptor que empezará a pesar espantosamente entre sus dedos, una cosa muerta que habrá que rechazar sin mirarla. Ciento cuarenta y cinco, dice la voz. Y todavía más lejos, como un diminuto dibujo a lápiz, alguien que podría ser una mujer tímida pregunta entre dos chasquidos: "¿La estación del Norte?"Por segunda vez alcanza a zafarse de la red, pero ha medido mal el salto hacia atrás y resbala en una mancha húmeda de la arena. Con un esfuerzo que levanta en vilo al público, Marco rechaza la red con un molinete de la espada mientras tiende el brazo izquierdo y recibe en el escudo el golpe resonante del tridente. El procónsul desdeña los excitados comentarios de Licas y vuelve la cabeza hacia Irene que no se ha movido. "Ahora o nunca", dice el procónsul. "Nunca", contesta Irene. "No es el que era", repite Licas, "y le va a costar caro, el nubio no le dará otra oportunidad, basta mirarlo". A distancia, casi inmóvil, Marco parece haberse dado cuenta del error; con el escudo en alto mira fijamente la red ya recogida, el tridente que oscila hipnóticamente a dos metros de sus ojos. "Tienes razón, no es el mismo", dice el procónsul. "¿Habías apostado por él, Irene?" Agazapado, pronto a saltar, Marco siente en la piel, en lo hondo del estómago, que la muchedumbre lo abandona. Si tuviera un momento de calma podría romper el nudo que lo paraliza, la cadena invisible que empieza muy atrás pero sin que él pueda saber dónde, y que en algún momento es la solicitud del procónsul, la promesa de una paga extraordinaria y también un sueño donde hay un pez y sentirse ahora, cuando ya no hay tiempo para nada, la imagen misma del sueño frente a la red que baila ante los ojos y parece atrapar cada rayo de sol que se filtra por las desgarraduras del velario. Todo es cadena, trampa; enderezándose con una violencia amenazante que el público aplaude mientras el reciario retrocede un paso por primera vez, Marco elige el único camino, la confusión y el sudor y el olor a sangre, la muerte frente a él que hay que aplastar; alguien lo piensa por él detrás de la máscara sonriente, alguien que lo ha deseado por sobre el cuerpo de un tracio agonizante. "El veneno", se dice Irene, "alguna vez encontraré el veneno, pero ahora acéptale la copa de vino, sé la más fuerte, espera tu hora". La pausa parece prolongarse como se prolonga la insidiosa galería negra donde vuelve intermitente la voz lejana que repite cifras. Jeanne a creído siempre que los mensajes que verdaderamente cuentan están en algún momento más acá de toda palabra; quizá esas cifras digan más, sean más que cualquier discurso para el que las está escuchando atentamente, como para ella el perfume de Sonia, el roce de la palma de su mano en el hombro antes de marcharse han sido tanto más que las palabras de Sonia. Pero era natural que Sonia no se conformara con un mensaje cifrado, que quisiera decirlo con todas las letras, saboreándolo hasta lo último. "Comprendo que para ti será muy duro", a repetido Sonia, "pero detesto el disimulo y prefiero decirte la verdad". Quinientos cuarenta y seis, seiscientos sesenta y dos, doscientos ochenta y nueve. "No me importa si va a tu casa o no", dice Jeanne, "ahora ya no me importa nada". En vez de otra cifra hay un largo silencio. "¿Estás ahí?", pregunta Jeanne. "Sí", dice Roland dejando la colilla en el cenicero y buscando sin apuro el vaso de coñac. "Lo que no puedo entender...", empieza Jeanne. "Por favor", dice Roland, "en estos casos nadie entiende gran cosa, querida, y además no se gana nada con entender. Lamento que Sonia se haya precipitado, no era ella a quien le tocaba decírtelo. Maldito sea, ¿no va a terminar nunca con esos números?" La voz menuda, que hace pensar en un mundo de hormigas, continúa su dictado minucioso por debajo de un silencio más cercano y más espeso. "Pero tú", dice absurdamente Jeanne, "entonces, tú..."Roland bebe un trago de coñac. Siempre le ha gustado escoger sus palabras, evitar los diálogos superfluos. Jeanne repetirá dos, tres veces cada frase, acentuándolas de una manera diferente; que hable, que repita mientras él prepara el mínimo de respuestas sensatas que pongan orden en ese arrebato lamentable. Respirando con fuerza se endereza después de una finta y un avance lateral; algo le dice que esta vez el nubio va a cambiar el orden del ataque, que el tridente se adelantará al tiro de la red. "Fíjate bien", explica Licas a su mujer, "se lo he visto hacer en Apta Iulia, siempre los desconcierta". Mal defendido, desafiando el riesgo de entrar en el campo de la red, Marco se tira hacia delante y sólo entonces alza el escudo para protegerse del río brillante que escapa como un rayo de la mano del nubio. Ataja el borde de la red pero el tridente golpea hacia abajo y la sangre salta del muslo de Marco, mientras la espada demasiado corta resuena inútilmente contra el asta. "Te lo había dicho", grita Licas. El procónsul mira atentamente el muslo lacerado, la sangre que se pierde en la greba dorada; piensa casi con lástima que a Irene le hubiera gustado acariciar ese muslo, buscar su presión y su calor, gimiendo como sabe gemir cuando él la estrecha para hacerle daño. Se lo dirá esa misma noche y será interesante estudiar el rostro de Irene buscando el punto débil de su máscara perfecta, que fingirá indiferencia hasta el final como ahora finge un interés civil en la lucha que hace aullar de entusiasmo a una plebe bruscamente excitada por la inminencia del fin. "La suerte lo ha abandonado", dice el procónsul a Irene. "Casi me siento culpable de haberlo traído a esta arena de provincia; algo de él se ha quedado en Roma, bien se ve." "Y el resto se quedará aquí, con el dinero que le aposté", ríe Licas. "Por favor, no te pongas así", dice Roland, "es absurdo seguir hablando por teléfono cuando podemos vernos esta misma noche. Te lo repito, Sonia se ha precipitado, yo quería evitarte ese golpe". La hormiga ha cesado de dictar sus números y las palabras de Jeanne se escuchan distintamente; no hay lágrimas en su voz y eso sorprende a Roland, que ha preparado sus frases previendo una avalancha de reproches. "¿Evitarme el golpe?", dice Jeanne. "Mintiendo, claro, engañándome una vez más". Roland suspira, desecha las respuestas que podrían alargar hasta el bostezo un diálogo tedioso. "Lo siento, pero si sigues así prefiero cortar", dice, y por primera vez hay un tono de afabilidad en su voz. "Mejor será que vaya a verte mañana, al fin y al cabo somos gente civilizada, qué diablos". Desde muy lejos la hormiga dicta: ochocientos ochenta y ocho. "No vengas", dice Jeanne, y es divertido oír las palabras mezclándose con las cifras, no ochocientos vengas ochenta y ocho. "No vengas nunca más, Roland". El drama, las probables amenazas de suicidio, el aburrimiento como cuando Marie Josée, como cuando todas las que lo toman a lo trágico. "No seas tonta", aconseja Roland, "mañana lo comprenderás mejor, es preferible para los dos". Jeanne calla, la hormiga dicta cifras redondas: cien, cuatrocientos, mil. "Bueno, hasta mañana", dice Roland admirando el vestido de calle de Sonia, que acaba de abrir la puerta y se ha detenido con un aire entre interrogativo y burlón. "No perdió tiempo en llamarte", dice Sonia dejando el bolso y una revista. "Hasta mañana, Jeanne", repite Roland. El silencio en la línea parece tenderse como un arco, hasta que lo corta secamente una cifra distante, novecientos cuatro. "¡Basta de dictar esos números idiotas!", grita Roland con todas sus fuerzas, y antes de alejar el receptor del oído alcanza a escuchar el click en el otro extremo, el arco que suelta su flecha inofensiva. Paralizado, sabiéndose incapaz de evitar la red que no tardará en envolverlo, Marco hace frente al gigante nubio, la espada demasiado corta inmóvil en el extremo del brazo tendido. El nubio afloja la red una, dos veces, la recoge buscando la posición más favorable, la hace girar todavía como si quisiera prolongar los alaridos del público que lo incita a acabar con su rival, y baja el tridente mientras se echa de lado para dar más impulso al tiro. Marco va al encuentro de la red con el escudo en alto, y es una torre que se desmorona contra una masa negra, la espada se hunde en algo que más arriba aúlla; la arena le entra en la boca y en los ojos, la red cae inútilmente sobre el pez que se ahoga.Acepta indiferente las caricias, incapaz de sentir que la mano de Jeanne tiembla un poco y empieza a enfriarse. Cuando los dedos resbalan por su piel y se detienen, hincándose en una crispación instantánea, el gato se queja petulante; después se tumba de espaldas y mueve las patas en la actitud de expectativa que hace reír siempre a Jeanne, pero ahora no, su mano sigue inmóvil junto al gato y apenas si un dedo busca todavía el calor de su piel, la recorre brevemente antes de detenerse otra vez entre el flanco tibio y el tubo de pastillas que ha rodado hasta ahí. Alcanzado en pleno estómago el nubio aúlla, echándose hacia atrás, y en ese último instante en el que el dolor es como una llama de odio, toda la fuerza que huye de su cuerpo se agolpa en el brazo para hundir el tridente en la espada de su rival boca abajo. Cae sobre el cuerpo de Marco, y las convulsiones lo hacen rodar de lado; Marco mueve lentamente un brazo, clavado en la arena como un enorme insecto brillante."No es frecuente", dice el procónsul volviéndose hacia Irene, "que dos gladiadores de ese mérito se maten mutuamente. Podemos felicitarnos de haber visto un raro espectáculo. Esta noche se lo escribiré a mi hermano para consolarlo de su tedioso matrimonio".Irene ve moverse el brazo de Marco, un lento movimiento inútil como si quisiera arrancarse el tridente hundido en los riñones. Imagina al procónsul desnudo en la arena, con el mismo tridente clavado hasta el asta. Pero el procónsul no movería el brazo con esa dignidad última; chillaría pataleando como una liebre, pediría perdón a un público indignado. Aceptando la mano que le tiende su marido para ayudarle a levantarse, asiente una vez más; el brazo ha dejado de moverse, lo único que queda por hacer es sonreír, refugiarse en la inteligencia. Al gato no parece gustarle la inmovilidad de Jeanne, sigue tumbado de espaldas esperando una caricia; después, como si le molestara ese dedo contra la piel del flanco, maúlla destempladamente y da media vuelta para alejarse, ya olvidado y soñoliento."Perdóname por venir a esta hora", dice Sonia. "Vi tu auto en la puerta, era demasiada tentación. Te llamó, ¿verdad?" Roland busca un cigarrillo. "Hiciste mal", dice. "Se supone que esa tarea les toca a los hombres, al fin y al cabo he estado más de dos años con Jeanne y es una buena muchacha". "Ah, pero el placer", dice Sonia sirviéndose coñac. "Nunca le he podido perdonar que fuera tan inocente, no hay nada que me exaspere más. Si te digo que empezó por reírse, convencida de que le estaba haciendo una broma". Roland mira el teléfono, piensa en la hormiga. Ahora Jeanne llamará otra vez, y será incómodo porque Sonia se ha sentado junto a él y le acaricia el pelo mientras hojea una revista literaria como si buscara ilustraciones. "Hiciste mal", repite Roland atrayendo a Sonia. "¿En venir a esta hora?", ríe Sonia cediendo a las manos que buscan torpemente el primer cierre. El velo morado cubre los hombros de Irene que da la espalda al público, a la espera de que el procónsul salude por última vez. En las ovaciones se mezcla ya un rumor de multitud en movimiento, la carrera precipitada de los que buscan adelantarse a la salida y ganar las galerías inferiores, Irene sabe que los esclavos estarán arrastrando los cadáveres, y no se vuelve; le agrada pensar que el procónsul ha aceptado la invitación de Licas a cenar en su villa a orillas del lago, donde el aire de la noche la ayudará a olvidar el olor a la plebe, los últimos gritos, un brazo moviéndose lentamente como si acariciara la tierra. No le es difícil olvidar, aunque el procónsul la hostigue con una minuciosa evocación de tanto pasado que la inquieta; un día Irene encontrará la manera de que también él olvide para siempre, y que la gente lo crea simplemente muerto. "Verás lo que ha inventado nuestro cocinero", está diciendo la mujer de Licas. "Le ha devuelto el apetito a mi marido, y de noche..." Licas ríe y saluda a sus amigos, esperando que el procónsul abra la marcha hacia las galerías después de un último saludo que se hace esperar como si lo complaciera seguir mirando la arena donde enganchan y arrastran los cadáveres. "Soy tan feliz", dice Sonia apoyando la mejilla en el pecho de Roland adormilado. "No lo digas", murmura Roland, "uno siempre piensa que es una amabilidad". "¿No me crees?", ríe Sonia. "Sí, pero no lo digas ahora. Fumemos". Tantea en la mesa baja hasta encontrar cigarrillos, pone uno en los labios de Sonia, acerca el suyo, los enciende al mismo tiempo. Se miran apenas, soñolientos, y Roland agita el fósforo y lo posa en la mesa donde en alguna parte hay un cenicero. Sonia es la primera en adormecerse y él le quita muy despacio el cigarrillo de la boca, lo junta con el suyo y los abandona en la mesa, resbalando contra Sonia en un sueño pesado y sin imágenes. El pañuelo de gasa arde sin llama al borde del cenicero, chamuscándose lentamente, cae sobre la alfombra junto al montón de ropas y una copa de coñac. Parte del público vocifera y se amontona en las gradas inferiores; el procónsul ha saludado una vez más y hace una seña a su guardia para que le abran paso. Licas, el primero en comprender, le muestra el lienzo más distante del viejo velario que empieza a desgarrarse mientras una lluvia de chispas cae sobre el público que busca confusamente la salida. Gritando una orden, el procónsul empuja a Irene siempre de espaldas e inmóvil. "Pronto, antes de que se amontonen en la galería baja", grita Licas precipitándose delante de su mujer. Irene es la primera que huele el aceite hirviendo, el incendio de los depósitos subterráneos; atrás, el velario cae cobre las espaldas de los que pugnan por abrirse paso en una masa de cuerpos confundidos que obstruyen las galerías demasiado estrechas. Los hay que saltan a la arena por centenares, buscando otras salidas, pero el humo del aceite borra las imágenes, un jirón de tela flota en el extremo de las llamas y cae sobre el procónsul antes de que pueda guarecerse en el pasaje que lleva a la galería imperial. Irene se vuelve al oír su grito, le arranca la tela chamuscada tomándola con dos dedos, delicadamente. "No podremos salir", dice, "están amontonados ahí abajo como animales". Entonces Sonia grita, queriendo desatarse del brazo ardiente que la envuelve desde el sueño, y su primer alarido se confunde con el de Roland que inútilmente quiere enderezarse, ahogado por el humo negro. Todavía gritan, cada vez más débilmente, cuando el carro de bomberos entra a toda máquina por la calle atestada de curiosos. "Es en el décimo piso", dice el teniente. "Va a ser duro, hay viento del norte. Vamos".

Sunday, February 07, 2010

LA CASA DE ASTERION

Pablo Picasso: Minotauro

PRESENTACION:

“La casa de Asterión”, del escritor Jorge Luis Borges es uno de los mejores cuentos que he leído. Antes de incluirlo en esta serie lo pensé dos veces. La idea de esta sección es la novedad de los textos y este cuento es muy conocido. Me decidí a publicarlo, porque quise ilustrarlo con uno de los “Minotauro” de Pablo Picasso. En el post “Teseo y yo”, mayo 2006, hice un recuento de los autores que se ocuparon de la leyenda del Minotauro, desde Plutarco a Nikos Kazantzakis, Mary Renault y, por supuesto, a este magnífico cuento de Jorge Luis Borges.

JORGE LUIS BORGES:
LA CASA DE ASTERION



Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropia, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres, también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la fáz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente ora­ba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi mo­destia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi es­píritu, que está capacitado para lo grande; jamás he reteni­do la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al car­nero que va a embestir, corro por las galerías de piedra has­ta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: “Ahora volvemos a la encrucijada anterior” o “Ahora desem­bocamos en otro patio” o “Bien decía yo que te gustaba la ca­naleta” o “Ahora verás una cisterna que se llenó de arena” o “Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerias de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Unos tras otros caen sin que yo ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oido alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre?¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?.

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

¿Lo creerás Ariadna? –dijo Teseo- El minotauro apenas se defendió.
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