Thursday, September 25, 2008

QUELTEHUES AL DESALOJO



A mediados del mes de agosto, estuvimos con mi esposa, en Pucón, visitando a nuestra hija María Cristina y su familia. Uno de los paseos que hicimos fue visitar la parcela que acaban de comprar, en Villarrica, camino a Pucón, uno de los más hermosos de la zona. El predio tiene una vista privilegiada al lago y al volcán Villarrica. Estábamos terminando la visita, dentro de la parcela, al lado del camino, cuando advertí que unos pájaros comenzaron a volar muy cerca nuestro, en círculos, que cada vez, me parecían más próximos y amenazantes, al tiempo que emitían gritos metálicos, con mucha fuerza. Sin darnos cuenta, manteniendo la conversación, fuimos saliendo del predio, hasta que no pude contenerme y comenté a mis acompañantes que los pájaros nos había, literalmente, desalojado de la parcela. Uno de miss déficit que más lamento, que debo atribuir a mi condición urbana, es mi precario conocimiento de los nombres de los pájaros y de los árboles. Son muy pocos los que puedo identificar. La escena vivida, guardando obviamente las proporciones, el film de Alfred Hichcock, “Los pájaros”.

Más tarde, comenté lo sucedido a un amigo de la zona, que, rápidamente, me explicó lo sucedido. Los pájaros eran queltehues. Ponen sus huevos en el césped y, seguramente, ustedes estaban cerca del nido. Cuando esto acontece, los queltehues se ponen en guardia, para proteger sus huevos y, eso es todo.

Cuando regresé a Santiago busque en Internet información sobre estos pájaros y confirmé la información de mi amigo. Son muy comunes en el territorio chileno, habitan los campos y terrenos húmedos, aunque también se le puede encontrar en ciudades: en prados, parques y jardines abiertos. “Perfecto centinela de día y de noche, está siempre muy atento a cualquier asomo de peligro, lanzando de inmediato un grito metálico estridente que alerta no solo a otros de su especie, sino a todo el entorno”

Pablo Neruda le dedicó al queltehue este poema, que pertenece a “Arte de Pájaros”, que, en su época, musicalizó Angel Parra, padre.

QUELTEHUE


Voló el queltehue centelleando
de nieve blanca y nieve negra
y abrió su traje a plena luz,
a plena plata matutina:
era costoso el abanico
de sus dos alas nupciales:
era rico el cuerpo adornado
por la mañana y el plumaje.
Sobre las piedras de Isla Negra
relucía el lujo silvestre
del pájaro de terciopelo
y yo pensaba - dónde va?
A qué celeste recepción?
A qué bodas de agua con oro?
A qué salón de pura púrpura,
entre columnas de jacinto,
donde con él puedan entrar
sólo las nubes bien vestidas?
En fin, dije, tal vez irá
a coronar la cabellera
de la náyade del Genil
amiga de Pedro Espinosa.
No hizo tal cosa el agorero:
voló y planeó para bajar
en un trigal desmoronado,
entre terrones de rastrojo
y desde allí lanzó su idioma
su tero tero lancinante,
mientras picaba, picoteaba
y devoraba sin pasión
un simple gusano terrestre.

Sunday, September 14, 2008

4 HORAS CON EL GENERAL SAN MARTIN

Retrato de Maria Gram., , oleo de Sir Thomas Lawrence, Nacional Gallery, Londres

Maria Gram llegó a Valparaíso el 28 de Abril de 1822, a bordo de la fragata de la armada británica Doris, para sepultar, en este puerto, los restos de su esposo, Thomas Gram, comandante de la nave, fallecido a la altura de Cabo de Hornos. Después de sus funerales, con los honores correspondientes a su rango, la viuda decidió permanecer en Chile. En su Diario (1) dejó un valioso testimonio de la vida cotidiana de los chilenos, de sus costumbres, de sus ciudades, de sus personajes más importantes. La proximidad del Bicentenario, ha despertado el interés de los chilenos por los temas históricos. En este sentido me parece pertinente recordar la semblanza que la cronista hizo del General José de San Martín, con quién departió durante cuatro horas, el 15 de Octubre de 1822. Este es su relato:

“Después de ocupar todo el día en despedirme de mis amigos de la Doris, que parten mañana, me sorprendió, cuando acababa de despedirme del último, el anuncio de que llegaba un numeroso grupo de gente. Y junto con el anuncio entró Zenteno, gobernador de Valparaíso, acompañado de un hombre muy alto y de buena figura, sencillamente vestido de negro, a quién me presentó como el General San Martín. Seguíanlos la señora de Zenteno y su hijastra doña Dolores, el coronel D’Albe, su esposa y su hermana, el General Prieto, el coronel O’Carrol, el capitán Torres, capitán de puerto, según creo y otros dos caballeros que no conozco. No fue fácil tarea disponer de asientos para tanta gente en una sala de apenas dieciséis pies cuadrados, y atestada de libros y otras cosas necesarias para la comodidad de una europea. Terminados, por fin, los arreglos, pude sentarme, observar y escuchar. Los ojos de San Martín tienen una peculiaridad que había visto sólo una vez, en una célebre dama. Son obscuros y bellos, pero inquietos, nunca se fijan en un objeto más de un instante, pero en ese momento expresan mil cosas. Su rostro es verdaderamente hermoso, animado, inteligente, pero no es franco. Su rápida manera de expresarse suele adolecer de obscuridad; sazona a veces su lenguaje con dichos maliciosos y refranes. Conversa con gran fluidez y discurre sobre cualquier materia.

No me gusta repetir, ni siquiera en líneas generales, las conversaciones privadas, que, a mi juicio, deben siempre mantenerse en reserva. Pero San Martín no es un particular, y, además, los asuntos de los que se habló fueron generales y no personales. Hablamos del
Gobierno y sobre este punto creo que sus ideas distan mucho de ser claras y decididas. Parece haber en él cierta timidez intelectual, que le impide otorgar la libertad y atreverse a ser un déspota. El deseo de gozar de la reputación del libertador y la voluntad de ser un tirano forman en él un extraño contraste. No ha leído mucho, ni su genio es de tal índole como para impresionar por si sólo. Continuamente citó autores que sin duda alguna sólo conoce a medias y me parece que no comprende el espíritu de la mitad de lo que conoce.

Al girar la conversación sobre asuntos religiosos, tema en que alternó Zenteno, habló mucho de filosofía. Ambos caballeros parecen creer que la filosofía consiste en dejar la religión a los sacerdotes y al vulgo y, que los sabios deben reírse igualmente de los con los frailes, protestantes y deístas. Con razón dice Bacon: “Solo niegan la existencia de Dios aquellos a quienes conviene que no haya Dios”. Y a decir verdad, cuando considero sus actos, me parece que, si quisiera evitar la desesperación, debería ser ateo. Pero quizá juzgo a San Martín demasiado severamente. La natural sagacidad y penetración de su juicio seguramente le han hecho ver lo absurdo de las supersticiones católicas-romanas, que ostentan aquí toda su fealdad, sin el barniz que les dan la pompa y la elegancia de Italia, y a las cuales ha solido asociarse por razones de Estado con todas las demostraciones exteriores de respeto. Alguien ha observado “que cuesta mucho más desprenderse de las doctrinas católica-romana que de las que se enseñan en las iglesias reformadas, pero, una vez que pierden su dominio sobre el alma generalmente preparan el camino para al más absoluto escepticismo”. Tal es, a mi juicio, el estado de alma de San Martín.

De la religión y de los cambios que ha experimentado por la corrupción y las reformas, se pasó fácilmente a las revoluciones políticas. Casi todos los reformadores sudamericanos se han inspirado en autores franceses. Se habló del siglo de Luis XIV como de la causa directa y única de la revolución francesa y, por consiguiente, la de Sudamérica. Hicieron un obsequioso recuerdo del rey Guillermo antes que me aventurara observar que los pasados males y los bienes presentes de estos países podrían atribuirse en parte a las guerras de Carlos V y de su sucesor, que agotaron el oro de las colonias sin devolverles nada en cambio. Siguióse discurriendo sobre este y otros temas hasta terminar con una alusión al progreso intelectual de Europa que en un solo siglo contaba con la invención de la imprenta, el descubrimiento de América y los comienzos de la reforma que mejoró las prédicas de la misma Roma.

Zenteno, contento de que se le presentara una oportunidad para atacar a Roma y lucir sus conocimientos, exclamó: “Y harto que necesitaban reformar sus prédicas, pues, Roma que quiso coronar al Tasso y coronó a Petrarca, aprisionó a Galileo”. Así invertía la verdadera y admirable doctrina de Fóscolo, de que las ciencias exactas pueden ser instrumentos de la tiranía pero no la poesía, la historia ni la oratoria. Me alegré de que el té viniera a interrumpir estas pedantescas discreciones de las que no habría tomado nota. i no hubiera intervenido en ellas también San Martín. Les pedí excusas por no poder ofrecerles mate, pero supe que el General y Zenteno acostumbraban tomar té puro, después del cuál fumaron sus cigarrillos.

El paréntesis del té no contuvo la locuacidad de San Martín, sino por un breve instante. Prosiguiendo su discurso, habló sobre medicina, lenguas, climas, enfermedades –sobre este punto, con poca delicadeza-, y, por último, sobre antigüedades, principalmente del Perú. Refirió a este respecto algunas maravillosas historias de familias de los antiguos caciques e incas que se sepultaron vivas en tiempos de la invasión española y habían sido encontradas en perfecto estado de conservación.

Esto nos llevó a la parte más interesante de su discurso, su partida de Lima. Me dijo que, deseoso de saber si el pueblo era realmente feliz, solía disfrazarse, como el califa Haroun Al Raschid, para visitar las fondas y mezclarse con los grupos charlaban en las puertas de las tiendas, en donde muchas veces oyó hablar de él. Me dio a entender que se había cerciorado de que el pueblo era ahora bastante feliz y no necesitaba ya de su presencia, agregando que después de haber llevado una vida activa, anhelaba descanso, , que se había retirado de la vida pública, , satisfecho de haber cumplido su misión, y que solo había traído consigo estandarte de Pizarro, el glorioso estandarte bajo el cuál conquistó el imperio de los incas y que había sido desplegado en todas las guerras, no sólo en las que se libraron entre españoles y peruanos, sino también en las de los jefes españoles rivales. “Su posesión -dijo-, ha sido considerada siempre como el signo del poder y la autoridad: yo lo tengo ahora”; y al decir esto se irguió cuan alto era y miró a su alrededor con un aire de soberano.

Esto fue lo más característico que ocurrió en las cuatro horas que duró la visita del Protector, y, éste, el único momento en que se reveló tal cuál era. El resto fue en parte
una charla superficial sobre toda clases de asuntos para deslumbrar a los menos inteligentes y, en parte, una manifestación de la impaciencia de ser el primero, aún en la conversación corriente, que le ha arrogado su largo hábito del mando. Omito los cumplidos de los que me hizo objeto con profusión un tanto excesiva. De ellos podemos decir, como Jonson de la afectación que merecen excusas por cuanto proceden del laudable deseo de agradar. Sus modales son, en verdad, muy finos y elegantes su persona y actitudes, y no vacilo en creer lo que he oído acerca de que en un salón de baile pocos hay que le aventajen”

María Gram. en su Diario se refiere, en seguida, a los demás participantes, los que prácticamente no intervinieron en la conversación y concluye:

“En suma, esta visita no me ha dejado una impresión muy favorable de San Martín. Sus puntos de vistas son estrechos y, si no me equivoco, egoístas. Lo que él llama su filosofía y su religión corren parejas: usa ostensiblemente de ambas como simples máscaras para engañar al mundo, máscaras, en verdad, tan gastadas que no logran engañar a nadie sino a los que tienen la desgracia de estar bajo su férula. . No tiene genio, sin duda alguna sino cierta dosis de talento, ninguna instrucción y sólo un ligero barniz de conocimientos generales, que luce con habilidad; nadie posee como él ese talento que llaman los franceses l’art de se fairevaloir. Su bella figura, sus aires de superioridad y esa suavidad de modales a que debe principalmente la autoridad que durante tanto tiempo ha ejercido, le procuran muy positivas ventajas. Comprende el inglés y habla mediocremente el francés y no conozco otra persona con quién pueda pasarse más agradablemente una media hora, pero su falta de sinceridad y de corazón, que se revelan aún en un rato de charla, cierran las puertas a toda intimidad y, mucho más, a la amistad.

Alas nueve se retiraron los visitantes, dejándome muy complacida de haber visto a unos de los hombres más notables de Sudamérica. , y creo haberlo conocido en esta ocasión hasta donde es posible. Aspira a la universalidad, como Napoleón, según he oído, tuvo algo de esa flaqueza y de quién habla siempre como de su modelo o, mejor dicho, su rival. Creo, asimismo, que se propuso impresionarme en mi carácter de extranjera o quizá Zenteno le sugirió que bien valía la procurarlo por la pequeña fama adicional que mis informes acerca de él, podrían darle. Sea como fuere, es un hecho que hoy habló para hacer ostentación de si mismo”.

Antes de terminar, algunos datos de interés: al día 15 de Octubre de 1822, Maria Gram. tenia 37 años y el “retirado” General José de San Martín 44; la misma edad del Director Supremo, Bernardo O`Higgins, quién abdicaría a los pocos meses. José Miguel Carrera habría cumplido en esta jornada, 37 años, pero fue fusilado el 4 de Septiembre del año anterior, en Mendoza.

(1) Maria Graham: Diario de mi residencia en Chile, Editorial Francisco de Aguirre. Stgo, 1988, pág. 209 y sgts.

Tuesday, September 09, 2008

UTAMARA, EL MUSICO


Oscar Bravo Tesseo)

Ignoro que afrenta le había hecho Utamara al Alemán o a su hijo y tampoco me interesó averiguarla. Me dieron las instrucciones; el padre siempre calmo y tiritón, como si se fuera a morir en cualquier momento; el hijo, pesado e insolente, interrumpía a cada rato a su progenitor. Tenía la manía de rascarse el fondillo del pantalón, disimuladamente. Con gusto habría aceptado un contrato para liquidarlo a él. Sin embargo, uno de ellos, el padre o el hijo insoportable, había depositado dinero en mi cuenta, no mucho, apenas lo suficiente para poner el encargo en marcha. Dos días después llamé a Khaled y a Radko y coincidimos los tres, a las siete de la tarde, en un restaurant de Gamla Stan por el cual el serbio tiene apego especial, supongo que tiene metido dinero o trabajó allí cuando recien había llegado a Estocolmo.

Hablábamos siempre, las raras veces en que nos juntábamos los tres reclamados por algún encargo, sobre nuestros primeros tiempos en Estocolmo. Nos conocimos en mil novecientos ochenta, en un curso de sueco para emigrantes. Hacer recuerdos nos permitía averiguar algo del presente, sin perder la discreción que exige este negocio. Está claro que ninguno de nosotros perdería el tiempo hablando de trabajos mal pagados que alguna vez hicimos o de minas con las que uno se acostó cuando joven, si es que no venía dispuesto ahora a correr nuevos riesgos.

Comimos algo caliente, unos fritos de carne de cordero molida y puré de papas que recomendó Radko, ensalada mixta, queso y un par de botellas de tinto de La Rioja. Cuando llegamos al café puse dos sobres con dinero encima de la mesa. Khaled ojeó el suyo de inmediato, Radko guardó el suyo sin abrirlo en el bolsillo de la chaqueta. Preguntaron después un par de cosas. Es en una casa, cerca de Bromma, dije yo y les di una dirección. ¿Y son cuantos? volvió a preguntar Radko. Es un solo tío, dije yo, puede que esté allí con una hembra. -¿Y si está, qué? preguntaron otra vez. A ella la dejamos en paz, mira que el Alemán no paga por extras. Terminamos nuestros cafés. Radko llamó al mozo, un compatriota suyo, le pasó tres billetes de quinientas coronas cada uno y le dijo que no trajera vuelto. El mozo le dió la mano y un minuto después apareció con un par de botellas de Slivovitza, muy mal disimuladas, en una bolsa de papel. "Esto para después", informó Radko, lacónicamente.

Salimos a la calle. Le pregunté a Khaled en que sitio había aparcado el Mercedes. Me contestó, algo azorado, que había venido en bicicleta. –“¡En bicicleta!” dije yo. –“Es que aquí está lleno de drogos, van y te rompen los vidrios del auto para ver si hay algo que robar”, se excusó Khaled. Miré a Radko: éste se levantó de hombros, sacó el celular y se dispuso a llamar. –“No podemos ir a matar a un tío en taxi, Radko”, dije yo, “la mitad de los taxistas se entienden con la policía y usan cámaras de video y te dejan grabada tu linda facha”.

Decidí que Radko y yo, en metro, pasáramos a buscar el Peugot y que Khaled se fuera en bicicleta y nos esperara en la dirección que les había dado. Lo dejamos en la puerta del restaurant, maldiciendo en su idioma materno al candado de la bicicleta, que no por eso pensaba ceder. Khaled era hombre de pocas palabras, casi todas de la cintura para abajo.

Radko y yo llegamos a Bromma una hora más tarde. Encontramos el lugar sin dificultad: una casa de cemento de buena construcción, de dos pisos, amplia, con antejardín, plantas, césped, árboles frutales, un buen poco de sitio detrás de la casa, todo bien cuidado. Pensé que seguramente había una terraza atrás y un gran balcón, en el segundo piso, en donde el japonés se sentaría a mediodía a tomar café con leche o a comer sushi.

Dimos la vuelta a la manzana buscando a Khaled y después aparcamos en la calle, a prudente distancia de la casa. Estuvimos esperando sentados en el Peugot, por si llegaba Khaled. La casa se veía bien iluminada. En un momento Radko me tocó el hombro y me pidió que bajara el volumen del equipo, en lo mejor del tema Casta Diva interpretada por Angela Gheorghiu. Bajé el volumen y abrí la ventanilla. Llegaban ruidos de fiesta proviniendo de la casa de Utamara, no de la casa de al lado, ni de la de más allá. Radko comentó que no se había fijado bien pero que le parecía haber visto una bicicleta encadenada a un poste de luz, cerca de la esquina, idéntica a la de Khaled, cuando estabamos dando la vuelta a la manzana en el Peugot. Después volví a subir el volúmen del equipo y Radko me preguntó qué música era esa. Le dije que era la opera Norma, de Bellini. Por molestar, sostuvo haber escuchado a Shakira, por la radio, cantando la misma canción. Estabamos en eso, cuando apareció el auto y de el bajaron tres o cuatro minas que iban vestidas como si se hubieran arrancado del desfile anual del pride festival. Radko y yo nos quedamos secos. Riendo y bromeando entre ellas -con ese estilo bien despelotado de las suecas cuando tienen que andar en tacos altos -entraron en la casa que supuestamente estábamos vigilando. Radko afirmó ahora no había duda alguna de que la música que habíamos oído momentos antes, pop-rock aseguró que era, provenía de la casa de Utamara. –“Quizás la que canta es Shakira”, sugerí yo.

Decidimos avanzar hasta la entrada de la casa y llamar. La verdad es que nadie nos dió pelota. Nadie salió a abrir. Estábamos parados delante de la reja semiabierta, como un par de vendedores de aspiradoras llegados a la peor hora. Viendo que yo estaba desconcertado, Radko empujó la reja de fierro con una mano y después me empujó a mi, hacia adelante, con la otra. Cruzamos entonces en diagonal hacia la puerta de la casa y, al pasar delante de un ventanal panorámico, vimos nada menos que a Khaled, de lo más instalado, parado al lado de un bar lleno de botellas y baldes de hielo, con una copa en la mano, conversando con una rubia platinada, de vestido y zapatos dorados, que estaba de comérsela con vestido, zapatos y todo. Radko admitió ahora que la bicicleta que le había parecido ver antes probablemente era la de Khaled.

En ese momento, desde la calle a nuestras espaldas, llegó un seleccionado olímpico de chicas vestidas de fiesta. Caí en cuenta de que venían disfrazadas, y que las que habíamos visto llegar en taxi minutos antes también llevaban disfraces sólo que la mente te filtrará, supongo yo, los detalles que no van con la situación. El caso es que ellas nos fueron empujando prácticamente hacia la puerta, ésta se abrió y detrás de ella apareció Utamara, si bien en ese minuto no sabíamos que era él, y empezó a abrazar y besar a todos, principalmente a las chicas, algunas de las cuales se habían colgado de los brazos de Radko y otras de los míos, como si fuéramos todos grandes amigos, de modo que él no tenía como imaginar que nosotros habíamos llegado hasta allí con la intención de pegarle un balazo en la cabeza. Utamara nos conminó a todos a entrar a lo que llamó "su humilde morada" lo cual era por decir lo menos una exageración pues la casa era cualquier cosa menos humilde. De la vivienda salía ahora un ruido estridente, que me hizo pensar que a lo mejor allí, detrás de toda la joda y el quilombo, estaba la causa de que al japonés lo quisieran eliminar. En el tumulto de abrazos y bienvenidas que nos cayó encima, a Radko no se le ocurrió cosa mejor que pasarle las botellas de Slivovitza a Utamara y el japonés las recibió encantado presentándose "muy agradecido, Utamara, un servidor, para que se fueron a molestar".

La música, el pop-rock según nuestro experto, Radko, sonaba tan alto que lo más bien hubiéramos podido zurcir al japonés a tiros ahí mismo en medio de los abrazos y los apretones de manos y nadie habría escuchado nada. Le pregunté a Radko: a) ¿para qué te bajaste del auto con las botellas de Slivovitza?; b) ¿porqué se las pasaste al japonés que se supone vinimos a matar?. No hubo respuestas y un par de empujones más adelante entré finalmente al salón, allí estaba el núcleo mismo de la fiesta, ahí francamente ardía igual que en un reactor nuclear. Llevaba una chica muy bonita, con cabeza de conejo colgada de un brazo y otra, con cabeza de burro, colgando del otro. Radko iba rodeado por una mujer de gorra y casaca de policía, otra que llevaba una cabeza de lagarto y una tercera aún, de Cleopatra.

Al rato estábamos todos bailando cumbia un minuto, pop-rock el otro y después lo que fuera y el ambiente era de carnaval desenfrenado, suficiente como para impresionar hasta a un asesino a sueldo. Radko bailaba con la chica policia, yo con la cabeza de burro y la coneja al mismo tiempo, Khaled seguía hablando con la rubia platinada que escuchaba de lo más interesada. Seguramente le estaba pasando el rollo de la jihad en la vida íntima de un buen musulmán, pues era el tema que usaba cuando quería enrollar a alguna hembra.

Discretamente, Khaled se acercó a saludar. Nos enteramos que el dueño de casa, Utamara, estaba celebrando su cumpleaños número cuarenta y cinco. De hecho el que más bailaba, bebía, hacía salud con los demás, brincaba, lanzaba alaridos y yeahs a diestra y siniestra era él y su entusiasmo nos contagiaba a todos. Cuando el equipo de repente se puso a tocar "Paint it Black" pensé que el techo de la casa iba a desplomarse, y me puse a gritar yo también en la parte que dice "I see the girls walk by dressed in their summer clothes / I have to turn my head until the darkness goes" y me uní al resto que cantaba ferozmente, así que de repente estábamos Utamara, la burra, el susodicho y la coneja, formando una línea de bailarines tomados de la cintura, dando patadas a compás en el aire al ritmo de los Rolling Stones, en la versión antigua, cuando Brian Jones todavía era parte del grupo. Los demás invitados, por agradar al japonés, fueron haciendo círculo alrededor de nuestros ridículos saltitos, que en ese momento no se sentían absurdos. Es que nada que pensáramos e hiciéramos se sentía mal, eso debe ser la definición de felicidad, sobretodo que poco después alguien -me sospecho que Khaled -puso un compacto con Rachid Taha y la canción “Ya Rayah” (Duerme, amor) que muchos han interpretado, hasta el Goran Bregovic y su gran orquesta gitana de bodas y entierros. En momentos así uno siente la sana alegría y satisfacción de ser un gánster a contrata.

Pasaron cosas esa noche. Bebimos, bailamos, saltamos, nos besamos y nos abrazamos como si fuera la última fiesta del verano en el planeta. Y en algún sentido lo era, por lo menos para Utamara. Ibamos de la cocina a la sala, llevando fuentes de sushi, rollos californianos y sashimi, botellas de saké y fuentes de yakiniku, tiriyaki, u'dong y sopa miso, y toda clase de bebidas. Se comía y se tomaba y, a ratos también, se fumaba. Había un tipo que tenía fama de bravo para traficar sentado por allí, al que yo conocía de vista, de nombre Ardogan, que estaba repartiendo a todos los que quisieran probar. Hacía tiempo que no me topaba con él, pero sabía bien que si él estaba allí no era cuestión de sacar la pistola y empezar a los tiros. Pasa que muchos de estos gánsters llevan una vida tranquila, sin grandes líos, pues la fama que tienen precede a todo lo demás y llega antes que ellos mismos a todas partes. Por eso, mucha de esta gente terminan confundidos con el resto del perraje y suelen morir tranquilos, en una cama de hospital, como cualquier hijo de vecino.

En algún minuto aparecieron en el antejardín un grupo de vecinos furiosos a protestar por la música y Radko, que siempre ha sido la discreción misma pero que esta noche simplemente se había salido de madre, encabezó junto con la muchacha policía a un grupo de partidarios de la farándula y entre todos se dedicaron a insultar a los vecinos y hasta los amenazaron, la chica policía con una pistola de juguete y Radko con un revólver de verdad, calibre 32, de caño corto. Algo más tarde se cortó la luz, o más bien algún chistoso, por entretenerse, cortó la luz, y todos salimos a la terraza a abrazarnos bajo la luz de la luna y algunos se metieron al sauna que tenía Utamara detrás de la casa. Cuando volvió la luz una media hora más tarde buena parte de los asistentes se habían sacado los disfraces y andaban corriendo abrazados, semidesnudos, por el patio y el antejardín. Supe después, que Utamara se había retirado a una de las habitaciones del piso superior con una caja de botellas de champaña y un grupo de admiradoras, de las cuales a esas alturas había varias. A ese grupo se había unido también Ardogan y su maletín con drogas. Entonces me di cuenta que la mujer burro se había dado de baja y había seguido a Utamara cuando lo del apagón. La mujer conejo seguía firme a mi lado.

Una corta reunión con mis colegas en el fondo del patio contó con la que participación de la platinada, la coneja y la policía -en el entusiasmo le había encajado unas esposas a Radko y ahora andaban pegados uno al otro y alegaban haber perdido la llave. Pregunté que pensaban de la situación. Fue la coneja que rompió el silencio para preguntar, como si ella fuera miembro de la pandilla: -¿"Situación, como qué, dices tú?" -"Pasa que trajimos un regalo a Utamara que unos conocidos de Alemania le mandaron y no sabemos si esperar o entregárselo ahora mismo". -"Allí mismo donde lo encontremos", aclaró Radko. Las chicas opinaban que era más choro darle el regalo de inmediato. Radko quería esperar un poco más: -"Es que es bien personal como regalo, saben" explicó a la chica policía. Khaled opinaba que era mejor esperar, incluso hasta otro día." Hay demasiada gente en esta fiesta", dijo en voz alta para que le oyeran las chicas y después agregó, algo más bajo -"no nos alcanzan las balas que trajimos”". Decidí que esperáramos. La chica platinada preguntó de qué se trataba el regalo y Khaled se la llevó del brazo al salón. Escuché que empezaba a darle una segunda versión sobre la jihad, combinada esta vez con el tema de la vida y la muerte en Asia, particularmente en el Japón y sus habitantes. Radko y la chica policía subieron al segundo piso donde sobraban habitaciones desocupadas para buscar la llave extraviada.

La mujer conejo y yo nos quedamos en la terraza, solos, en el medio de la noche, fumando y tomando a tragos de unas botellas de ron hasta que nos pusimos a vomitar, en el pasto, medios intoxicados. Después no sé que más pasó.

Debe haber sido mucho más tarde cuando escuché que alguien en la casa tocaba el piano: la mujer conejo estaba tirada en el prado desnuda desde la cintura para arriba, entre mis brazos y yo la estaba besando muy suavemente, tratando de imaginarme que la amaba. A la luz de la luna su rostro era lo más bello que había ocurrido en mi vida. Era como la contrapartida y continuación de aquel momento único en mi perra vida en que mi madre me llevó, de la mano, hasta la escuela del pueblo y por el camino me contó que el hombre que había sido suyo, mi padre, se había marchado para siempre, con otra mujer. Cubrí con mi vestón, que para peor tenía las solapas manchadas de vómitos, la desnudez de ella y la libré dulcemente de su cabeza de conejo (que era como de papel maché duro pintado) y comencé a besarla tiernamente en los labios, encima de los ojos y en la punta de la nariz. Este minuto fué mágico, creo que puso fin definitivamente a aquel otro, interminable, de mis padres.

Un minuto más tarde, estando sin vestón, me llevé instintivamente la mano al bolsillo trasero del pantalón. Advertí que no tenía más el revólver. Busqué en los alrededores, sin encontrarlo. Estaba en eso, cuando ella se incorporó, asustada. Le ayudé a ponerse la blusa y mientras abrochaba docena y media de botones me sentí como un padre que ayuda a su hija, no como el Alemán que para el caso también es padre, sino mejor, mucho mejor, en fin.

Volvimos abrazados al salón. Me parecía que la había conocido siempre, aunque no sabía su nombre y no me importaba saberlo. Adentro, Utamara el músico estaba tocando el piano y una chica algo ebria y con el vestido manchado de vino pulsaba suavemente las cuerdas de un contrabajo. Los dos acompasaban perfectamente una melodía bellísima, como si siempre la hubieran tocado juntos. En el salón quedábamos una docena de personas. Entre ellos, Ardogan, que se había instalado en una silla tres o cuatro detrás de Utamara y fumaba un cigarrillo trás otro. Con la cabellera negra bien peinada hacia atrás, demacrado y las grandes ojeras se le veía gastado, pero los ojos le brillaban y no daba la sensación de estar cansado. De repente se me ocurrió que Ardogan había venido a matar a Utamara y ahora estaba esperando, pacientemente, a que todos nos fuéramos y el japonés se quedara solo.

El tipo a mi lado dijo que la música era de Umebayashi Shigeru y después, viendo que yo no sabía que contestar, se volvió hacia otro lado y empezó a hablarle a una pareja que escuchaba embelezada al tal Shigeru. De la primera pieza Utamara y la del bajo pasaron a otro tema igualmente hermoso. Entonces se levantó otra de las muchachas y se puso a tocar violín y era como escuchar a un ángel y no a una tía que había estado gritando, aullando y corriendo borracha en calzones por el patio apenas una hora antes. Escuchamos en silencio casi religioso, por lo menos casi religioso para un gánster. Trataba de representarme lo que hubiera pasado si hubieramos encontrado esa noche solos al japonés y las chicas, tocando sus instrumentos y toda belleza que habríamos podido eliminar en unos minutos. Pues a mi me han pagado para matar a un lote de gente (estafadores, jugadores, mafiosos, testigos, carroña, por lo general) pero nunca me ha tocado despachar a un músico. Miré a mi compañera. Por sus mejillas corrían unas cuantas lágrimas. Su rostro se me antojaba ahora aún más bello que antes, cuando la vi a la luz de la luna. Comprendí que no iba a liquidar al japonés esta noche. Me excusé y me levanté para ir al lavatorio. Allí se me juntó Khaled y poco después apareció Radko, sin la mujer policia. Juró, en todo caso, que no le había pegado un tiro.

Radko insistió en que saltáramos por la ventana del baño y nos escabulleramos a la calle antes de que apareciera la policia. La chica policia? le pregunté yo, extrañado. No, la de verdad, dijo él. Con la batahola que se armó aquí esta noche, tienen que aparecer - aseguró - por incompetentes que sean. Khaled estaba de acuerdo y no me quedó más remedio que aceptar. Entonces Khaled me pasó el revólver perdido, me lo había afanado él cuando estaba bailando para evitar que se me cayera o hiciera alguna tontería con el. Les pedí que tomaran ellos el Peugot y dejaran el revólver en la guantera. Les dí las llaves. Khaled me pasó la llave de la bicicleta y empezó a explicarme que el candado era un poco difícil de abrir.

Radko aprovechó para devolverme el sobre. No podía contar con él para matar al japonés. Con Khaled, en cambio, todo depende de la jihad: "es una lucha contigo mismo y nadie más", dijo una vez, "empieza cuando abres tus ojos al mundo hasta que la muerte te los cierra y está en todo ". A mi me pareció que la jihad era algo asi como tener conciencia propia. De todas maneras no me devolvió nunca el dinero, ni yo a él la bicicleta.

Volví al salón. Estuvimos escuchando música con la mujer conejo hasta que amaneció. Fué la noche más hermosa de mi vida. Al amanecer, todo el mundo se había ido, salvo nosotros, Ardogan que seguía fumando sin moverse de su asiento y los músicos. En algún momento, la chica del violín y la del bajo dejaron de tocar, completamente agotadas. Utamara siguió tocando, lentamente, rozando apenas las teclas del piano. A ratos parecía que había dejado de tocar y yo pensaba que se había muerto, de puro cansado, pero después venía otra nota y otra más, de una fuente inagotable. Sin decir palabra, cuando por fin salimos del salón, empujó hacia mi un compacto con los temas de Shigeru que estaba tocando. Ardogan levantó levemente la cabeza como aprobando nuestra partida. Afuera, en la calle, encendí un cigarrillo y lo fumamos yo y la mujer conejo, esperando en silencio hasta que escuchamos de nuevo las notas del piano de Utamara. Le dije al oído: -“tu eres testigo, Utamara sigue vivo y nos vamos de aquí”. Ella se rió, sin entender. Entonces nos fuímos a buscar la bicicleta. Estuvimos un buen rato tratando de abrir el candado de la bicicleta de Khaled, hasta que por fin cedió...

Ella insistió en encaramarse a la bicicleta y partió pedaleando despacio, cargando el disfraz con la cabeza de conejo en la parrilla. Yo caminaba a su lado, fumando sin parar, la cabeza vacía de todo pensamiento. A ratos ella se alejaba, después regresaba tocando la campanilla y riendo, la besaba, ella seguía pedaleando. En algún momento durante la caminata salió el sol. Entramos a Vasastan desde Solna, pasando frente a la escuela militar de Karlberg. Subimos por la pasarela que va por encima de la entrada a las autopistas. Hicimos el tunel que va por debajo de la vía férrea. Ella se paró a mostrarme una colonia de conejos salvajes que se ha avecindado debajo de la pasarela, en un lugar protegido de los perros del barrio. Salimos por fin a Roerstrandgatan y nos detuvimos a tomar desayuno, en un lugar llamado Xoko. Verla beber su café y comer con tanta gana me dió un tremendo placer. Después seguimos al Vasaparken y nos echamos a dormir en el pasto, hasta muy avanzada la tarde.

Thursday, September 04, 2008

¿PRAT O ALLENDE?

Pese a sus evidentes falencias, la serie sobre grandes chilenos, de TVN, nos propone un listado de diez figuras de nuestra historia, representativas de nuestra cultura y que están instaladas en el alma o el corazón nacional. Se podría objetar que faltan nombres ilustres –agregaría a Bernardo O’Higgins, José Manuel Balmaceda, Emilio Recabarren, Clotario Blest o Raúl Silva Henríquez- pero no objetaría a ninguno. La ventaja que veo al método usado por TVN para seleccionarlos, es que no compromete a nadie, puesto que puedo votar las veces que quiera. De este modo, el resultado final carecerá de interés; en definitiva, no habrá un chileno más grande y la serie quedará rápidamente en el olvido. De este modo, nuestros amigos de derecha no tienen de que preocuparse, porque entre los diez seleccionados no haya uno sólo de esa corriente.

El hecho que Arturo Prat y Salvador allende ocupen, actualmente, los primeros lugares, me da la oportunidad para meditar sobre sus similitudes y diferencias. Siento a ambos muy cercanos. Mi hermano nació un 21 de Mayo y nuestros padres lo bautizaron con el nombre Oscar Arturo, como un homenaje familiar. Recuerdo de niño, cada 21 de Mayo como un día de celebración familiar, que comenzaba habitualmente radioteatros que nos narraban minuto a minuto, en tiempo real, los acontecimientos, hasta el hundimiento de la Esmeralda, el abordaje y la muerte de Prat y sus compañeros en la cubierta del Huáscar. La primera vez que voté en una elección presidencial, año 1964, lo hice por Salvador Allende y también en 1970. No sólo voté por Allende, también participé activamente en las campañas, como lo conté en un post anterior.

Arturo Prat y Salvador Allende ofrendaron sus vidas a la Patria, en aras de sus convicciones más profundas, en situaciones límites. Ambos pudieron rendirse al adversario y a su abrumador poderío bélico y preservar sus vidas, o intentar hacerlo, pero eligieron morir a claudicar. Ambos afrontaron la muerte de modo lúcido, convencidos de la validez de sus opciones. Se podrá argüir que en el caso de Prat, su abordaje a la muerte unió a los chilenos y que, en cambio, Allende los dividió y, más aún, que nos sigue dividiendo.

Antes que chileno soy un hombre. Como dice la ley, mi nacionalidad es un atributo de mi personalidad, no mi personalidad. En consecuencia, frente a todo evento, cualquiera sea su naturaleza, antes de tomar una posición, pregunto en que grado ese acontecimiento beneficia o afecta la dignidad inherente a la humanidad. Arturo Prat ofrendó a la Patria su vida en el marco de un caso bélico, en tanto chileno enfrentado con extranjeros, en un conflicto que ninguno de los combatientes había provocado y al que habían sido arrastrados por fuerzas o intereses cuyos rastros estaban aquella mañana en una nebulosa. Salvador Allende ofrendó una vida que había dedicado básicamente a la política, luchando por la dignidad de los chilenos más humildes y desvalidos, por la justicia social.

No votaré para elegir el chileno más grande de nuestra historia, pero si la alternativa fuere optar por alguno de los dos, lo habría hecho por Salvador Allende.

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