Si toda historia debe tener un principio, esta comienza aquella tarde del día jueves 24 de Agosto de 1973, cuando, al salir de mi oficina, me encontré con Rafael, en la esquina de Ahumada con Huérfanos. Fue él quién me detuvo, interrumpiendo bruscamente mis reflexiones. Recuerdo que a diferencia de los días anteriores, me sentía estimulado y contento con los últimos acontecimientos. Me refiero, por supuesto, a los que me concernían particularmente. Esa tarde, poco antes de bajar, recibí una llamada de Ana María, que había esperado ansiosamente en los últimos treinta días. Ana María estuvo muy afectuosa y me comunicó que aceptaba reunirse conmigo para ver si podíamos reconciliarnos y recomenzar una relación de pareja que ella misma había interrumpido, tres meses antes, sin que pudiera explicarme o explicarse el motivo. Cuando salí del edificio me encontré con una suave llovizna, que multiplicó mi sensación de bienestar. Vivo en el centro de Santiago y demoro en llegar a mi casa, caminando, unos veinte minutos. Esa tarde, a pesar de la llovizna, quería caminar para prolongar el deleite que me producían ambos hechos.
Rafael me saludó afectuosamente, diría que con cierta exageración. Mientras yo quería estar solo, Rafael parecía encantado de encontrar a alguien conocido con quién detenerse a conversar bajo la lluvia. Me preguntó como estaba y respondí con un “¡excelente!”, que me salió del alma. “Me alegra saberlo”, dijo, “yo en cambio lo estoy pasando muy mal”. En ese momento me di cuenta que yo sabía lo de su separación con Laura, su esposa. No comprendía como pude olvidarlo. “Lo siento, Rafael. Supe que tu y Laura se separaron. De verdad lo siento”, atiné a susurrar. “Laura literalmente me obligó a dejar mi casa y a mi hijo. ¿Cómo te enteraste?”.
Laura y yo nos conocemos desde niños, nuestros padres eran amigos y fuimos vecinos durante varios años. Siempre fue una mujer muy atractiva y alegre. Hubo una época en que nos vimos con frecuencia pero, con el tiempo, perdimos contacto y rara vez nos vemos. De hecho, después de mi matrimonio con Magdalena, sólo nos vimos en dos oportunidades. Hace poco menos de un mes me encontré con Laura en el Metro. En el breve trayecto que hicimos juntos en el tren, alcanzó a contarme, muy de pasada, que se había separado de Rafael, de modo que desconocía el alcance de este asunto. Estaba muy absorto en mis propios problemas para advertir en ese momento, la notable coincidencia que importaba encontrarme con ambos, por separado, en un breve lapso de tiempo.
Nuestra conversación se había desarrollado bajo el paraguas de Rafael, que, impertérrito, proseguía interrumpiendo el tránsito peatonal. Además la plática tomaba un rumbo inesperado, puesto que Rafael parecía decidido a enterarme de los detalles de su ruptura matrimonial. La lluvia arreció y a nuestro alrededor se fue produciendo un vacío. Los transeúntes empezaban a disgregarse para protegerse de la lluvia. Debo haber hecho algún gesto de incomodidad o impaciencia, porque Rafael me tomó del brazo, casi arrastrándome, diciendo “Entremos al Mermoz. Por favor acompáñame. Necesito tomar un café. Dios sabe cuanto lo necesito en este momento”. En los minutos siguientes oiría reiteradas alusiones a la divinidad, en términos tales que no pude sino notar que Rafael pasaba por una extraña onda mística, que me produjo franca antipatía. No pude resistir su súplica. Mientras nos acomodábamos en el local atestado de público, humo y bullicio, tuve la fugaz idea que se había desencadenado el temido y anunciado golpe de estado y que en los próximos minutos sería sometido a una sesión de torturas por un enemigo que hasta entonces sabía me asechaba en algún lugar del país, a quién no conocía. En cuestión de minutos mi vida tomaba un nuevo giro, privándome del solitario placer del recuerdo de las palabras de Ana María y de la lluvia que, otoñal, melancólicamente, caía esa tarde sobre Santiago. Entonces, ya acomodado, resignado y vencido. Me dispuse a sufrir la inminente tortura. La sesión fue larga y tediosa. Rafael se empeñó en informarme de todos los detalles. Hasta los mínimos, de su relación con Laura. Entre tanto, al principio, tímidamente, y después con el mayor desparpajo, me entregué al ejercicio de reproducir, palabra a palabra, mi reciente conversación con Ana María. Escuché su voz, una y otra vez, repitiéndome “Te espero el viernes, a las dos, en el lugar de siempre. Lo único que te pido es que me llames al mediodía. Tu sabes que en la clínica siempre estoy expuesta a una emergencia de último minuto” Entre tanto Rafael hablaba y hablaba, sin parar. De pronto la inflexión de su voz tuvo un súbito cambio, que me trajo de vuelta a mi sesión de torturas. Me dijo “tu eres abogado y amigo de Laura. Necesito acordar con ella lo de la pensión de alimentos de Rafael Ignacio. Me dijo que había pensado en una suma determinada que me pidió se la ofreciera a su esposa. Me dijo que no quería hacerlo personalmente, que estaba muy dolido y no deseaba, por el momento, verla o hablar telefónicamente con ella. Me dio los teléfonos donde podría encontrarla y me facilitó lápiz y papel para anotarlos. Me pareció que nuestro encuentro terminaba. Acepté rápidamente el encargo, pedí la cuenta, pagué y dije, escuetamente “vamos. Se ha hecho tarde”.
La semana transcurrió con lentitud. A mí alrededor sentía una agitación creciente. Manifestaciones políticas, incidentes con Carabineros, enfrentamientos entre multitudes que se agredían mutuamente. Los titulares de los periódicos daban cuenta del caos existente por doquier. Mis amigos estaban extrañados de mi pasividad y desinterés por los temas políticos. Había dejado de asistir a las reuniones del Partido y mi desasosiego y pesimismo eran evidentes. Sólo algunos de mis camaradas y Marcela conocían mi ruptura con Ana María y los efectos devastadores que había producido en mi estado de ánimo. En mi casa, Magdalena y mis hijos atribuían mi desolación a la situación del país, que empeoraba por minutos, ya que estaban o creían estar al tanto de mis actividades políticas.
Tal como lo habíamos acordado llamé a Ana María el día viernes, al mediodía. Me contestó una de las auxiliares que me dijo escuetamente. “En estos momentos la señora Ana María está con el médico y la Unidad Coronaria Móvil asistiendo a una paciente que está con un infarto cardiaco. No podrá atender su llamada”.
Sentía como si alguien me hubiera dado una bofetada en el rostro. No podía creer que tuviera tan mala suerte. Suponía que Ana María estaría igualmente afectada, no dudaba de sus sentimientos. Ese no era el problema. No quedaba otra alternativa que esperar una próxima cita. Sólo que se me hacía tan difícil... Salí a la calle, necesitaba caminar, tomar un café, entrar a una librería, hacer algo. La oficina me producía claustrofobia. El día estaba transparente. La temperatura era agradable. De pronto, la calle Huérfanos se llenó de manifestantes gritando consignas en contra del gobierno, los “guanacos” irrumpieron lanzando agua en todas direcciones. El aire se tornó irrespirable con los gases de las bombas lacrimógenas. Pude refugiarme detrás de un quiosco y salir ileso del ataque policial, pero mi ánimo estaba en los suelos.
Debe haber sido alrededor de las cinco de la tarde de aquel funesto viernes cuando a propósito de mis penas de amor me acordé de las de Rafael. Creo que sonreí con el paralelo. Súbitamente quise hablar con Laura, la llamé y me contestó ella misma. Le dije que me gustaría verla, que había quedado intranquilo con las noticias que me había dado en el Metro. Me dijo que salía de su oficina a las seis y que no tenía nada que hacer porque “Nacho”, estaba el la casa de un compañero estudiando para un examen. Su voz denotaba tranquilidad. Me sorprendió que no le llamara la atención mi llamada telefónica. El único problema era acordar “un lugar donde reunirnos a prueba de manifestantes, guanacos, lacrimógenas o bombas molotov”, me dijo burlándose amablemente de mi militancia política y de mi conocida adhesión al gobierno. Su risa apacible y su cálida acogida morigeraron mi mal humor. Me pareció una buena idea haberla llamado.
A la hora convenida nos encontramos en el departamento de Rocío, su prima, que era también mi amiga desde la misma época que Laura. El departamento estaba en una callecita perpendicular a Providencia, cerca de Lyon. “Rocío esta en Puerto Montt, en comisión de servicios y me dejó las llaves con autorización a usarlo si lo necesitaba para almorzar o dormir la siesta”. ”En todo caso no estoy haciéndote ninguna sugerencia”, dijo y se rió.
Laura puso música. Su prima era una apasionada de Silvio Rodríguez y tenía varios discos que había comprado en el extranjero. El departamento era confortable, amplio y estaba agradablemente decorado. Los muebles eran finos, al igual que las lámparas y alfombras. Poseía cuadros modernos, un bar bien provisto y una agradable terraza con hermosas y bien cuidadas plantas. Nos preparamos un trago y nos fuimos a conversar a la terraza. Rápidamente se creó un grato y armonioso clima, hicimos recuerdos de nuestras familias, de sus hermanos, de nuestras familias, de los amigos comunes. La situación política del momento era un tema ineludible. Laura era, según ella, “apolítica”, pero era evidente su postura contraria al gobierno. No deseaba un golpe de estado porque no confiaba en la prudencia y buen juicio de los militares. Lo divertido del caso es que el departamento donde platicábamos era de un Oficial de Ejército, casado y anulado de Rocío, pero que le permitía ocuparlo mientras cumplía una misión diplomática en Europa. Cuando hablaba de la falta de criterio o de la irracionalidad de los militares estaba hablando, en realidad, de Roberto, el único que conocía verdaderamente. La tarde transcurrió rápidamente. Cuando anocheció. le propuse a Laura que bajáramos a comprar comida preparada, pero no quiso. Dijo que prefería dejarlo para otro día, que no había estado en su casa en todo el día y no sabía nada de “Nachito”. Le conté entonces, en la forma más resumida que pude, mi encuentro y mi conversación con Rafael y su propuesta sobre pago de pensiones alimenticias. El tema la perturbó notoriamente. No quiso saber nada de Rafael. Me dijo que aceptara de inmediato su ofrecimiento y que el dinero se lo depositara en su cuenta corriente. “Ya era hora que resollara”, dijo secamente. Después me pidió que la acompañara a buscar su auto estacionado en el subterráneo del mismo edificio y nos despedimos. “Hacía tiempo que no disfrutaba una reunión como ésta. Te lo agradezco. Sólo quiero pedirte que nunca más me menciones a Rafael ni le cuentes nada de mí. Prefiriría que no supiera que nos vimos personalmente. Dile que te di la respuesta por teléfono”. “Prometido”, dije. La besé en la mejilla y me fui caminando rápidamente en dirección al Metro.
El lunes siguiente, a primera hora, llamé a Rafael para darle la conformidad y el mensaje de Ana María. Quizo saber como había encontrado a su esposa, le dije que “bien”, pero que por razones de tiempo me había limitado a transmitirle su oferta y a recibir su respuesta. Después me excusé de continuar conversando, con el pretexto que tenia que resolver con urgencia algunos problemas profesionales. Acto seguido llamé a la clínica para hablar con Ana María, no la encontré, le dejé un mensaje y ya no pude resistir mi mal humor
El tiempo transcurría en forma tensa. Los rumores de golpe de estado se acrecentaban. Se cruzaban apuestas, si sería o no antes de las festividades patrias de Septiembre. Tenía pocas esperanzas que el gobierno y parte de la oposición pudieran llegar a un acuerdo que evitara la tragedia. El fin de semana había asistido a una concentración de los socialistas, donde me encontré con muchos conocidos. La incertidumbre que reinaba en el país y entre los partidarios del Gobierno era total. “Todos” y “todo” parecía girar en torno al mismo problema. Solo yo seguía anclado en mi destino, imposibilitado para recuperar a Ana María o para olvidarla.
El día miércoles me llamó Laura. Me dijo que tenía la sensación que había sido dura conmigo, que cuando le mencioné a Rafael había sentido una furia increíble en mi contra. Me dijo que hasta ese momento. mi mención a Rafael, se suponía que estábamos en una cita de amigos, que querían verse y conversar. Tenía la impresión que quería decirme algo pero que no encontraba las palabras precisas. Traté de adivinar sus pensamientos. “Te llamé el viernes pasado porque “yo” deseaba “verte” y estar contigo”, dije recalcando las palabras. Agregué: “No lo hice porque me lo pidiera Rafael. Si lo mencioné fue sólo porque quería deshacerme todo lo rápido que me fuera posible de su encargo. No lo pude eludir. Más aún, Rafael es un latero que no puedo soportar”. Quise culminar mi arenga en forma que Laura no pudiera tener dudas de mi sinceridad. “En un conflicto entre tu y Rafael, estoy total, absoluta, definitivamente de tu lado”. Laura me replicó “Lo sabía. Por eso te llamé. Me gustaría verte de nuevo... si quieres”. Me comprometí a llamarla el lunes para confirmarle mi invitación a cenar, si podía resolver un problema que me impedía comprometerme ahora mismo. Sucedía que no quería tener compromisos con nadie mientras no supiera que pasaría con Ana María.
El día lunes mi estado de ánimo era caótico. Marcela me llamó para decirme que estaba inquieta por mí. Me preguntó si había vuelto con Ana María. Le dije que no y que estaba muy depresivo. “No puedes seguir así”, replicó Marcela, y continuó animándome: “Necesitas frecuentar otras amistades. Recuerda que “un clavo saca otro clavo”. Te hablé de Ingrid, es mi amiga, es muy atractiva y está sola. Déjame presentártela. Me tomé la libertad de hablarle de ti. Tienes que hacer algo. !Hoy día¡”, exigió. Le dije que si quisiera podía salir con una buena amiga, “Sólo tengo que llamarla, pero no tengo ánimo” No habían pasado treinta minutos cuando Marcela apareció como un huracán en mi oficina. “Dame el número de Laura” me dijo imperativamente. Discó el número y me pasó el auricular. “Toda tuya”, dijo y esperó mi reacción, vigilante. “Laura, estoy libre de todo compromiso, quiero verte ahora mismo”, dije. “Esta bien, ven a las nueve al departamento de Rocío. Comeremos aquí”. Marcela aplaudió con entusiasmo mi decisión y ordenó “Me debes un café. Ahora”. “Vamos”, dije, y bajamos.
Marcela es mi mejor amiga. La amo desde que traté de seducirla sin conseguirlo. Cuando acepté mi fracaso, nos transformamos en los inseparables amigos que ahora somos. Marcela, siempre solidaria, alegre y lúcida, me ayuda a mantener mi equilibrio emional; cada vez que mi ánimo decae, está lista para intervenir y salvarme la vida. Mi separación con Ana María le ha dado mucho trabajo. Pero ahí esta, infatigablemente, a mi lado.
A la hora convenida toqué el citófono del departamento de Rocío. Laura me abrió la puerta y subí corriendo las escaleras. Llegué jadeante al cuarto piso, donde Laura me esperaba extrañada que no hubiera usado el ascensor. Me besó descaradamente en la boca, aprovechándose de mi fragilidad temporal y luego, sin darme tiempo, me introdujo al departamento. Esta vez sólo estaban encendidas las luces indirectas y todo parecía preparado para una cita de amantes. En fracción de segundos, escuchaba una romántica canción en el equipo y tenía una copa en mi mano. “Por nosotros”, dijo Laura. “Esto es lo más importante”. Bebimos y me besó. Solté mi copa y la atraje con fuerza hacía mi, De pronto, en la penumbra de la habitación vi a Ana María, ofreciéndoseme alegremente. Entonces procedí a hacerle el amor, como nunca antes lo habíamos hecho. Recorrí sus senos, me detuve largamente entre sus piernas y cuando, finalmente la penetré, mis ojos naufragaron en las verdes pupilas de Laura que me miraba con sus grandes ojos, muy abiertos, sorprendida y complacida. Cuando terminamos, Laura me preguntó “A quién hiciste el amor hace un rato. ¿Quién es Ana María?”. La pregunta me tomó de sorpresa, si en algún momento la mencioné, no me había dado cuenta. Me sentía indignado conmigo mismo. Cuando pude recuperar mi aliento y salir de mi embarazo le conté todo sobre Ana María, mis esperanzas y frustraciones. “¿Y que pasa con Magdalena?”, insistió. “Nada, absolutamente nada”, contesté. “Así que hay otra mujer en tu vida”, concluyó. “Así es”, dije, lacónicamente. Noté cierto desencanto en el tono de la voz de Laura y quise salir al encuentro de los malos presagios. Hice lo mejor que pude, pero sin saber yo mismo si era lo correcto. “Es cierto que estaba pensando en Ana María cuando empecé a besarte pero que cuando inicié la penetración, y vi tus ojos abiertos, inmensos y verdes como un océano, sentí placer al comprender que estaba contigo Laura, y a ti, sólo a ti, amé esta noche”. Mi declaración era absolutamente sincera y procuré transmitirle toda la ternura que pude. Nos preparamos otros tragos, cambiamos la música y nos fuimos a la cama, ya que todo el torbellino amoroso anterior había transcurrido, como en un filme, en el living de Rocío. “Ya habrá tiempo de arreglar los estropicios”, dije, convencido.
Hubo una segunda vuelta. Más madura, más tranquila, esta vez, sin equívocos, pero igualmente apasionada. Laura se durmió casi enseguida, tal como quedó después de la batalla, desnuda entre mis brazos. Traté de pensar en Ana María, pero no pude, su imagen se había esfumado. Mientras Laura dormía, yo meditaba sobre los últimos acontecimientos, con una extraña placidez. Me preguntaba si era posible que pudiera al fin, como me aseguraba Marcela, encontrar una nueva pareja y olvidar definitivamente a Ana María.
Advertí que el sueño de Laura era muy profundo y que, por ahora, la fiesta había concluido. Además Laura me había contado que esa noche Rocío venía viajando en bus desde Puerto Monta, de regreso a Santiago; que llegaría en la mañana. Entonces me levanté, me duché, me vestí y, a modo de despedida, besé a Laura en la mejilla. Laura abrió sus ojos verdes, me miró, sonrió y los volvió a cerrar, vencida por el sueño.
Cuando salí a Providencia, sentí en el ambiente que algo muy grave estaba ocurriendo. Había un gran silencio en la ciudad, que sólo era recortado por las sirenas de los vehículos policiales y las ambulancias. Alguien detuvo su automóvil junto a mí. El conductor era un hombre joven, afable y locuaz. Me preguntó donde iba, y luego de algunas detenciones para revisiones policiales, me dejó en Alameda con Almirante Barroso, luego de explicarme, con la urgencia del caso, porque era necesario que los militares derrocaran a Allende.
Me estiré en mi cama y traté de dormir. Mis sensaciones eran tan variadas y contradictorias, que no podía ordenarlas. Tampoco puedo describirlas ahora, a pesar del tiempo transcurrido. Sentía pena por mi, por mi familia, por mi país. Me parecía que todos estábamos al borde de un abismo. Presentía oscuras amenazas que se cernían, implacables, para quienes serían vencidos en la jornada. Nadie podía estar seguro. Caerían por miles las víctimas. Los vencedores hablarían de “extirpar el cáncer marxista-leninista”. La operación se traduciría en hacer prisioneros, torturarlos, darles muerte, hacerlos desaparecer. Por otra parte, cuando pensaba en mi mismo, tenía la sensación que no existían motivos para estar particularmente temeroso. Hacía casi un año que había dejado todo cargo en el partido y, en los últimos meses... Entonces caía en cuenta que en los últimos meses había vivido para comprender que había sucedido con Ana María... De pronto mi cansancio se impuso sobre mis tribulaciones y me dormí.
No habían transcurrido un par de horas, cuando Magdalena me despertó para comentarme que había comenzado el levantamiento militar. Los aviones de la FACH estaban bombardeando La Moneda, y Allende hablaba por radio al país.
Una de las primeras medidas que tomó el nuevo gobierno fue imponer en el país el toque de queda. Al principio se extendió por todo el día. Mientras quedé atrapado en mi casa, traté de imaginar mi vida futura. Estaba en una situación límite que sólo podía agravarse si me alcanzaba la represión material o física. Todo indicaba que, al menos, en ese plano estaba a salvo. Desde otro punto de vista era evidente que no podía estar peor. Separado de la mujer que amaba, en medio de una crisis política sin precedentes, necesitaba descubrir alguna señal que me permitiera afrontar el futuro. Fue entonces cuando tomé una decisión. Me jugaría entero por tener la mejor relación posible con Laura. La próxima vez no habría fantasmas alrededor nuestro.
Tan pronto se levantó el toque de queda, me dirigí caminando a mi oficina. La mañana estaba fría, corría una grata brisa que me animó. Pude observar que por Agustinas circulaban pocos vehículos, que al llegar a Amunátegui eran obligados a doblar al norte, para evitar que alguien pudiera acercarse a la casa de gobierno. En Huérfanos encontré algunos quioscos abiertos. Compré un par de periódicos, a pesar que era evidente que toda información estaba censurada. Tenía resuelto llamar por teléfono a Laura en cuanto llegara a mi oficina, sin embargo, me distraje en la lectura de los periódicos, a pesar que no contenían nada que no hubiere escuchado en las transmisiones de la cadena obligatoria de radioemisoras. Una llamada telefónica interrumpió mi lectura. Me sorprendió escuchar la voz de Rocío. “Laura ha muerto”. me dijo, sin darme tiempo para saludarla. Tuvo que repetirme la noticia varias veces, ya que no lograba reaccionar. Cuando logré serenarme me enteré de los detalles. La mañana del martes 11, cuando Rocío llegó a su departamento, encontró la puerta entreabierta. Una vez en su interior, vio a Rafael tendido en un sofá, en estado de shock. Rafael le pidió que entrara al dormitorio y cuando lo hizo, se encontró con Laura tendida en su cama, semidesnuda, muerta. “No entiendo cómo pudo entrar al departamento, no hay señales de que la puerta haya sido violentada, es posible que haya sido la propia Laura quién abrió, sin preguntar por citófono quién llamaba, creyendo que era yo, que volvía del sur. “Otro misterio es como se enteró que Laura estaba en mi departamento”. Rocío llamó a la policía, que llegó a los pocos minutos llevándose a Rafael detenido. El arma homicida estaba sobre la mesa de centro del living. Rafael había confesado sin renuencia alguna ser el autor del homicidio, pero se encontraba en un estado de desequilibrio mental que le impedía explicar los motivos para proceder en esa forma. Rocío suponía que yo había estado con Laura hasta la madrugada, porque algún vecino me había visto salir del departamento. Ella sabía que su prima y yo nos reuniríamos en la tarde del día lunes en su departamento. Laura se lo había dicho telefónicamente. “Intentaré seducir a Alvaro”, fueron sus palabras textuales, dijo Rocío. Me dijo que yo podía estar tranquilo, que no sufriría molestia alguna con este asunto; que era evidente que Rafael no sospechaba de Laura, que no era un problema de celos, que ni siquiera se había dado cuenta del desorden que había en el departamento, de los estropicios, como lo habíamos llamado, entre risas. Me dio otro argumento decisivo. El departamento era de un oficial de ejército, y, “en estos momentos”, (se refería por cierto al golpe militar), nadie tenía interés que saliera a colación que allí se había cometido un crimen. Las cosas estaban claras, había un asesino, una víctima, un arma y una confesión. Con eso bastaba, no había nada más que averiguar. Los funerales se habían efectuado al día subsiguiente, luego de una autopsia urgente y de la orden judicial correspondiente.
La noticia me dejó perplejo. Me resultaba imposible imaginar a Laura muerta, menos aún cuando, según he dicho, estaba totalmente dispuesto a intentar tener con ella la relación más intensa posible. Laura era, hasta unos instantes, el faro que me indicaría de nuevo el camino correcto. Ahora, debía enfrentar un nuevo y terrible retroceso.
El día transcurrió lentamente. En la tarde, después de almuerzo, fui a la Corte para reunirme con los abogados de la “Brigada”, como lo habíamos acordado previamente. Cuando tomamos el acuerdo, apenas creíamos que lo hacíamos en serio, en el fondo, cada uno de los miembros pensábamos que hacíamos “política-ficción”; ahora, el momento había llegado y tendríamos nuestra primera reunión clandestina en el corazón del poder judicial. La reunión fue muy breve, asistimos la cuarta parte de los conjurados, Sólo queríamos saludarnos y ver quienes faltaban a la cita. Por ahora, la única tarea que nos asignamos fue averiguar la razón de las inasistencias de los ausentes.
Cuando volví a la oficina llamé a Ana María. Lo hice con una decisión que no habría imaginado, sin pensar, sin tener claro que sentido tenía hacerlo. Pero era necesario que Ana María supiera que todavía estaba vivo, que todavía estaba libre. Había una fuerte carga dramática en todo lo que hacía en esa época, todo me parecía trascendente. La reunión de los abogados del Partido en los Tribunales, había sido solemne. Para los gendarmes, para nuestros colegas, para los funcionarios o público que habitualmente circula por sus pasillos, este grupo de personas conversando no tenía más interés que los otros similares que se formaban espontáneamente para comentar los últimos acontecimientos. Para nosotros, en cambio, había sido la oportunidad para dejar constancia en el grupo que estabamos entre los sobrevivientes. Quizás fue por eso que llamé a Ana María, quería que, como mis colegas antes, supieran de mi supervivencia y de mi libertad. Me atendió una de las auxiliares de la clínica. Esta vez, previendo que podía llamarla, Ana María me había dejado un mensaje, me llamaría tan pronto saliera de pabellón un paciente que estaba siendo operado, en esos momentos, en el Hospital Salvador.
Entonces puse los pies sobre el escritorio e intenté dormir.