Monday, June 12, 2006

MI PRIMERA FINAL


A Esteban Lob
Se juega en estos días, en Alemania, una nueva versión de la copa mundial de fútbol. A propósito quiero hacer algunos recuerdos y, de paso, rendir un homenaje al periodista y escritor argentino, ya desaparecido, Osvaldo Soriano.
Mi relación con este deporte ha sido compleja: De niño no podía jugar con mis compañeros porque ya a los seis años usaba lentes ópticos, sin los cuales no veía nada. Fui muy pocas veces al estadio y nunca logré meterme en el espectáculo, puesto que me enteraba de los goles cuando la muchedumbre los gritaba y se ponía a saltar a mi alrededor. No me quedó m otra alternativa que seguir los partidos importantes por televisión, lo que hice hasta que comenzó a perdérseme la pelota. En la universidad me hice hincha de la “U”, pero, con el tiempo, me daba vergüenza reconocerlo, ya que me resultó imposible soportar la calaña de sus dirigentes y su barra brava, compuesta por imbéciles y delincuentes. Tampoco congenio con la prensa deportiva, me molesta su mal manejo del idioma, su falta de objetividad y tendencia a pontificar. Finalmente, el fútbol profesional chileno es un muy mal producto.
Por supuesto que hay excepciones. Hay buenos dirigentes, buenos jugadores, entrenadores exitosos, notables periodistas deportivos. No pretendo meter a todo el mundo en un mismo saco. Más aún, quiero probar que el periodismo deportivo puede ser de gran calidad, como algún reportaje de Eduardo Galeano sobre Pelé o como el que escribió Osvaldo Soriano (1943-1997) para recordar la final del campeonato mundial de fútbol de Brasil, de 1950, que fue el primero que yo recuerdo, mi primera final:
“El 16 de julio de 1950, en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, nació una de las últimas leyendas del fútbol rioplatense; ese día, el imponente centromedio uruguayo Obdulio Varela silenció a 150 mil fanáticos que festejaban el gol brasileño en la final de la Copa del Mundo, convertido por el puntero Friaca. A los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las repletas tribunas del Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo. Entonces, todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las luces de colores se encendieron de una sola vez. Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían más goles. Ese modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán--y mucho más--de ese equipo joven que empezaba a desesperarse. Y clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido--y el rival--, fueran otros. Hubo un intérprete, una estirada charla--algo tediosa-- entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo. Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran. Llegó el empate. Los brasileños sintieron que estaban perdidos. El griterío de la tribuna no bastaba para dar agilidad a sus músculos, claridad a sus ideas. Las casacas celestes estaban en todas partes y les importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de gloria”.
Yo estaba por cumplir 11 años y recuerdo como nos llegó el relato radial del partido. La crónica de Soriano refleja con precisión el grado de frustración de la “torcida” brasileña, el carnaval que no fue.
El reportaje de Soriano está en Internet y su título es “Obdulio Varela: El reposo del centrojás”, y está tomado del libro "Artistas, locos y criminales", Ed. Bruguera, 1983.

“LA VORAGINE”, EL DESTINO IMPLACABLE


“LA VORAGINE”, del escritor colombiano José Eustasio Rivera, (1888-1928), fue la primera “gran novela" que leí en mi adolescencia. Constituyó para mi un salto cualitativo pasar de los clásicos juveniles, hablo de Dickens, Stevenson, London, etc., a una literatura superior. Este libro está asociado, en mis recueros, a mi padre y a mi primo Sergio, por los motivos que contaré.

Mi padre fue un hombre de rutinas felices, que, lamentablemente, murió muy joven, a los 55 años, víctima de una atención médica desafortunada. Entre sus rutinas acostumbraba reunirse con sus hermanos Federico, Roberto y Carlos, con sus amigos y con los de sus hermanos, todos los días viernes. A la salida de su oficina, se dirigía a la calle San Diego, a esperar a Roberto y Carlos, que trabajaban en el diario “El Imparcial”, punto de reunión. Luego se trasladaban hasta algún bar o restaurante donde se encontraban con el resto del grupo.

Era una época de bohemia, que alcancé a conocer, en su última etapa. Con alguna frecuencia, con compañeros de la Universidad, ligados a actividades políticas o culturales, solíamos rematar la jornada en lugares como “Il Bosco” o “La Piojera”.

Un filme chileno, “Tres Tristes Tigres”, del cineasta radicado en Francia, Raúl Ruiz, revive esa época en forma notable. No obstante el tiempo transcurrido, recuerdo el impacto que me causó tanto la primera secuencia de la película, el grupo de amigos ingresando a un bar atestado de gente, como la banda sonora, una canción cebollienta, un bolero, interpretado por Ramón Aguilera, a todo volumen.

A lugares como estos llegaban todo tipo de vendedores, entre ellos, los de libros, que solían encontrar buenos clientes y un público predispuesto por las discusiones sobre todos los temas imaginables, que surgían, espontáneos, al calor de las copas. Mi padre llegó a casa una noche, trayéndome de regalo seis libros, editados por “Zig-Zag”, que aún conservo, que había comprado en esta forma. Así llegó a mis manos “La Vorágine”.

Nunca vi a mis padres leer un libro. Mi madre compraba semanalmente la revista “Don Fausto” y mi padre “Selecciones del Reader·s Digest”. Sin embargo, desde niño me estimularon la lectura, comprándome cuanta revista o libro les parecían apropiados para mi edad.

Otras de las rutinas de mi padre era almorzar los días sábados en la casa de mi tía Evangelina, que vivía con mi abuela Olaya. Mi madre, en esa época, estaba disgustada con mi abuela, que no le perdonaba que se hubiera casado con su hijo, motivo por el cuál, habitualmente, lo acompañábamos mi hermano Oscar y yo.

Mi primo Sergio, el mayor de los tres hijos de mi tía, menor que yo y mayor que mi hermano, era el más feliz con estos encuentros familiares sabatinos. Nos recibía con una alegría desbordante y, normalmente, la jornada terminaba con un ataque de llanto cuando nos íbamos. Eso era, claro está, al principio.

Con el tiempo fuimos creciendo y Sergio se fue convirtiendo en un líder para nosotros y los demás primos. En el Instituto Nacional era el mejor alumno de su curso, era, lejos, el que mejor bailaba rock & roll, cantaba como Frank Sinatra, vestía casacas rojas como James Dean, Fue el mejor futbolista y ciclista del barrio y quién contaba los mejores chistes y con más gracia. Su éxito llegaría a la cima cuando conquistó a la niña más hermosa de la Población Juan Antonio Ríos Nro. 2. Solo que, sin concretar ningunos de sus sueños, prematuramente, se casó con ella...

Fue en esa época. la primera de nuestra adolescencia, cuando le conté el entusiasmo que me había producido la lectura de “La Vorágine”. De inmediato quiso leerla, de modo que le presté el libro.

A la semana siguiente, cuando nos juntamos de nuevo, estaba radiante Para mi sorpresa se había identificado en tal forma con el destino del protagonista, Arturo Cova, que parecía presentir su propio fracaso y la idea, romántica, parecía agradarle. De partida, la primera frase del libro “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, lo había deslumbrado. Después de todo, no sabía que el “azar” no era cosa de niños.

Pensé que, a lo mejor, cuando el tiempo hiciera su tarea, a la hora del balance, mi primo repetiría de memoria, con Arturo Cova “...Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría extraordinariamente, cuál una aureola de mi juventud, los que se olvidaron de mi apenas mi planta descendió al infortunio, los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas para que ambulara, vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos, sin dejar más que ruido y desolación”

Pasaron los años y nunca conversé este tema con mi primo. Es posible que ni siquiera recuerde este episodio, que todo haya sido producto de mi imaginación.

Podría ser...

PS: Cuando escribí este texto. Sergio aún vivía...También fue el primero en abandonar la nave.

DOS MUCHACHAS




Tengo un álbum de música brasileña que en uno de sus surcos viene “La muchacha de Ipanema”, precedida por la voz de Vinicius de Moraes explicando como él y Antonio Carlos Jobim se inspiraron para componerla. El cuento es el siguiente: Tom Jobim estaba en la playa de Ipanema cuando vio una “garota”, en bikini, de cuerpo dorado, en dirección al mar. Jobim quedó tan impresionado con su belleza y su balanceo que obligó a su amigo Vinicius de Moraes a hacerle guardia en la terraza de un bar sobre la playa. La espera duró tres días durante la cual los amigos bebieron cachaza y cerveza. Basta escuchar la canción para compartir el entusiasmo de los amigos. Siempre pude imaginar a la muchacha “mas linda, más llena de gracia!, de “cuerpo dorado, “que viene y que pasa con su balanceo camino del mar”.

Como pensaba escribir este spot, intenté averiguar algo más sobre esta historia y en internet me encontré con fotografías de la musa, me enteré de su identidad, se llama Helô Pinheiro, y que en el año 2003, junto su hija menor (25), posaron desnudas para la revista “Playboy”.

La canción, compuesta en el año 1962, se transformó en uno de los mayores éxitos de la música popular brasileña, de todos los tiempos. Su fama se extendió por todo el planeta y, de paso, hizo una contribución inmensa al turismo brasileño.

Mencioné anteriormente (El alma de los perros) que entre mis cuentos favoritos está “La muchacha de La Guira”, que es también el nombre del libro que reúne relatos del escritor dominicano Juan Bosch, cuya primera edición fue publicada en Chile, en 1955, por editorial Nascimento. Juan Bosch vivió exiliado en nuestro país y llegó a ser Presidente de República Dominicana. Este cuento se encuentra publicado en Internet y recomiendo su lectura.

En el cuento la historia, que tiene ribetes de tragedia, transcurre durante una noche en un bar del puerto venezolano de La Guaira, que dista unos 30 km. de Caracas. Los personajes centrales son Hans Sandhurst y una joven hermosa de la que, casi, no tendremos noticias. Hans es el segundo oficial del “Trodheim”, un barco noruego, de bandera panameña, que arribó al puerto en la mañana del mismo día. La nave mercante zarpará la mañana siguiente. Al oficial le preocupa la conducta de su tripulación, ya tuvo algunos de sus hombres en prisión por riñas, otros están completamente borrachos. Lo único que desea es abandonar pronto La Guaira; sabe que deberá vérselas con el capitán de puerto, con los agentes de los armadores y, además, reemplazar a los tripulantes que no quieran o no puedan continuar viaje. A la mañana siguiente tendrá, pues, un arduo trabajo.

Recostada sobre una pequeña mesa contigua hay una mujer con su barbilla sobre sus antebrazos, con los ojos muy abiertos. La muchacha es muy joven, sus ojos oscuros, su pelo negro, su nariz muy fina, sus piernas bien formadas. Hans advierte en ella un aire algo extraño, inquietante, triste, que no encaja en el ambiente, del que, al parecer, se encuentra completamente ausente. Podría ser una prostituta. Es cuestión de tiempo, el encuentro es inevitable. Luego bailará con ella, advertirá que es casi tan alta como él, que sus pechos son firmes. A medianoche, Hans intenta despedirse, pero la muchacha lo retiene, le implora, con una firmeza imprevisible, que no se vaya. Beben, se les unen otros dos parroquianos, ya no hay mesas disponibles y en el Caribe se usa que desconocidos se sienten junto a los clientes que las ocupan. Los individuos discuten entre sí, Hans no participa de la conversación, la muchacha dormita apoyada en un hombro del oficial. De pronto se les hace evidente el tema de la discusión de los extraños, en la que no han intervenido: discuten sobre la naturaleza del hombre y de su función en la tierra, de su destino. Hans presiente que las cosas van mal, que la tragedia está instalada en la atmósfera de los acontecimientos. Cuando a la mañana siguiente Hans narra los acontecimientos al capitán del barco éste lr resta toda importancia. Para Hans, en cambio, ha sucedido algo trascendental, que modificará su visión de la vida. Desde luego abandonará la marina y se establecerá en algún lugar del Caribe, porque tiene claro que no podrá volver a Europa.

Como espero que alguien sienta curiosidad por leer este cuento me he limitado a lo mínimo, destacando la personalidad compleja y misteriosa de la muchacha de La Guaira la que, por años, se instaló en mi memoria con la misma fuerza que la de Ipanema, a quién, cronológicamente antecede.

Ambas historias tienen que ver con el mar y sus protagonistas son muchachas bellas. Una transcurre en una playa de Rio de Janeiro, y la otra, en un puerto venezolano. Una es una fiesta de la sensualidad, la otra un caso de perturbación psicológíca. En la muchacha de Ipanema no hay nada que investigar, todo está a la vista. Cuando nos enteramos que la “garota” es una persona real, con vida propia, que está fuera de los versos de la canción, nos sentimos casi traicionados, no era necesario saber nada. De la historia de la de La Guaira, en cambio, querríamos tener su nombre, conocer las razones de su perturbación, porque esa perturbación nos perturba como lectores.

EL DESASOSIEGO

Si toda historia debe tener un principio, esta comienza aquella tarde del día jueves 24 de Agosto de 1973, cuando, al salir de mi oficina, me encontré con Rafael, en la esquina de Ahumada con Huérfanos. Fue él quién me detuvo, interrumpiendo bruscamente mis reflexiones. Recuerdo que a diferencia de los días anteriores, me sentía estimulado y contento con los últimos acontecimientos. Me refiero, por supuesto, a los que me concernían particularmente. Esa tarde, poco antes de bajar, recibí una llamada de Ana María, que había esperado ansiosamente en los últimos treinta días. Ana María estuvo muy afectuosa y me comunicó que aceptaba reunirse conmigo para ver si podíamos reconciliarnos y recomenzar una relación de pareja que ella misma había interrumpido, tres meses antes, sin que pudiera explicarme o explicarse el motivo. Cuando salí del edificio me encontré con una suave llovizna, que multiplicó mi sensación de bienestar. Vivo en el centro de Santiago y demoro en llegar a mi casa, caminando, unos veinte minutos. Esa tarde, a pesar de la llovizna, quería caminar para prolongar el deleite que me producían ambos hechos.

Rafael me saludó afectuosamente, diría que con cierta exageración. Mientras yo quería estar solo, Rafael parecía encantado de encontrar a alguien conocido con quién detenerse a conversar bajo la lluvia. Me preguntó como estaba y respondí con un “¡excelente!”, que me salió del alma. “Me alegra saberlo”, dijo, “yo en cambio lo estoy pasando muy mal”. En ese momento me di cuenta que yo sabía lo de su separación con Laura, su esposa. No comprendía como pude olvidarlo. “Lo siento, Rafael. Supe que tu y Laura se separaron. De verdad lo siento”, atiné a susurrar. “Laura literalmente me obligó a dejar mi casa y a mi hijo. ¿Cómo te enteraste?”.

Laura y yo nos conocemos desde niños, nuestros padres eran amigos y fuimos vecinos durante varios años. Siempre fue una mujer muy atractiva y alegre. Hubo una época en que nos vimos con frecuencia pero, con el tiempo, perdimos contacto y rara vez nos vemos. De hecho, después de mi matrimonio con Magdalena, sólo nos vimos en dos oportunidades. Hace poco menos de un mes me encontré con Laura en el Metro. En el breve trayecto que hicimos juntos en el tren, alcanzó a contarme, muy de pasada, que se había separado de Rafael, de modo que desconocía el alcance de este asunto. Estaba muy absorto en mis propios problemas para advertir en ese momento, la notable coincidencia que importaba encontrarme con ambos, por separado, en un breve lapso de tiempo.

Nuestra conversación se había desarrollado bajo el paraguas de Rafael, que, impertérrito, proseguía interrumpiendo el tránsito peatonal. Además la plática tomaba un rumbo inesperado, puesto que Rafael parecía decidido a enterarme de los detalles de su ruptura matrimonial. La lluvia arreció y a nuestro alrededor se fue produciendo un vacío. Los transeúntes empezaban a disgregarse para protegerse de la lluvia. Debo haber hecho algún gesto de incomodidad o impaciencia, porque Rafael me tomó del brazo, casi arrastrándome, diciendo “Entremos al Mermoz. Por favor acompáñame. Necesito tomar un café. Dios sabe cuanto lo necesito en este momento”. En los minutos siguientes oiría reiteradas alusiones a la divinidad, en términos tales que no pude sino notar que Rafael pasaba por una extraña onda mística, que me produjo franca antipatía. No pude resistir su súplica. Mientras nos acomodábamos en el local atestado de público, humo y bullicio, tuve la fugaz idea que se había desencadenado el temido y anunciado golpe de estado y que en los próximos minutos sería sometido a una sesión de torturas por un enemigo que hasta entonces sabía me asechaba en algún lugar del país, a quién no conocía. En cuestión de minutos mi vida tomaba un nuevo giro, privándome del solitario placer del recuerdo de las palabras de Ana María y de la lluvia que, otoñal, melancólicamente, caía esa tarde sobre Santiago. Entonces, ya acomodado, resignado y vencido. Me dispuse a sufrir la inminente tortura. La sesión fue larga y tediosa. Rafael se empeñó en informarme de todos los detalles. Hasta los mínimos, de su relación con Laura. Entre tanto, al principio, tímidamente, y después con el mayor desparpajo, me entregué al ejercicio de reproducir, palabra a palabra, mi reciente conversación con Ana María. Escuché su voz, una y otra vez, repitiéndome “Te espero el viernes, a las dos, en el lugar de siempre. Lo único que te pido es que me llames al mediodía. Tu sabes que en la clínica siempre estoy expuesta a una emergencia de último minuto” Entre tanto Rafael hablaba y hablaba, sin parar. De pronto la inflexión de su voz tuvo un súbito cambio, que me trajo de vuelta a mi sesión de torturas. Me dijo “tu eres abogado y amigo de Laura. Necesito acordar con ella lo de la pensión de alimentos de Rafael Ignacio. Me dijo que había pensado en una suma determinada que me pidió se la ofreciera a su esposa. Me dijo que no quería hacerlo personalmente, que estaba muy dolido y no deseaba, por el momento, verla o hablar telefónicamente con ella. Me dio los teléfonos donde podría encontrarla y me facilitó lápiz y papel para anotarlos. Me pareció que nuestro encuentro terminaba. Acepté rápidamente el encargo, pedí la cuenta, pagué y dije, escuetamente “vamos. Se ha hecho tarde”.

La semana transcurrió con lentitud. A mí alrededor sentía una agitación creciente. Manifestaciones políticas, incidentes con Carabineros, enfrentamientos entre multitudes que se agredían mutuamente. Los titulares de los periódicos daban cuenta del caos existente por doquier. Mis amigos estaban extrañados de mi pasividad y desinterés por los temas políticos. Había dejado de asistir a las reuniones del Partido y mi desasosiego y pesimismo eran evidentes. Sólo algunos de mis camaradas y Marcela conocían mi ruptura con Ana María y los efectos devastadores que había producido en mi estado de ánimo. En mi casa, Magdalena y mis hijos atribuían mi desolación a la situación del país, que empeoraba por minutos, ya que estaban o creían estar al tanto de mis actividades políticas.

Tal como lo habíamos acordado llamé a Ana María el día viernes, al mediodía. Me contestó una de las auxiliares que me dijo escuetamente. “En estos momentos la señora Ana María está con el médico y la Unidad Coronaria Móvil asistiendo a una paciente que está con un infarto cardiaco. No podrá atender su llamada”.

Sentía como si alguien me hubiera dado una bofetada en el rostro. No podía creer que tuviera tan mala suerte. Suponía que Ana María estaría igualmente afectada, no dudaba de sus sentimientos. Ese no era el problema. No quedaba otra alternativa que esperar una próxima cita. Sólo que se me hacía tan difícil... Salí a la calle, necesitaba caminar, tomar un café, entrar a una librería, hacer algo. La oficina me producía claustrofobia. El día estaba transparente. La temperatura era agradable. De pronto, la calle Huérfanos se llenó de manifestantes gritando consignas en contra del gobierno, los “guanacos” irrumpieron lanzando agua en todas direcciones. El aire se tornó irrespirable con los gases de las bombas lacrimógenas. Pude refugiarme detrás de un quiosco y salir ileso del ataque policial, pero mi ánimo estaba en los suelos.

Debe haber sido alrededor de las cinco de la tarde de aquel funesto viernes cuando a propósito de mis penas de amor me acordé de las de Rafael. Creo que sonreí con el paralelo. Súbitamente quise hablar con Laura, la llamé y me contestó ella misma. Le dije que me gustaría verla, que había quedado intranquilo con las noticias que me había dado en el Metro. Me dijo que salía de su oficina a las seis y que no tenía nada que hacer porque “Nacho”, estaba el la casa de un compañero estudiando para un examen. Su voz denotaba tranquilidad. Me sorprendió que no le llamara la atención mi llamada telefónica. El único problema era acordar “un lugar donde reunirnos a prueba de manifestantes, guanacos, lacrimógenas o bombas molotov”, me dijo burlándose amablemente de mi militancia política y de mi conocida adhesión al gobierno. Su risa apacible y su cálida acogida morigeraron mi mal humor. Me pareció una buena idea haberla llamado.

A la hora convenida nos encontramos en el departamento de Rocío, su prima, que era también mi amiga desde la misma época que Laura. El departamento estaba en una callecita perpendicular a Providencia, cerca de Lyon. “Rocío esta en Puerto Montt, en comisión de servicios y me dejó las llaves con autorización a usarlo si lo necesitaba para almorzar o dormir la siesta”. ”En todo caso no estoy haciéndote ninguna sugerencia”, dijo y se rió.

Laura puso música. Su prima era una apasionada de Silvio Rodríguez y tenía varios discos que había comprado en el extranjero. El departamento era confortable, amplio y estaba agradablemente decorado. Los muebles eran finos, al igual que las lámparas y alfombras. Poseía cuadros modernos, un bar bien provisto y una agradable terraza con hermosas y bien cuidadas plantas. Nos preparamos un trago y nos fuimos a conversar a la terraza. Rápidamente se creó un grato y armonioso clima, hicimos recuerdos de nuestras familias, de sus hermanos, de nuestras familias, de los amigos comunes. La situación política del momento era un tema ineludible. Laura era, según ella, “apolítica”, pero era evidente su postura contraria al gobierno. No deseaba un golpe de estado porque no confiaba en la prudencia y buen juicio de los militares. Lo divertido del caso es que el departamento donde platicábamos era de un Oficial de Ejército, casado y anulado de Rocío, pero que le permitía ocuparlo mientras cumplía una misión diplomática en Europa. Cuando hablaba de la falta de criterio o de la irracionalidad de los militares estaba hablando, en realidad, de Roberto, el único que conocía verdaderamente. La tarde transcurrió rápidamente. Cuando anocheció. le propuse a Laura que bajáramos a comprar comida preparada, pero no quiso. Dijo que prefería dejarlo para otro día, que no había estado en su casa en todo el día y no sabía nada de “Nachito”. Le conté entonces, en la forma más resumida que pude, mi encuentro y mi conversación con Rafael y su propuesta sobre pago de pensiones alimenticias. El tema la perturbó notoriamente. No quiso saber nada de Rafael. Me dijo que aceptara de inmediato su ofrecimiento y que el dinero se lo depositara en su cuenta corriente. “Ya era hora que resollara”, dijo secamente. Después me pidió que la acompañara a buscar su auto estacionado en el subterráneo del mismo edificio y nos despedimos. “Hacía tiempo que no disfrutaba una reunión como ésta. Te lo agradezco. Sólo quiero pedirte que nunca más me menciones a Rafael ni le cuentes nada de mí. Prefiriría que no supiera que nos vimos personalmente. Dile que te di la respuesta por teléfono”. “Prometido”, dije. La besé en la mejilla y me fui caminando rápidamente en dirección al Metro.

El lunes siguiente, a primera hora, llamé a Rafael para darle la conformidad y el mensaje de Ana María. Quizo saber como había encontrado a su esposa, le dije que “bien”, pero que por razones de tiempo me había limitado a transmitirle su oferta y a recibir su respuesta. Después me excusé de continuar conversando, con el pretexto que tenia que resolver con urgencia algunos problemas profesionales. Acto seguido llamé a la clínica para hablar con Ana María, no la encontré, le dejé un mensaje y ya no pude resistir mi mal humor

El tiempo transcurría en forma tensa. Los rumores de golpe de estado se acrecentaban. Se cruzaban apuestas, si sería o no antes de las festividades patrias de Septiembre. Tenía pocas esperanzas que el gobierno y parte de la oposición pudieran llegar a un acuerdo que evitara la tragedia. El fin de semana había asistido a una concentración de los socialistas, donde me encontré con muchos conocidos. La incertidumbre que reinaba en el país y entre los partidarios del Gobierno era total. “Todos” y “todo” parecía girar en torno al mismo problema. Solo yo seguía anclado en mi destino, imposibilitado para recuperar a Ana María o para olvidarla.

El día miércoles me llamó Laura. Me dijo que tenía la sensación que había sido dura conmigo, que cuando le mencioné a Rafael había sentido una furia increíble en mi contra. Me dijo que hasta ese momento. mi mención a Rafael, se suponía que estábamos en una cita de amigos, que querían verse y conversar. Tenía la impresión que quería decirme algo pero que no encontraba las palabras precisas. Traté de adivinar sus pensamientos. “Te llamé el viernes pasado porque “yo” deseaba “verte” y estar contigo”, dije recalcando las palabras. Agregué: “No lo hice porque me lo pidiera Rafael. Si lo mencioné fue sólo porque quería deshacerme todo lo rápido que me fuera posible de su encargo. No lo pude eludir. Más aún, Rafael es un latero que no puedo soportar”. Quise culminar mi arenga en forma que Laura no pudiera tener dudas de mi sinceridad. “En un conflicto entre tu y Rafael, estoy total, absoluta, definitivamente de tu lado”. Laura me replicó “Lo sabía. Por eso te llamé. Me gustaría verte de nuevo... si quieres”. Me comprometí a llamarla el lunes para confirmarle mi invitación a cenar, si podía resolver un problema que me impedía comprometerme ahora mismo. Sucedía que no quería tener compromisos con nadie mientras no supiera que pasaría con Ana María.

El día lunes mi estado de ánimo era caótico. Marcela me llamó para decirme que estaba inquieta por mí. Me preguntó si había vuelto con Ana María. Le dije que no y que estaba muy depresivo. “No puedes seguir así”, replicó Marcela, y continuó animándome: “Necesitas frecuentar otras amistades. Recuerda que “un clavo saca otro clavo”. Te hablé de Ingrid, es mi amiga, es muy atractiva y está sola. Déjame presentártela. Me tomé la libertad de hablarle de ti. Tienes que hacer algo. !Hoy día¡”, exigió. Le dije que si quisiera podía salir con una buena amiga, “Sólo tengo que llamarla, pero no tengo ánimo” No habían pasado treinta minutos cuando Marcela apareció como un huracán en mi oficina. “Dame el número de Laura” me dijo imperativamente. Discó el número y me pasó el auricular. “Toda tuya”, dijo y esperó mi reacción, vigilante. “Laura, estoy libre de todo compromiso, quiero verte ahora mismo”, dije. “Esta bien, ven a las nueve al departamento de Rocío. Comeremos aquí”. Marcela aplaudió con entusiasmo mi decisión y ordenó “Me debes un café. Ahora”. “Vamos”, dije, y bajamos.

Marcela es mi mejor amiga. La amo desde que traté de seducirla sin conseguirlo. Cuando acepté mi fracaso, nos transformamos en los inseparables amigos que ahora somos. Marcela, siempre solidaria, alegre y lúcida, me ayuda a mantener mi equilibrio emional; cada vez que mi ánimo decae, está lista para intervenir y salvarme la vida. Mi separación con Ana María le ha dado mucho trabajo. Pero ahí esta, infatigablemente, a mi lado.

A la hora convenida toqué el citófono del departamento de Rocío. Laura me abrió la puerta y subí corriendo las escaleras. Llegué jadeante al cuarto piso, donde Laura me esperaba extrañada que no hubiera usado el ascensor. Me besó descaradamente en la boca, aprovechándose de mi fragilidad temporal y luego, sin darme tiempo, me introdujo al departamento. Esta vez sólo estaban encendidas las luces indirectas y todo parecía preparado para una cita de amantes. En fracción de segundos, escuchaba una romántica canción en el equipo y tenía una copa en mi mano. “Por nosotros”, dijo Laura. “Esto es lo más importante”. Bebimos y me besó. Solté mi copa y la atraje con fuerza hacía mi, De pronto, en la penumbra de la habitación vi a Ana María, ofreciéndoseme alegremente. Entonces procedí a hacerle el amor, como nunca antes lo habíamos hecho. Recorrí sus senos, me detuve largamente entre sus piernas y cuando, finalmente la penetré, mis ojos naufragaron en las verdes pupilas de Laura que me miraba con sus grandes ojos, muy abiertos, sorprendida y complacida. Cuando terminamos, Laura me preguntó “A quién hiciste el amor hace un rato. ¿Quién es Ana María?”. La pregunta me tomó de sorpresa, si en algún momento la mencioné, no me había dado cuenta. Me sentía indignado conmigo mismo. Cuando pude recuperar mi aliento y salir de mi embarazo le conté todo sobre Ana María, mis esperanzas y frustraciones. “¿Y que pasa con Magdalena?”, insistió. “Nada, absolutamente nada”, contesté. “Así que hay otra mujer en tu vida”, concluyó. “Así es”, dije, lacónicamente. Noté cierto desencanto en el tono de la voz de Laura y quise salir al encuentro de los malos presagios. Hice lo mejor que pude, pero sin saber yo mismo si era lo correcto. “Es cierto que estaba pensando en Ana María cuando empecé a besarte pero que cuando inicié la penetración, y vi tus ojos abiertos, inmensos y verdes como un océano, sentí placer al comprender que estaba contigo Laura, y a ti, sólo a ti, amé esta noche”. Mi declaración era absolutamente sincera y procuré transmitirle toda la ternura que pude. Nos preparamos otros tragos, cambiamos la música y nos fuimos a la cama, ya que todo el torbellino amoroso anterior había transcurrido, como en un filme, en el living de Rocío. “Ya habrá tiempo de arreglar los estropicios”, dije, convencido.

Hubo una segunda vuelta. Más madura, más tranquila, esta vez, sin equívocos, pero igualmente apasionada. Laura se durmió casi enseguida, tal como quedó después de la batalla, desnuda entre mis brazos. Traté de pensar en Ana María, pero no pude, su imagen se había esfumado. Mientras Laura dormía, yo meditaba sobre los últimos acontecimientos, con una extraña placidez. Me preguntaba si era posible que pudiera al fin, como me aseguraba Marcela, encontrar una nueva pareja y olvidar definitivamente a Ana María.

Advertí que el sueño de Laura era muy profundo y que, por ahora, la fiesta había concluido. Además Laura me había contado que esa noche Rocío venía viajando en bus desde Puerto Monta, de regreso a Santiago; que llegaría en la mañana. Entonces me levanté, me duché, me vestí y, a modo de despedida, besé a Laura en la mejilla. Laura abrió sus ojos verdes, me miró, sonrió y los volvió a cerrar, vencida por el sueño.

Cuando salí a Providencia, sentí en el ambiente que algo muy grave estaba ocurriendo. Había un gran silencio en la ciudad, que sólo era recortado por las sirenas de los vehículos policiales y las ambulancias. Alguien detuvo su automóvil junto a mí. El conductor era un hombre joven, afable y locuaz. Me preguntó donde iba, y luego de algunas detenciones para revisiones policiales, me dejó en Alameda con Almirante Barroso, luego de explicarme, con la urgencia del caso, porque era necesario que los militares derrocaran a Allende.

Me estiré en mi cama y traté de dormir. Mis sensaciones eran tan variadas y contradictorias, que no podía ordenarlas. Tampoco puedo describirlas ahora, a pesar del tiempo transcurrido. Sentía pena por mi, por mi familia, por mi país. Me parecía que todos estábamos al borde de un abismo. Presentía oscuras amenazas que se cernían, implacables, para quienes serían vencidos en la jornada. Nadie podía estar seguro. Caerían por miles las víctimas. Los vencedores hablarían de “extirpar el cáncer marxista-leninista”. La operación se traduciría en hacer prisioneros, torturarlos, darles muerte, hacerlos desaparecer. Por otra parte, cuando pensaba en mi mismo, tenía la sensación que no existían motivos para estar particularmente temeroso. Hacía casi un año que había dejado todo cargo en el partido y, en los últimos meses... Entonces caía en cuenta que en los últimos meses había vivido para comprender que había sucedido con Ana María... De pronto mi cansancio se impuso sobre mis tribulaciones y me dormí.

No habían transcurrido un par de horas, cuando Magdalena me despertó para comentarme que había comenzado el levantamiento militar. Los aviones de la FACH estaban bombardeando La Moneda, y Allende hablaba por radio al país.

Una de las primeras medidas que tomó el nuevo gobierno fue imponer en el país el toque de queda. Al principio se extendió por todo el día. Mientras quedé atrapado en mi casa, traté de imaginar mi vida futura. Estaba en una situación límite que sólo podía agravarse si me alcanzaba la represión material o física. Todo indicaba que, al menos, en ese plano estaba a salvo. Desde otro punto de vista era evidente que no podía estar peor. Separado de la mujer que amaba, en medio de una crisis política sin precedentes, necesitaba descubrir alguna señal que me permitiera afrontar el futuro. Fue entonces cuando tomé una decisión. Me jugaría entero por tener la mejor relación posible con Laura. La próxima vez no habría fantasmas alrededor nuestro.

Tan pronto se levantó el toque de queda, me dirigí caminando a mi oficina. La mañana estaba fría, corría una grata brisa que me animó. Pude observar que por Agustinas circulaban pocos vehículos, que al llegar a Amunátegui eran obligados a doblar al norte, para evitar que alguien pudiera acercarse a la casa de gobierno. En Huérfanos encontré algunos quioscos abiertos. Compré un par de periódicos, a pesar que era evidente que toda información estaba censurada. Tenía resuelto llamar por teléfono a Laura en cuanto llegara a mi oficina, sin embargo, me distraje en la lectura de los periódicos, a pesar que no contenían nada que no hubiere escuchado en las transmisiones de la cadena obligatoria de radioemisoras. Una llamada telefónica interrumpió mi lectura. Me sorprendió escuchar la voz de Rocío. “Laura ha muerto”. me dijo, sin darme tiempo para saludarla. Tuvo que repetirme la noticia varias veces, ya que no lograba reaccionar. Cuando logré serenarme me enteré de los detalles. La mañana del martes 11, cuando Rocío llegó a su departamento, encontró la puerta entreabierta. Una vez en su interior, vio a Rafael tendido en un sofá, en estado de shock. Rafael le pidió que entrara al dormitorio y cuando lo hizo, se encontró con Laura tendida en su cama, semidesnuda, muerta. “No entiendo cómo pudo entrar al departamento, no hay señales de que la puerta haya sido violentada, es posible que haya sido la propia Laura quién abrió, sin preguntar por citófono quién llamaba, creyendo que era yo, que volvía del sur. “Otro misterio es como se enteró que Laura estaba en mi departamento”. Rocío llamó a la policía, que llegó a los pocos minutos llevándose a Rafael detenido. El arma homicida estaba sobre la mesa de centro del living. Rafael había confesado sin renuencia alguna ser el autor del homicidio, pero se encontraba en un estado de desequilibrio mental que le impedía explicar los motivos para proceder en esa forma. Rocío suponía que yo había estado con Laura hasta la madrugada, porque algún vecino me había visto salir del departamento. Ella sabía que su prima y yo nos reuniríamos en la tarde del día lunes en su departamento. Laura se lo había dicho telefónicamente. “Intentaré seducir a Alvaro”, fueron sus palabras textuales, dijo Rocío. Me dijo que yo podía estar tranquilo, que no sufriría molestia alguna con este asunto; que era evidente que Rafael no sospechaba de Laura, que no era un problema de celos, que ni siquiera se había dado cuenta del desorden que había en el departamento, de los estropicios, como lo habíamos llamado, entre risas. Me dio otro argumento decisivo. El departamento era de un oficial de ejército, y, “en estos momentos”, (se refería por cierto al golpe militar), nadie tenía interés que saliera a colación que allí se había cometido un crimen. Las cosas estaban claras, había un asesino, una víctima, un arma y una confesión. Con eso bastaba, no había nada más que averiguar. Los funerales se habían efectuado al día subsiguiente, luego de una autopsia urgente y de la orden judicial correspondiente.

La noticia me dejó perplejo. Me resultaba imposible imaginar a Laura muerta, menos aún cuando, según he dicho, estaba totalmente dispuesto a intentar tener con ella la relación más intensa posible. Laura era, hasta unos instantes, el faro que me indicaría de nuevo el camino correcto. Ahora, debía enfrentar un nuevo y terrible retroceso.

El día transcurrió lentamente. En la tarde, después de almuerzo, fui a la Corte para reunirme con los abogados de la “Brigada”, como lo habíamos acordado previamente. Cuando tomamos el acuerdo, apenas creíamos que lo hacíamos en serio, en el fondo, cada uno de los miembros pensábamos que hacíamos “política-ficción”; ahora, el momento había llegado y tendríamos nuestra primera reunión clandestina en el corazón del poder judicial. La reunión fue muy breve, asistimos la cuarta parte de los conjurados, Sólo queríamos saludarnos y ver quienes faltaban a la cita. Por ahora, la única tarea que nos asignamos fue averiguar la razón de las inasistencias de los ausentes.

Cuando volví a la oficina llamé a Ana María. Lo hice con una decisión que no habría imaginado, sin pensar, sin tener claro que sentido tenía hacerlo. Pero era necesario que Ana María supiera que todavía estaba vivo, que todavía estaba libre. Había una fuerte carga dramática en todo lo que hacía en esa época, todo me parecía trascendente. La reunión de los abogados del Partido en los Tribunales, había sido solemne. Para los gendarmes, para nuestros colegas, para los funcionarios o público que habitualmente circula por sus pasillos, este grupo de personas conversando no tenía más interés que los otros similares que se formaban espontáneamente para comentar los últimos acontecimientos. Para nosotros, en cambio, había sido la oportunidad para dejar constancia en el grupo que estabamos entre los sobrevivientes. Quizás fue por eso que llamé a Ana María, quería que, como mis colegas antes, supieran de mi supervivencia y de mi libertad. Me atendió una de las auxiliares de la clínica. Esta vez, previendo que podía llamarla, Ana María me había dejado un mensaje, me llamaría tan pronto saliera de pabellón un paciente que estaba siendo operado, en esos momentos, en el Hospital Salvador.

Entonces puse los pies sobre el escritorio e intenté dormir.

VAYA CONSEJOS...


Evito dar consejos. La mayoría de las veces es un ejercicio inútil e impertinente, que, con frecuencia, genera distancias o desencuentros. Sin embargo, agradezco en su mérito los que suelo recibir, aplicando un principio que, creo, me ha sido provechoso: escuchar dos veces y hablar sólo una. Por algo tengo dos oídos y una boca.

Tengo a la vista, iba a decir a la mano, dos poéticos consejos que, advertencia hecha, quiero compartir contigo, seguro que si no conoces estos poemas, te encantarán.

El primero es un poema de Mario Benedetti, muy conocido, entre otras razones porque fue musicalizado por Joan Manuel Serrat. Serrat que es muy astuto, invirtió el orden de las estrofas para hacer concluir la canción con los versos

“es conveniente y hasta imprescindible
tener a mano una mujer desnuda”.


UNA MUJER DESNUDA Y EN LA CAMA

Una mujer desnuda y en lo oscuro
tiene una claridad que nos deslumbra
de modo que si discurre un desconsuelo
un apagón o una noche sin luna
es conveniente y hasta imprescindible
tener a mano una mujer desnuda

una mujer desnuda y en lo oscuro
genera un resplandor que da confianza
entonces dominguea el almanaque
vibran en su rincón las telarañas
y los ojos felices y felinos
miran y de mirar nunca se cansan

una mujer desnuda y en lo oscuro
es una vocación para las manos
para los labios es casi un destino
y para el corazón un despilfarro
una mujer desnuda es un enigma
y siempre es una fiesta descifrarlo.

Una mujer desnuda y en lo oscuro
genera una luz propia y nos enciende
el cielo raso se convierte en cielo
y es una gloria no ser inocente
una mujer querida o vislumbrada
desbarata por una vez la muerte.

El segundo consejero es el poeta peruano Antonio Cisnero. Yo no lo conocía ni de nombre. Años atrás vino a la Feria del Libro, de la Estación Mapocho y dio un recital conjuntamente con Raúl Zurita. En esos días mi hijo Eduardo Tenía que hacer un trabajo sobre el poeta chileno, de modo que nos fuimos en masa, la familia completa, a escucharlo. Raúl Zurita, muy gentil, accedió a tomarse una foto con Eduardo, que resultó muy simpática. En este recital, Antonio Cisnero leyó el poema que transcribo, que afortunadamente pude encontrar en una página de internet.



TERCER MOVIMIENTO (AFFETTUOSSO)

Para hacer el amor
debe evitarse un sol muy fuerte sobre
los ojos de la muchacha,
tampoco es buena la sombra si el lomo
del amante se achicharra
para hacer el amor.
Los pastos húmedos son mejores que
los pastos amarillos
pero la arena gruesa es mejor todavía.
Ni junto a las colinas porque el suelo es
rocoso ni cerca de las aguas.
Poco reino es la cama para este buen
amor.
Limpios los cuerpos han de ser como
una gran pradera;
que ningún valle o monte quede oculto y
los amantes podrán holgarse en todos
sus caminos.
La oscuridad no guarda el buen amor.
El cielo debe ser azul y amable, limpio y
redondo como un techo
y entonces la muchacha no vera el
Dedo de Dios. Los cuerpos discretos
pero nunca en reposo,
los pulmones abiertos,
las frases cortas. Es difícil hacer el amor pero se aprende.

Si te dan simultáneamente dos consejos te crean un problema si son contradictorios. Mientras Benedetti opta por la oscuridad, la tradicional cama y un cuarto (“el cielo raso se convierte en cielo”), Cisneros, opta por espacios abiertos y a plena luz: “El cielo debe ser azul y limpio...”

EL ALMA DE LOS PERROS

“¿Habéis visto alguna vez un perro triste, flaco, sucio?¿Un perro de esos que al pasar os miran con gestos que tienen la actitud de manos
limosneras? Bueno, este era un perro así. Pero tan triste, pero tan flaco,pero tan sucio, que más que perro parecía hombre".

Juan José de Souza Reilly :
“El Alma de los Perros"



En el Liceo Arturo Alessandri Palma, Nro. 8, donde cursé los seis años de “humanidades”, tuve como compañeros de curso a los mellizos Rubén y Rafael, que eran hijos de un joven juez que llegó a ser Presidente de la Corte Suprema, don Rafael Retamal. Sus hijos, ambos fallecidos de cáncer, prematuramente, eran desaplicados y desordenados, pero contaban con la complicidad del Rector del establecimiento que era, con los demás alumnos, severo y exigente.

Un día Rafael llegó a clases con el libro, “El alma de los perros” de Juan José de Soiza Reilly, (1880-1958) que era, supongo, de la biblioteca de su padre. Rafael me lo ofreció en venta y se lo compré, porque, aunque no lo conocía, me pareció interesante. Del autor no encontré información, salvo una nota en la "Historia de la Literatura de América Latina", de Luis Alberto Sánchez. Lo más interesante que encontré sobre el autor en internet fue un artículo escrito por Antonio Requena, “El cuarto de hora de de Juan José de Soiza Eeilly”. El escritor y periodista argentino fue muy conocido en Argentina porque fue un precursor del periodismo radial, durante 30 años mantuvo un programa que consistía en charlas que duraban quince minutos y que concluían, cada vez, con la frase “Se acabó mi cuarto de hora”. Desafortunadamente el cuento que motiva estos recuerdos no está disponible en la red.


Traigo a colación este recuerdo de mi adolescencia, porque alguien me preguntó recientemente por mis cuentos preferidos. Mencioné, espontáneamente, algunos muy conocidos y populares, como “Autopista del Sur”, de Julio Cortázar o “Viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier. Mencioné también otros dos cuentos menos conocidos como “La muchacha de La Guaira”, de Juan Bosch y “Jesucristo”, incluido en “El alma de los perros”, del que extraje el pórtico de éste spot. Yo no soy crítico literario sino un lector compulsivo y, en esta condición, digo que éste cuento me conmovió profundamente. El lenguaje que usa el autor es muy duro, la narración está llena de expresiones que revelan, sin ambages, la miseria, de estos seres, “que más que perros parecen hombres”. Es la historia de “Judas”, el perro flaco, triste, sucio, que cansado de sus miserias decide abandonar la ciudad para dirigirse al campo. En el trayecto se le unen otros canes que llegan de todas las latitudes. Todos sarnientos, enfermos, hambrientos, maltratados. Un día “Judas” se pone en movimiento y le siguen, incondicionales, miles de perros. Mantienen, sin embargo, una cierta cautela, le siguen a distancia, desconfiados. Cuando la comitiva llega a un poblado, “Judas” encuentra un niño en su camino que juega con la rama de un árbol. Al pasar a su lado, el niño la descarga en la cabeza del perro. “Judas” muere, ante la consternación, la incredulidad y la frustración de sus pares. Es el final de una ilusión, no hay esperanza, cada perro seguirá con su vida, asediados por la soledad, el hambre, las enfermedades. La solidaridad no existe. Una lectura intensa, impresionante. En el cuento la palabra “Jesucristo” esta escrita una vez, en su título.
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