En el post anterior, “Ruido, mucho ruido, prometí, a modo de contrapunto, compartir con ustedes “una magnífica reflexión sobre el silencio”. Mi idea inicial era incluir en el mismo post un párrafo sobre ese tema, que esperaba encontrar en el campo de la poesía o de la filosofía. De hecho, había releído un hermoso poema de Jorge Teillier, “Nieve Nocturna”, que publiqué anteriormente en este blog, cuyos primeros versos les recuerdo ahora: “¿Es que puede existir algo antes de la nieve?/ antes de esa pureza implacable,/ implacable como el mensaje de un mundo/que no amamos, pero al cual pertenecemos/y que se adivina en ese sonido/todavía hermano del silencio.” La pregunta nos remite a la idea de un momento anterior al despliegue de la materia, que era la que quería desarrollar. El domingo 9, TVN transmitió el programa “La belleza de pensar”, en el que Cristián Warnke entrevistó al profesor de física de la Universidad Católica de Chile Francisco Claro, que versó en parte, sobre su artículo “El silencio anterior”, que, como era de esperar, encontré en Internet, publicado por el propio autor. La coincidencia del poema y del artículo en la idea de lo anterior, me decidió a publicarlo ahora.
El Silencio Anterior
Francisco Claro
Esta breve reflexión surge hoy en mí como un lejano eco de esas memorables sesiones semanales hacia fines de los años cincuenta, en las cuales Jorge Eduardo Rivera simplemente me incitaba a pensar. Nos sentábamos el uno frente al otro en una pieza vacía y él conducía el denso silencio para que se expresara libremente. Aún adolescente, sentía yo la magia de esa enorme autoridad y fuerza intelectual que habitaba en su frágil apariencia. Los encuentros me marcaron para siempre y fueron germen de actitudes y decisiones importantes en mi modesto afán posterior por la verdad.
Jorge Eduardo era entonces mi profesor de filosofía. A diferencia de otros docentes que apenas intentaban transmitir un conocimiento que les era ajeno, daba la sensación que él era la filosofía misma. Y de manera tan radical que en una oportunidad sorprendió a sus alumnos con la insólita suspensión indefinida de las lecciones, manifestando así una especie de ira ética hacia la irremediable indiferencia de algunos hacia la disciplina, actitud que nos impactó hondamente.
Aparte de su singular y atractiva forma de enseñar la disciplina, mostraba un marcado gusto por la música, que yo compartía. Su violín “Pepito” era capaz de cobrar vida más allá de las melodías pasando a ser todo un personaje, un niño de madera tan vital y travieso como Pinocho. Atraído quizás por este recuerdo puse particular atención a su reciente trabajo “¿Qué es lo que oímos cuando oímos música?”1, en el cual, entre afirmaciones tan compactas y definitivas como “en la música se oye al ser”, o “la música es ella misma puro tiempo”, hay un texto lleno de sugerencias.
Me interesaron en particular sus reflexiones acerca del silencio, que le conducen a proponer que la música no es más que “silencio articulado”, una forma de “hacer escuchar la infinita riqueza del silencio”. Evoca con ello la imagen de un sonido que da relieves a cierto silencio original, “el único horizonte del oír” en el cual estamos nosotros mismo inmersos, “una especie de “nada” respecto de las cosas sonoras” que termina siempre triunfante, constituyendo el silencio de la muerte “el hundimiento final en un silencio que ya no se oye”.
Este “silencio activo” nace y renace en el transcurrir de la música, como si estuviera preñado primordialmente de todos los sonidos imaginables, o, más aún, quizás todas las partituras e interpretaciones posibles. En las otras artes uno puede imaginar afirmaciones de similar apariencia, como decir que las abundantes esculturas en Florencia rompen la transparencia del espacio vacío, el que contendría en algún sentido todas las esculturas imaginables; o, que el pintor extrae su obra de la tela virgen bidimensional, invitante, provocativa y de infinitas posibilidades, o, que la buena literatura rompe el silencio personal interior del lector, ordenando palabras sobre un papel de tal forma que el conjunto expresa algo que está mucho más allá que su materialidad. En cada caso existe un cierto sustrato de ausencia, una sugerente “nada” en la cual emerge el arte de que se trate. Sin embargo, el silencio musical parece más radical pues cuando se desvanecen en él los sonidos toda su materialidad desaparece, a diferencia por ejemplo de la escultura, constituida en último término de una piedra indestructible.
Rivera es cuidadoso en distinguir entre el silencio físico, la mera ausencia de vibraciones en el aire, y ese silencio “audible” que le interesa, “que es el ser mismo como silencio”. Aborda entonces un territorio muy íntimo de la filosofía en el cual yo no tengo competencia alguna para incursionar. Me siento entonces inclinado meramente a intentar precisar en lo que sigue cómo se puede penetrar la espesura del silencio acústico desde la física misma, aunque más no fuera para develar los inciertos límites de la disciplina, y hacer un alcance al vacío cuántico que pudiera ser sugerente.
El silencio del silencio
En primera instancia, la física interpreta al sonido como una perturbación (sorprendentemente pequeña2) del movimiento caótico que ejecutan las moléculas del aire. La alteración se propaga en el espacio gracias a las interacciones entre las propias moléculas, llegando eventualmente al tímpano, membrana elástica y tensa capaz de vibrar como la superficie de un tambor. De allí en adelante actúan primero los oídos medio e interno con sus admirables mecanismos, luego la conducción nerviosa y finalmente la sensación psicológica del sonido que emerge en el cerebro, procesos que escapan progresivamente del dominio de la física como tal. La percepción del silencio físico puede resultar de la ausencia de excitación en cualquiera de las etapas: cerebro, nervios, oídos, o el aire mismo. Si es en el aire, entonces se entiende que las moléculas de nitrógeno y oxígeno que mayoritariamente lo componen se mueven caóticamente, sin esa especie de orden espacio-temporal que les transmite el vibrar de la lengüeta de un oboe, o el retumbante trueno que acompaña al rayo en una tormenta atmosférica. Aunque no exista esta perturbación interna, sin embargo, el aire sigue ahí. El silencio del aire se da en el aire, en un medio material pre-existente, capaz de vibrar. En tal sentido el silencio físico no es la nada material, sino muy específicamente la ausencia de cierto tipo de perturbación que se propaga en un medio concreto, el aire. Es un “vacío” de sonido, término técnico usual como veremos a continuación.
Cercana al sonido en el aire es la vibración de un sólido. Un cristal ordinario es una colección de numerosísimos átomos ordenados periódicamente en el espacio. Si se trata de la sal común, son iones de sodio y cloro que se alternan sobre una red cúbica de cara centrada.3 Los átomos pueden vibrar en torno al punto geométrico que define su posición media espacial, realizando en torno a él lo que en apariencia es una danza solista. Sin embargo como interactúan, si uno de ellos se mueve, altera a sus vecinos, éstos a los suyos, y así sucesivamente, generándose más bien una danza colectiva del cristal, del cuerpo de ballet completo, que llamamos fonón. Siendo su origen el movimiento de átomos, los fonones son afectados por el principio de incertidumbre de la física cuántica.4 Son cuantos de sonido y de energía térmica en el cristal que, como la luz, tienen manifestaciones a veces ondulatorias, a veces corpusculares, apareciendo y desapareciendo sin que se conserve su cantidad. Las interacciones entre ellos dan cuenta de la expansión que experimenta el cristal al ser calentado. Sus interacciones con electrones explican la forma como la resistencia eléctrica de los metales depende de la temperatura, así como el fenómeno de la superconductividad que algunos materiales exhiben, y otras propiedades de los objetos extensos.
Interesante aquí es el hecho de que la física trata a los fonones formalmente como excitaciones de un cierto vacío, del cual emergen por acción de operadores matemáticos llamados “de creación”, o en el cual desaparecen al actuar los correspondientes operadores “de destrucción”.5 Al actuar sobre el vacío, el operador de creación forma un estado del cristal en el cual existe un fonón. Un cristal a temperatura ambiente contiene un gran número de fonones abarcando muchas frecuencias de vibración. El vacío equivale a un estado sin fonones representando a un cristal que no vibra, en el cero absoluto de temperatura. Es por tanto una especie de “vacío de fonones lleno de cristal”. Si se quiere, sin embargo, la materialidad de los átomos puede tambien ser incorporada explícitamente en el formalismo, refiriendo el sistema a un vacío más primordial, aquél en que no hay átomos siquiera. Desde el punto de vista formal, armar el cristal sería entonces equivalente a actuar sobre este nuevo vacío con operadores de creación de átomos, cuyo inmenso número para un grano de sal sería del orden de diez millones de millones de millones. El costo de estudiar las propiedades dinámicas del cristal a partir de este vacío más primordial es que el problema se torna tremendamente más complejo, y practicamente intratable desde el punto de vista computacional.
Vemos así que el cristal se puede referir a dos vacíos diferentes, uno contenido en el otro, si se quiere. En el vacío de fonones habitan implicitamente los átomos ordenados del cristal en su estado más bajo de energía de movimiento, constituyendo un sustrato sobre el cual pueden cobrar vida los fonones. En el vacío de cristal en cambio no hay ni siquiera átomos, debiendo primero formalmente crearse, y en buena cantidad, para que puedan tomar cuerpo sus vibraciones colectivas. Podríamos dar aún otro paso, y hablar del vacío no ya de átomos enteros sino de las partículas elementales que los constituyen: electrones, quarks, fotones, gluones, o de toda forma de materia, e incluso del vacío del espacio-tiempo mismo. El proceso parece llevarnos de la mano, paso a paso, a la nada absoluta.
Pero, ¿cuán vacíos son los vacíos de la física? Veamos primero el vacío de los fonones, las vibraciones cristalinas. Como se trata de entes cuánticos que surgen por la vibración de los átomos en un cristal, están sujetos al principio de incertidumbre citado más arriba.3 Así, por el solo hecho de estar ligado a un punto de la red cristalina, por estar localizado en ese vecindario de dimensiones atómicas, cada átomo realiza un movimiento aún en el estado de más baja energía cinética posible. Es la llamada energía del punto cero. El vacío de fonones incluye estas vibraciones. No es entonces un vacío enteramente inerte, carente de todo movimiento; aún en el cero absoluto de temperatura el cristal está realizando su propia “danza de la incertidumbre”.
Otro ejemplo es el vacío de fotones, los cuantos de luz. Se trata en este caso de partículas elementales cuyo vacío no contiene un medio material que vibra, como lo constituye el cristal que soporta a los fonones.6,7 Sin embargo tiene una energía del punto cero. Aunque de distinta naturaleza, el vacío asociado a la partícula Higgs, candidata a ser el origen de todas las demás partículas elementales, tiene también una energía primordial.8
No sólo energía puede estar presente en el vacío. Su naturaleza cuántica puede dotarlo además de una actividad asombrosa que se manifiesta a través de la creación de parejas de partículas y antipartículas. Mientras no se violen las leyes de conservación estos procesos son posibles, salvándose en particular la conservación de energía gracias al principio de incertidumbre aplicado al par de variables energía-tiempo.9 Por ejemplo, del vacío de la electrodinámica cuántica surgen espontáneamente parejas electrón-positrón que se aniquilan mutuamente al cabo de tiempos cortísimos, del orden de una mil millonésima de millonésima de millonésima de segundo. Se trata de las llamadas fluctuaciones cuánticas del vacío.10 El concepto de vacío fluctuante se puede extender aún al espacio-tiempo mismo, y el universo nuestro concebirse en último término como el efecto de una gigantesca fluctuación de dicho vacío.11
Finalmente, ¿cuán real es el vacío en estos formalismos que surgen del análisis teórico del universo material? Supongamos que al interior de la física aceptamos que es real todo aquello que tiene manifestaciones medibles, directas o indirectas. Entonces el diamante, por ejemplo, admirable cristal de átomos de carbono, visible y palpable, que en el cero absoluto de temperatura está “vacío” de fonones, es real. También lo es el vacío de fotones entre dos placas metálicas muy cercanas, cuya manifestación confirmada experimentalmente es la fuerza de atracción entre las placas delatando, la vitalidad primordial de dicho vacío.12 Y lo es el vacío de materia del cual surgen espontáneamente las efímeras parejas electrón-positrón. Si se incluyen estas fluctuaciones en el cálculo del momento magnético del electrón se mejora el acuerdo teoría-experimento, de cinco cifras significativas de coincidencia, a diez. Asimismo, el vacío interestelar, referido a la partícula Higgs, podría ser el origen de la aceleración en la expansión del Universo constatada recientemente.
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Lo dicho parece sugerir que en la naturaleza la ausencia de algo tiene ese “algo” en sus entrañas, en forma muy real y activa. El sólo hecho de que sea natural definir el vacío en términos de aquello de lo que es carencia, sumado a las fluctuaciones que le imprime su carácter cuántico, hacen plausible esta propiedad. En este contexto el vacío (de los físicos) no es nunca la nada material total, sino muy específicamente la ausencia de algo bien definido y en cierta manera pre-existente.14 En este contexto, al sonido, tema de nuestro interés, le corresponde un “vacío de sonido lleno de aire”. El vacío de aire por su parte, más primordial, aunque incapaz de sonido, es siempre necesario pues en él se hace posible el aire mismo que vibra cuando escuchamos música. Para que se dé el silencio, se requiere un silencio anterior, una especie de silencio del silencio.
La buena música
En medio de esta reflexión no puedo evitar confesar la perplejidad que me causa el concepto mismo de “música”. ¿Qué es la música? ¿Qué sucesión de sonidos merece tal apelativo? O, si adoptáramos alguna definición sensata para lo que llamamos música, ¿qué es entonces la buena música? Por ejemplo, si aceptamos como música a todas las obras con pretensión de tal disponibles en el mercado de grabaciones digitales (CD) e hiciéramos un listado con ellas, ¿se podrían ordenar de modo que “de aquí para arriba todas son buena música, mientras de aquí para abajo son pura basura”? ¿Con qué criterio ubicar las obras en el listado, y luego hacer la partición entre buenas y malas? Y, definidos los criterios, ¿quién tendría autoridad para hacer tal partición?
Rivera nos ha dicho que en la música se escucha el ser. Quizás hay allí implícita una definición de “música”, o de “buena música”, que sería justamente aquella sucesión de sonidos que al oírla hace que se escuche el ser. Pero, ¿cuándo se escucha al ser? Es corriente la experiencia de que una misma pieza una vez impresiona fuertemente, y otra causa indiferencia. Una cantata de Bach puede producir en nosotros la emoción más intensa una vez, y otra dejarnos fríos. Una obra contemporánea puede entusiasmar si se la escucha en una sala de conciertos observando el actuar de los músicos, o constituir un suplicio oída en una radio durante un viaje. Para explicar esta desconcertante dualidad decimos usualmente que reaccionamos a la música según nuestro estado de ánimo. En tal sentido, una determinada obra musical pasa a ser buena o mala según el “estado de ánimo” del que la escucha.
Fundamental para la recepción de lo que hay en la música, para “oír el ser” de que nos habla Rivera, sería tal disposición. Quien escucha pasa a ser el juez, y la calidad de buena o mala música de la obra queda sujeta a ese juez y su posiblemente caprichoso “estado de ánimo”. Por supuesto que es importante la obra misma, pero sólo en el sentido en que es bueno o malo un puente para cruzar entre dos riberas. Anteriores al puente son ciertamente las riberas que se desea conectar. En la música esta especie de puente es la obra que transcurre, con su sucesión de sonidos y silencios cuidadosamente desplegados en el tiempo. Ella posibilita de una manera particular el contacto entre ambas riberas. Interesante es el hecho de que una misma partitura puede dar lugar a “puentes” actuales diferentes según el ejecutante, cantante, pianista o director de orquesta de que se trate. Hay siempre aquí al menos una persona que hace de mediador, que da al puente cada vez su carácter, su habilidad para conectar efectivamente esas riberas. No existe tal figura interpretativa en las artes plásticas, la escultura, la pintura, ni en la literatura, salvo en la poesía cuando es declamada. ¡Qué insospechados matices se detectan en la poesía de Nicolás Guillén leída por su autor!
Existe, pues, un problema con nuestro listado de obras grabadas en CD. Siendo posible su ordenamiento de mejor a peor, éste tendría carácter personal, diferente para uno y otro auditor, y además, diverso de un día a otro. El ordenamiento sería estrictamente subjetivo e histórico. No existe un juez universal competente pues una de las riberas es la persona misma, con sus atributos individuales y cambiantes estados de ánimo. Se puede hablar de una ribera “de este lado” por cada individuo que existe, modulada por su estado de ánimo. Sin embargo los comerciantes de CD y los programadores de radio saben muy bien qué obras tienen más aceptación en un momento dado. En un sentido estadístico definido mediante encuestas de venta o de sintonía, por ejemplo, se podría intentar un ordenamiento histórico, válido por una semana, digamos, como los listados de best sellers. Sólo que en él la música heavy metal quedaría muchísimo mejor calificada que las cantatas de Johann Sebastian Bach, arrojando una sombra de duda, al menos a mi juicio, sobre la credibilidad del listado.
Volviendo al silencio, ¿qué rol juega en este ordenamiento? Nos hemos referido más arriba al silencio físico como un “vacío lleno de aire”, e hicimos ver que su sustento se apoya en un vacío anterior, lleno de espacio-tiempo y referido a las propias moléculas o partículas que componen al aire, las que formalmente aparecen y desaparecen por acción de operadores matemáticos. Son vacíos ordenados jerárquicamente que, aparte de estar llenos de posibilidad específica, fluctúan, hierven, dando realidad efímera a esa materia posible. Muy diferentes a lo que evoca el concepto de “nada”.
En el ámbito psicológico quizás este “silencio del silencio” se refiera justamente a lo que más arriba llamamos el “estado de ánimo”, el cual marca la disposición a oír en la música la posibilidad que hay en ella, oír la ribera “de aquél lado” que intenta hacer accesible, oir al ser. El silencio fecundo no se agota en la ausencia de vibración del tímpano, o de flujo de impulsos eléctricos a lo largo de los conductos nerviosos. Ese silencio sobrecogedor, de infinita riqueza, esa “nada que es audible” a que se refiere Rivera, cuando se hace realidad en la persona que oye, se parece al silencio del silencio de la física, al rico vacío elemental, y viene a ser como el sustrato donde se hace posible el emerger de la música misma.
1 Revista Resonancias, volumen 2 (1999) páginas 18-25
2 El oído humano percibe variaciones de presión en el aire de hasta dos partes en diez mil millones, correspondiente a una potencia de una cien millonésima de Watt por centímetro cuadrado y un desplazamiento en un centésimo del diámetro de una molécula. Ver por ejemplo Juan G. Roederer, Introduction to the Physics and Psychophysics of Music (Springer-Verlag, 1973)
3 Ver por ejemplo Charles Kittel, Introduction to Solid State Physics (John Wiley & Sons, 1956) Cap. 1
4 El principio de incertidumbre establece que la localización espacial de una partícula va acompañada de una cierta energía de movimiento que aumenta mientras más estrecha sea la localización. Ver por ejemplo R. Feynman, R. Leighton y M. Sands, Lectures on Physics (Addison-Wesley, 1965 ) Vol. 3, Cap. 1
5 Empleamos aquí el lenguaje usual de la “segunda cuantización” de la física cuántica. En el formalismo de primera cuantización el objeto matemático principal es la función de onda; en segunda cuantización, es el “campo”. Ambas formulaciones son equivalentes. Ver por ejemplo E. Merzbacher Quantum Mechanics (John Wiley & Sons, 1961) Cap. 20.
6 En el siglo XIX se descubrió que la luz consiste en campos eléctricos y magnéticos oscilantes que se propagan por el espacio, e inicialmente se creyó que estas vibraciones ocurrían en un medio material inmóvil en el universo que se llamó éter. La hipótesis fue seriamente cuestionada hacia fines de siglo y definitivamente descartada a principios del siglo XX luego del éxito de la teoría de la relatividad especial, que se apoya en la inexistencia de tal medio.
7 Los fonones no son partículas elementales y se les concibe más bien como “cuasi-partículas” que emergen en un medio de permanente materialidad que las hace posibles. Las partículas elementales son parte de la permanente materialidad pero su existencia no depende de ella.
8 Ver por ejemplo Alan H. Guth The inflationary universe: the quest for a new theory of cosmic origins, (Addison Wesley, 1997), o Steven Weinberg The cosmological constant problem, Reviews of Modern Physics, Vol. 61, pags 1-23, 1989
9 En este caso el principio de incertidumbre establece que mientras más localizado en el tiempo es un proceso físico, mientras mayor es la precisión con que se conoce el intervalo temporal en que ocurrió, más incierta es la energía involucrada, pudiendo crearse una cierta cantidad de materia (energía) siempre que se desvanezca prontamente al interior de dicho intervalo.
10 Ver por ejemplo R. Feynman QED (Princeton University Press, 1985)
11 Ver Alexander Vilenkin, Creation of universes from nothing , Physics Letters, Vol. 117B (1982) páginas 25-28
12 Es el llamado “efecto Casimir”, H.B.G. Casimir, Proc. Kon. Ned. Akad. Wet. Vol. 51 (1948) pág. 743. Para una presentación más detallada ver V.M. Mostepanenko y N.N. Trunov, The Casimir Effect and its Applications (Clarendon Press, 1997)
13 Science Vol. 282 (1998) pag. 2156
14 No quiero implicar pre-existencia temporal, sino meramente una anterioridad existencial