Sunday, June 29, 2008

JUAN GELMAN, PREMIO CERVANTES 2008

Juan Gelman fue galardonado con el Premio Cervantes 2008. Sobre el poeta argentino hemos hablado dos veces antes: en “Juan Gelman: Mi Buenos Aires querido, en julio del 2007 y en “Un premio literario nacional”, en agosto del mismo año. Ahora publi8caremos el discurso de recepción del Premio, tomado del sitio “Pensamiento Crítico”, del 25-05-2008.
DISCURSO DE RECEPCION DEL PREMIO:
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señoras y señores: Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, "que es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa" para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en "Viaje del Parnaso", "puede pintar en la mitad del día / la noche, y en la noche más escura / el alba bella que las perlas cría... / Es de ingenio tan vivo y admirable / que a veces toca en puntos que suspenden, / por tener no se qué de inescrutable".
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos "Dürftiger Zeite", estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderlin preguntándose "Wozu Dichter", para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de 5 años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que "un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía", Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino "que no es sino morir muchas veces", comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra "desaparecido" es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada", que nada me decía, salvo la mención de sus "alegres ojos". Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad, quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Segismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en "Viaje del Parnaso" y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a queroseno que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor. Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: "el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto", uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: "Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos".
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿"En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos -dice Sancho-, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería"?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. "¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!", exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque "esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso". Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran "lastimándolo" desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice "siempre mañana y nunca mañanamos" agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.

Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.

Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: "[...] lo que finalmente nos resguarda / es nuestra desprotección". Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.

Friday, June 20, 2008

LAS VERONICAS DE KIESLOWSKI


Oscar Bravo Tesseo

Probablemente, de las películas que he visto, "La doble vida de Verónica", sea la más singular. Voy a tratar de explicar esas singularidades.

Uso la palabra singularidad en sentido matemático: en teoría de funciones, una función es singular en un punto si toma allí un valor indefinido, de preferencia infinito. En la vida cotidiana estos puntos producen inestabilidad. Las contrucciones oscilan, los puentes se vienen abajo, los altoparlantes chicharrean. En el cine, dejan al expectador interesado pensando una semana. O un año entero.

Verónica es una película del fallecido director católico polaco Krzysztof Kieslowski. A cargo de la música estuvo Zbigniew Preisner. La actuación es de Irene Jacob.¿ De qué trata la película? Un resúmen brevísimo: una joven artista muere en Cracovia, otra, su par, le sobrevive, en París. Ambos roles los hace la Jacob. Ambas jóvenes se llaman Verónica. Mientras Weronika muere por entregarse a su arte, la música, Vérónique escapa a su destino, renunciando al arte. Aunque entre las jóvenes hay un punto de reunión espiritual indefinido, sus vidas apenas se cruzan una vez, brevemente y a la distancia, durante días de revuelta en Cracovia. Se supone que estamos a comienzos de los ochenta y que el régímen comunista polaco retrocede ante la presión del movimiento impulsado por Solidaridad y la Iglesia Católica.

La música de La doble vida es extraordinaria, hermosísima. Tanto que la cinta sonora de la película encontró rápidamente un público, adquirió la forma de un CD y se vendió profusamente por todas partes. Para mi, la belleza innegable de los temas de Preisner estaban a la par con el carácter más oscuro y severo de las piezas del holandés van Den Budenmayer, activo en 1900. Años después de haber visto el film y de haber escuchado su música me enteré, buscando rastros de van Den Budenmayer - y esto me lo dijo un chico en una tienda de discos - que éste, el compositor holandés de 1900, en realidad no existía, que era una ficción inventada por Preisner o Kieslowski o por ambos juntos. He ahí la primera singularidad, parte de la música de la película la escribió un personaje inexistente.


Otro elemento singular es su tema central. La doble vida de Verónica parece dirimir acerca de la pregunta si actuamos como lo hacemos por libre voluntad o no. ¿Es que hay un creador (a cargo de las marionetas) que define nuestros actos y decisiones? O hacemos esto o lo otro por simple casualidad? Concretamente: por qué razón muere Weronika pero se salva Véronique? En la película se sugiere que la segunda, reconociendo su mala salud, renuncia a su vocación, y por eso puede seguir viviendo. Al contrario, Weronika muere pues es incapaz de detenerse a tiempo, porque coloca su arte por encima de su vida. También uno podría decir que Veronique vive y Weronika muere por azar. que ha colocado a una en Francia y a la otra en Polonia. Sin embargo, una explicación que me gusta más es que Weronika muere mientras Véronique vive porque resulta más bello asi, en esta película concreta.
Singular es también el hecho de que Kieslowski hayan hecho un final alternativo, para el mercado de los Estados Unidos. En ese final, Veronique llega hasta la casa de campo de su padre, le abraza y se hablan. En la cinta que se mostró en Estocolmo y, probablemente también, en Santiago, Véronique llega hasta la casa de campo de su padre, se ve su mano sobre el árbol enorme en el antejardín de la casa (árbol que pudiera representar al padre, para el espectador alerta) y ahí se acaba la película. Kieslowski debe haber estimado que el incluir un final alternativo en nada perjudicaría su prestigio de realizador y el tiempo le ha dado la razón.
Singular, en el guión, es lo que antes llamé un punto de identificación espiritual, no definido, entre las dos verónicas. La película ha sido interpretada como una metáfora de las condiciones políticas de Polonia y la de Francia, después de la guerra. Mientras Francia es relativamente libre de escoger su propio camino, igual libertad de acción no le está otorgada a Polonia. La muerte de Weronika representaría entonces el sacrificio de Polonia como nación, sacrificio que es percibido por Véronique, y ella se siente incompleta, sin la primera.

Puede que sea así. Al final, Polonia termina incorporándose a la Unión Europea, junto a Francia. Aunque yo prefiero, en un buen cuadro, dejar lo que estaba oscuro, oscuro, y lo que estaba claro, claro, tal como la primera vez que lo vi y me gustó. Si Kieslowski quería subrayar con su película la necesidad de Polonia de integrarse a Europa Occidental, es preferible que no lo haya dicho con todas sus letras. El arte tiene por primer y único requisito su belleza, que cada cual habrá de encontrar como mejor pueda y entienda. Si hubiera algo más que pedir del arte yo pediría que sea tolerante. Su belleza debe ser posible para todos, incluso para el que no tiene o no comparte las creencias religiosas, las ideas políticas, o las preocupaciones morales de su creador.





Monday, June 16, 2008

UNA CELEBRACION FALAZ

.

Mi padre falleció cuando yo tenía 22 años, ahora tengo 68. Mientras vivió, siempre, cada día, sentí hacia él gratitud, respeto, cariño y amistad. Solo celebrábamos, en forma especial, su onomástico y cumpleaños. Era suficiente. La relación entre un padre y un hijo se construye en el quehacer y comunicación diaria. En este proceso se consolidan los lazos que resultan, positivos o negativos. Si mi padre no hubiese sido el padre que fue o yo no hubiese sido el hijo que fui, nada ni nadie habría podido suplir carencias afectivas. Tengo cuatro hijos y he procurado ser responsable, respetar y apoyar sus individualidades, amarlos y profesarles mi amistad. He sentido, cada día, sus afectos, cariño y amistad. No necesito, no necesitamos más. ¿Porqué mis hijos deberían correr a las llamadas tiendas de ventas de artículos por departamentos o a supermercados y farmacias a comprarme un regalo, sólo porque esas empresas gastaron sumas cuantiosas de dinero en campañas televisivas, radiales y de prensa, tratando convertir “hijos” en “consumidores”, manipulando sus conciencias y sentimientos, haciéndoles creer que si no adhieren a sus falaces campañas son malos hijos.

Una celebración “comercial” como la mencionada, tiene el nefasto efecto de desvalorizar un vínculo muy importante, íntimo y personal de un ser humano, al intentar trocar sentimientos por mercancías.

Mañana, cuando las tiendan comparen gastos con ingresos, no sentirán el mínimo respeto por sus desconocidos/clientes/hijos/consumidores; estarán ocupadas sólo en decidir como invertir las utilidades de su campaña eufemísticamente denominada “Día del Padre” y se dirán “vamos bien”. Pero, en realidad, vamos mal. En el planeta hay cada vez menos seres humanos, personas y cada vez más consumidores, que enajenan su libertad, en el más amplio sentido, para someterse, plácidamente, a los dictámenes de la publicidad de estas empresas.

Friday, June 13, 2008

¡QUE VIVAN LOS NOVIOS!


Vine a una boda y me encuentro con una misa. No conozco las oraciones ni los cánticos, me pongo de pié o me siento cuando los demás lo hacen. Lamento no ser católico, ello me impide participar en la ceremonia con el entusiasmo y devoción de los demás. Nada me impide convertirme ahora; no sería el primero ni el último en hacerlo. De hecho recuerdo a dos personas que se convirtieron antes que yo y, por coincidencia, ambos son ingleses. GrahaM Greene se convirtió al catolicismo en su juventud. Sin embargo, durante años supuse que lo había hecho en los 50, en la época de la publicación de su novela “El fin de la aventura”, que narra el conflicto moral de una mujer casada, Sarah Miles, que se enamorara de un escritor; algo que tiene que ver con el pecado. Yo recordaba que Sarah, influenciada por un religioso, termina abandonando a su amante para acercarse a Dios. Las primeras páginas de la novela están entre las mejores que he leído, de hecho, muchos años después, cuando escribí el cuento “El desasosiego”, que, a su vez, es muy anterior a la boda en la que estoy, rendí al libro y su autor un secreto homenaje. Además, puse como epígrafe, el mismo que Greene usó en su obra: “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y que para que puedan existir entra en ellos el dolor”. (Leon Bloy). El otro converso que recuerdo es Tony Blair, el ex primer ministro inglés y líder del Partido Laborista. En alguna época le tuve simpatías políticas pero después de su apoyo a George Busch en su guerra con Irak, lo mejor es olvidarlo. En estos momentos el sacerdote nos invita a rezar “la oración que el propio Jesucristo nos enseñó”. “Creo en Dios Padre, Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra…”.Me quedo pensando que si Dios “creó” el cielo y la tierra, hubo al menos un instante, en el que ni el cielo ni la tierra existían; no había nada. Todo lo que existe esta o en el cielo o en la tierra. Solo existe Dios. Podría agregar, que si Dios aún no había creado nada, sólo lo era Todopoderoso en potencia. A esta altura siento un cierto calorcillo que me lleva a reconocer, perentoriamente, los evidentes errores de este razonamiento. Desde luego no hay un “antes” de la creación. Un “instante” es un fragmento de tiempo y éste sólo puede concebirse a partir de la creación, de la que es un efecto. Tampoco se puede concebir el espacio antes de la creación. De este modo, sólo Dios puede ser fuera del tiempo y del espacio, lo que explica, por otra parte, que habite un lugar, el cielo, que todavía no existe. En estos momentos el sacerdote nos invita, yo diría, oportunamente, a darnos la paz. Con alivio, beso a mi esposa y saludo a quienes están a mi alrededor, mientras hago una mueca a la hoguera. Me quedan ideas dando vueltas. En mi defensa diré que pocas veces tengo tanto tiempo, tranquilidad y un ambiente tan adecuado, para pensar en las pruebas de la existencia de Dios. Además trato de armonizar lo que fui con lo que soy, luego de mi conversión. Si creo en Dios tiene que ser a mi modo, una simbiosis. Se que Platón escribió sobre este tema; que también lo hizo San Agustín, pero, en verdad, no recuerdo como la justificaron. Trato de elaborar mi propia teoría, pero estoy algo cansado, confundido. Para creer necesito algo más que la Fe. Siento que debo comprender, ahora, cómo Dios pudo surgir de la nada y ser, sin embargo, Todopoderoso. (La ceremonia está terminando). No lo sé ni lo sabré nunca. ¿Lo sabe acaso alguien? En estos momentos la boda concluyen, todos los presentes están felices. Hago un esfuerzo supremo para retornar a la Iglesia, lo logro y grito:¡Que vivan los novios!

Thursday, June 05, 2008

OFICIO DE TINIEBLAS POR GALILEO GALILEI




“Yo, Galileo Galilei, catedrático de matemáticas en la Universidad de Florencia, públicamente abjuro de mi doctrina que dice que el sol es el centro del universo y que no se mueve, y que la tierra no es el centro del universo y sí se mueve. Con corazón sincero y no fingida fe, abjuro, maldigo y detesto los errores y herejías antes mencionados, y cualquier otro error, herejía o secta contraria a la Santa Iglesia.”

Galileo Galilei nació en Pisa, el 15 de febrero de 1564 y falleció en Florencia, el 8 de enero de 1642. Dos pintores italianos, sus contemporáneos, pintaron su retrato, que nos permiten, hoy, conocer su apariencia física. el florentino Domenico Crespi, il Passignano (1559-1636) y Ottavio Leoni (1578-1630), que ilustran este post.

Desiderio Arenas, escritor y músico chileno nacido en 1950, es el autor del poema que reproduzco a continuación, incorporado, como canción, al repertorio de Quilapayún, cuyo video descubrí en YouTube. La canción recuerda a Galileo abjurando de sus doctrinas científicas, para evitar correr la misma suerte de Giordano Bruno. Me pareció interesante esta publicación por cuanto Arenas es autor de una muy buena novela, “Lo que Bob Dylan se llevó”, ambientada durante la dictadura militar (fue publicada en el año 2000 por Planeta, en Chile).

OFICIO DE TINIEBLAS POR GALILEO GALILEI

Ptolomeos:

Yo sé que inseparable de la idea
que podamos tener
del hombre, está el hombre
en sí mismo;
Ptolomeos:
que a veces sufre el concepto
al ser confrontado
con su concreta modalidad
de lo visible;
Ptolomeos:
yo sé que el camino más corto
entre dos puntos luminosos
pasa necesariamente
por la sombra.
Haec homini est perfectio
similitudo Dei
Y que no es sagrada
la inmovilidad
Haec homini est perfectio
similitudo Dei
porque la creación
es un acto
y el acto es
Haec homini est perfectio
similitudo Dei
una idea
en constante movimiento.
Ptolomeos:
Si la tierra fue concebida
a imagen y semejanza
del pensamiento de Dios,
si el pensamiento tiene
trayectoria elíptica,
la tierra es un pensamiento
que gira alrededor del sol
Exorcisámoste
espíritus soberbios, altaneros,
pensamientos nefastos,
ángeles escépticos y disidentes.
Exorcisámoste en el nombre
de las tinieblas nuestras,
del dogmatismo nuestro,
de las verdades nuestras,
de los sofismas nuestros.
Exorcisámoste en el nombre
de la inexpugnabilidad
del sagrado pacto nuestro
con la palabra consagrada.
Por los hombres que
sobrevivirán a las hogueras
inefables, que nacerán entre
el pánico, que vestirán la
crítica, por los que renacerán
desde la eterna oscuridad
en los próximos diez mil años,
por aquéllos cantos.
Y decir que estos oídos
puros, santos,
habrían de herirse un día
de afirmaciones
tan irresponsables desmovilizadoras,
heréticas,
contrarias a las políticas
de la Santa Iglesia
Caótica, Monopólica, Mundana.
Y, sin embargo, se mueve,
porque en ese sin embargo
se resume toda la cuestión:
a pesar del silencio
impuesto verticalmente,
sin embargo sí,
de las heridas que puedan herirse
y aún de los muertos
que seguirán muriendo,
sin embargo siempre sí,
eppure si muove,
sí.

Monday, June 02, 2008

BUCAREST


Oscar Bravo Teseo

Antes del Xoko, hubo otro café, en el mismo local. Se llamaba Dalpojken y era más modesto que su sucesor. Por especialidad tenía el "semla", una variedad de pan dulce, hecho con harina corriente, lleva cardemuma, va cortado a tres cuartas de su alto, relleno de mazapán, crema batida y bañado en azúcar flor. Con el Dalpojken y Brauser, notorio consumidor de dulces, quedaron sepultadas buena parte de nuestras conversaciones y recuerdos. Los bollos sobrevivieron tanto a la desaparición del antiguo café y a la de mi amigo, y se venden hasta en los supermercados entre el 8 de febrero y páscua de resurrección.

El Xoko introdujo un lujo ajeno a nuestras vidas, lo que nos fue apartando, a los habitúes, del local. Espaciamos primero las visitas, las acomodamos al alcance de nuestros bolsillos, finalmente dejamos de ir allí. Por cierto, las conversaciones con Brauser quedaron dando vueltas en mi cabeza durante mucho tiempo. Pero lo que yo recordaba más eran las reuniones, si así pudiéramos llamarlas, en el local antiguo. Es que entre las paredes sin adornos del Dalpojken, Brauser añoró a menudo al hijo que había dejado atrás y, seguramente, aunque no la mencionaba, a la mujer que le había traicionado. Hizo, en la sala mal iluminada del café, continuos planes para viajar a Bucarest y volver a verlos. El hablaba y yo escuchaba; él establecía metas y yo asentía; él examinaba alternativas y yo las apoyaba. Tampoco perdonaba las dificultades: el dinero, el visado, el lío que significaba volver a un país del cual había huido, dejando deudas y empeños sin cumplir.

Y como Brauser no sería Brauser si no empezara por engañarse a si mismo - y puede que hasta le diera placer hacerlo - él mismo se encargaba de reprimir el deseo de ver a los suyos con el temor que le inspiraba el viaje. Como es de imaginarse, los años fueron pasando, cambiaron las circunstancias, terminó por venirse abajo el régimen de Ceaucescu. Pero Brauser se las arregló para no partir, por más que se moría de ganas de hacerlo. Se murió sin volver a Bucarest.

Estos pensamientos daban vueltas en mi cabeza mientras escuchaba la voz de la azafata que anunciaba que el avión de Malev, estaba comenzando su aproximación al aeropuerto internacional Otopeni, Bucarest. También pensaba en las cartas que Brauser había dejado, varias de las cuales había leído repetidas veces, antes de tomar la decisión de buscar al hijo, que debería tener hoy unos 28 años. Quería hablarle de su padre y encontrar quizás a la mujer de Brauser, si es que ellos todavía vivían juntos. Había, claro está, direcciones, números de teléfonos y nombres de personas y de calles, las que había ido recogiendo de la correspondencia de Brauser. Todo sumado, los nombres, las fechas y lo poco que sabía de Bucarest habían ido produciendo en mi espíritu una fiebre viajera, alimentada con curiosidad malsana. Razonaba que Brauser había fallecido a los sesenta, que el hijo había nacido en 1977, que el padre había escapado de Rumania un par de años antes que ejecutaran a Ceaucescu para navidad de 1989.

Bucarest resultó mejor de lo que pensaba. El hotel Aleea, simple y confortable, quedaba en Calea Balcescu, traficada incluso de noche, lo cual no importaba pues mi habitación daba a un patio interior. El hotel tenía un bar, aparte de la sala del desayuno, en el cual nos juntábamos - es un decir, pues nunca hablé con nadie, como no fuera la mujer de la recepción, o el nochero, un empleado viejo, que atendía a veces el bar - los cuatro gatos que parábamos allí. Con el que más traté fue con el nochero - barman, que resultó ser un chileno que nunca había vuelto a su país.

Los primeros dos días en Bucarest los gasté tratando de encontrar alguna de las direcciones que traía conmigo. El mapa estaba correcto, ni que decir, las indicaciones tomadas en Internet se correspondían, curiosamente, con la realidad. Las calles que figuraban a la derecha de otras en el mapa, lo estaban. Las que debían hacer esquina o formar una plaza con otras, lo hacían. Todo eso estaba bien, lo mismo que las referencias a estaciones del metro. Pero apenas uno llegaba a la entrada de un edificio caía en una situación sin salida. Se requería un código para el portero automático. Nadie respondía cuando tocaba el timbre. Las veces que abrieron me encontré con mujeres de edad, pensionadas, que no prestaban la más mínima atención a mis intentos de hablarles en francés o en inglés. Cuando mencionaba el nombre Maria Petrescu negaban con la cabeza mostrando el letrero en la puerta. Encontré muchos Antonescu, Popescu y varios Voda, pero ningún Brauser. Ni el hijo, que tendría que llamarse Brauser, ni su madre, que ahora podía llamarse de cualquier manera, eran conocidos en los sitios donde preguntaba. Desalentado, aceptaba la indiferencia con que me rechazaban las mujeres y me marchaba. Desde el hotel intenté llamar sin éxito a alguno de los números telefónicos que traía de Estocolmo. No lograba obtener línea, no recibía respuesta alguna cuando marcaba, a veces me contestaba una grabación que terminaba haciendo una pausa para que yo hiciera un número, aunque yo no sabía que número hacer, por no entender las opciones que me proponían. A veces la máquina repetía el mensaje, en otras, me remitía a un silencio sin futuro, que me obligaba a colgar y, ya desesperado, volvía a recorrer las calles, estaciones de metro y plazas de Bucarest que traía anotadas en mi libreta.

La segunda noche llegué al Aleea arrastrando la cola. Cargaba en los pulmones a lo menos la mitad de la polución que los vehículos y los habitantes de Bucarest producen por día. Mis zapatos llegaban a medio morir saltando, cansados de patear piedras por la calle y de tropezar con adoquines irregulares y desgastados por el uso. Había pisoteado bolsas de basuras tiradas en las veredas y unos cuantos perros habían tratado de morderme, por razones que solo ellos sabían. Una vez en la recepción pedí la llave, pero no subí a mi cuarto, en el segundo piso. Estaba empezando a desarrollar una alergia a Bucarest y decidí que era hora de emborracharse. Encaminé mi cansancio hasta el bar, dispuesto a ahogar la desilusión de la jornada.

En el bar había tres personas, ocupando todas las mesas disponibles, por lo que no me quedó otra que instalarme, encumbrado, en uno de los taburetes, frente al mesón. El barman -que resultó ser el nochero - me observaba con curiosidad. Yo estaba encaramado en el piso, agarrado a dos manos al borde del bar, tratando de leer lo que se pudiera en la hilera de botellas de vino blanco arregladas a unos dos metros de distancia de mi nariz. Entonces dije: Francusa Cotnari, tal cual, en rumano y agregué: y agua mineral, en inglés. El mozo atendió mi pedido sin problemas. Del refrigerador, a su espalda, extrajo una botella, la vi pero no alcancé a ver si era el vino que acababa de pedir u otro cualquiera, levantó una copa de cristal y la miró a contraluz, sirvió hasta llenar la copa, después sacó de abajo del bar un vaso de caña alta, sirvió agua mineral y puso ambas bebidas frente a mi, junto con un servilletero. Después agregó, sin que yo alegara, porciones de maní tostado, aceitunas negras y verdes. Dijo algo, que no entendí, aunque puede que haya dicho algo que habría entendido si le hubiera puesto atención y después, únicamente después, giró ligeramente y cerró la puerta del refrigerador. Mientras tanto, yo leía las etiquetas de las botellas acomodadas encima del bar. En conclusión, estaba a punto de probar un blanco de la viña Jidvei, Feteasca Regala o Tarnave Sauvignon Blanc, o bien un Francusa Cotnari blanco o un Grasa Cotnari. Al poco rato había vaciado ya la primera copa y mordisqueado algunas aceitunas verdes cuando el barman, situado discretamente en una esquina del bar, se acercó a mi y me preguntó: ¿otra? sin darme cuenta le dije que si. Reaccioné y le dije algo sobre el vino, pero cara de palo, en español y él, sin inmutarse, me contestó, también en español.

Al final, muy de noche, cuando me disponía a irme a acostar, me había enterado de que era chileno, que había vivido más de la mitad de su vida en Bucarest, que trabajaba en el hotel de nochero y barman a partir de las 21 horas y hasta las 6 de la mañana, hora en que venían a relevarlo la mujer que preparaba el desayuno. A esas alturas yo había probado todos los vinos blancos que tenía, excepto unos que él mismo había descartado, por malos. Declaró, enfáticamente, que ninguno de los vinos rumanos llegaba a la altura de un Santa Carolina,Tres Estrellas, aunque tuvo la honradez de agregar que andaba tanto tiempo fuera de Chile, que si viera una botella del vino mencionado ni la reconocería, así que menos se iba a estar acordando del bouquet, en caso que tuviera alguno. Por mi parte, le conté mi aventura de los dos días, mencioné los barrios y calles que había visitado y él se reía, sin hacer ruido, considerando la imposibilidad de mi búsqueda en los lugares que yo mencionaba. Por lo que entendí, me había perdido en distritos del noreste de la ciudad, mencionó Iancului, Tei, Fundeni y qué se yo, en circunstancias que yo debía haber dirigido mi búsqueda hacia el sector este, en Lipscani o en Dudesti o, por último, en el Centrul Civic. Mientras bebía de los vinos blancos, el nochero iba colocando porciones de jamón, salame, mortadela, salchichón y pan, de modo que el bar quedó repleto de copas y platitos pues ponía estricto cuidado de no usar el mismo utensilio dos veces. Pedro Gacitúa, oriundo de San Bernardo, así se presentó el barman, me dio mucha información de la cual entendí poco o nada, excepto que tenía que haber tomado la línea 1 del metro, pero no en la dirección Gara del Nord, sino hacia Republica. Comí tanto pan, fiambres y aceitunas acompañando el vino, que la esperada borrachera fracasó. Desapareció también el sentimiento de alergia que le estaba tomado a Bucarest.

El nombre de Juan Carlos Brauser apareció en la conversación. Vino después de una pausa tomada por Gacitúa, durante la cual había pasado a la recepción, ubicada inmediata y a la derecha del bar, en ejercer de su función de nochero. Cuando volvió al mesón, traía ese aire de tranquilidad profesional que invita a la confidencia: mencioné el nombre de mi amigo. Dije que éste había vivido en Bucarest durante varios años, que era probable que él y mi amigo, se hubieran encontrado en reuniones típicas de chilenos. El hombre lo pensó un rato, después dijo que si, que el nombre le decía algo. Se fue antes del fin de Ceaucescu, verdad? Entiendo que si. No estaba casado, verdad? Si, si estaba casado, con una rumana. Pero sin hijos, verdad? Tuvo un hijo, que dejó acá, con la madre. Verá usted, aquí a Bucarest llegó un lote de chilenos. En los setenta. Debemos haber llegado a tres o cuatro mil. Unos estuvieron estudiando en la universidad, la mayoría. Otros, menos, trabajando en empresas estatales, en construcción de maquinarias y cosas. Y cómo se estaba entonces? En las fábricas, bien. Muy bien. Lo importante era el plan. Cuando el plan no se cumplía, o sea cada año, había que ajustar los números. Lo importante era cumplir. Total todos ganábamos con eso, lo mismo si usted trabajaba en los talleres o en las oficinas. En los ochenta a Ceaucescu se le ocurrió pagar la deuda. Ahí se jodió todo, vino lo peor. La deuda parece que la pagó, dicen. Pero al final cagó él, cagó el país, todo los demás. Mejor hubiera dejado todo igual.

Después, inspirado en el esfuerzo que había hecho para resumir en una media docena de frases la historia rumana de los últimos veinte años agregó, hablando consigo mismo:

- Juan Carlos Brauser, si. Si lo conocí. También a la mujer, la rumana.

Le conté que Brauser había fallecido y le pregunté si me podría ayudar a encontrar a su familia. Asintió con la cabeza y dijo que le diera un par de días para ubicarlos. En realidad le bastaba con uno, pero el día siguiente no trabajaba. Le dije que si, que estaba bien, que me quedaba hasta el sábado en Bucarest, que había tiempo.

Los dos días siguientes los dediqué a hacer turismo. Volvía igual de agotado por las noches al hotel, pero sin el cansancio mental de los días previos. Recorrí, un poco al azar, todo lo que pude. Con la idea de ver el Arco de Triunfo, llegué hasta el parque Herastrau y estuve largo rato mirando casas tradicionales y artesanías rumanas. Me topé por allí con una pareja de brasileros, los cuales me recomendaron el barrio Lipscani. Visité la Curtea Veche, en donde se supone que Vlad Tepes mandó fundar Bucarest, en el siglo XV. Por cierto que vi también el edificio del parlamento, en opinión de los brasileros "la construcción estalina más grande e inútil del mundo, aunque nunca tan fea como el parlamento de Pinochet, en Valparaiso".

Por las dudas, di otra vuelta a los barrios que había visitado lunes y martes, sólo que esta vez no tenía esperanza de encontrar a ninguno de los familiares de Brauser. Lo hice por no dejar pasar dos días sin buscarles. Terminé sentado en una cafetería cercana a la Piata Revolutei, lugar dónde se reunían los manifestantes el 89, a exigir la salida de Ceaucescu. Pedí café con leche y un jamón y queso caliente. Mientras esperaba que la camarera apareciera con el pedido estuve mirando las fotos que adornaban el local. Eran de ese tipo de fotografías que hay en cualquier lugar en el mundo, fotos de avenidas enormes, llenas de monumentos, palacios y mansiones antiguas, incluso algunas que me parecían haber visto al pasar, en los últimos días. Una de las paredes era distinta de las otras, la adornaban imágenes de mujeres y recordaban a esas películas francesas de los años cincuenta. Vestidos floreados, carteras, sombreritos, zapatos de tacones, medias nylón. Mirando las fotos de las mujeres caí en cuenta que hacía un par de días que yo no pensaba en el hijo de Brauser, qué lo que yo estaba buscando era a la mujer, a la rumana, la que se había entregado a todos esos chilenos, ella que se hacia llevar hasta la casa que habitaba con Brauser en los autos negros y discretos de la policía de Ceauscescu. Supe entonces que todo el viaje lo había fabricado sobre una mentira, me había estado engañando a mi mismo durante semanas, inventándome explicaciones para poder ir a buscarla a ella. Quería estar con ella, la estaba deseando, sin conocerla. Cuando vino la camarera con mi café la miré con tanta intensidad, la tomaba como substituto de lo que yo buscaba en la mujer de Brauser, que ella se ruborizó y me preguntó si todo estaba como debía ser.

Cuando llegué al hotel hube de esperar hasta las nueve de la noche a que apareciera Gacitua. Estuve abajo, sentado en un sillón en un saloncito con ventana a la calle, no lejos de la recepción, cuando lo divisé llegar caminando, con su bolso colgado del hombro y detenerse en la esquina todavía un momento para despedirse del hombre que lo acompañaba. El otro siguió su camino, tras darse un ligero apretón de manos con el nochero por lo que cayó de inmediato fuera de mi vista, en tanto que Gacitúa atravesaba en diagonal hacía la entrada del Aleea y lo pude observar unos instantes hasta que desapareció por mi izquierda. Lo había tragado la puerta giratoria del hotel. El nochero llegaba exactamente a las nueve de la noche.

Apenas me vio aparecer por el bar, Gacitúa me informó que había hablado (por teléfono) con gentes que decían conocer el paradero de la familia de Brauser, en Budapest. Las mismas personas le habían dicho que ellos se encargarían de contactar al hijo de Brauser y que si éste o su madre deseaban encontrarse conmigo, les harían saber que yo los esperaba al día siguiente, viernes, en el hotel, a las diez de la noche. Quedaba claro, era al menos la interpretación del nochero, que los contactos dudaban de que los Brauser quisieran conocer a un desconocido venido de Estocolmo después de todos esos años. En otras palabras, si Lucian Brauser no se venía al hotel a la hora indicada yo sabría que no querían verme. Quise averiguar un poco más con Gacitúa pero me cortó por lo sano.

- No lo voy a engañar - me dijo - los ubiqué a través de conocidos, todo por teléfono. La verdad, a esa gente no la he visto ni en peleas de perros.

El viernes a las diez de la noche pasó el hijo de Brauser a buscarme. Llegó al hotel puntualmente y me propuso que fuéramos a un local a tomar unos tragos y a conversar. Allí tendría la oportunidad de conocer a su madre. Manejaba un Ford Colt, color metálico, que se veía bastante a mal traer. No mostró ningún interés en pasar al bar del Aleea a tomar un trago antes de partir a la cita y yo no insistí. Marchamos en dirección sur hasta encontrar un área de parques, después giramos hacia el este tomando por el Boulevar Marasesti y después hicimos varias calles pequeñas hasta tomar otra avenida amplia, Calea Vitan. Lucian conversaba en inglés, intercalando palabras en francés, o en italiano, cuando lo consideraba necesario. Yo respondía en inglés, corto, forzado y precario. Como no parecía molestarle en absoluto hablar con un extranjero en esas circunstancias, me sentí más relajado y contesté a las preguntas que me hacía acerca de su padre y de cómo había sido su fallecimiento, la enfermedad y el funeral mismo. Después preguntó sobre el tipo de vida que llevaba su padre en Estocolmo y, con naturalidad, quiso saber si su padre dejaba algo. Sin darme cuenta habíamos dejado Calea Vitan y ahora estábamos aparcando en una calle lateral, cuyo nombre no observé. De hecho me había extraviado, aunque sabía que estábamos al este de Bucarest, no lejos del centro de la ciudad ni de la zona verde que hay al lado sureste de ella.

El local estaba en una calle del centro, pero apartada y más pobre, que las vías principales. Se entraba por una puerta lateral, bajando por una escala mecánica que desembocaba en un plano subterráneo y mal iluminado, en el cual se distinguían los letreros luminosos de a lo menos media docena de sitios parecidos. El cabaret en el cual entré, finalmente, siguiendo a Lucian, llevaba por nombre Strada. Lucian iba adelante, me había dejado de hablar desde que aparcamos el auto y empezamos a bajar por la escala mecánica. De vez en cuando giraba la cabeza y comprobaba que yo seguía detrás suyo, un poco en diagonal y a medio metro de distancia. Entonces levantaba la mano derecha y la hacía caer repetidamente hacia adelante, con los dedos extendidos, mostrando que ése era el camino nuestro. Se detuvo, sin embargo, al llegar a la puerta del cabaret y vi su cabeza, la gorra americana que la cubría, los cabellos largos de color casi rojizo, el cuello y la espalda de su camisa azul de mangas cortas, los brazos delgados, la espalda un poco encorvada y frágil, los pantalones blancos de confección barata. Esta vez murmuró algo, mientras abría la puerta, pero no lo dijo para que yo lo escuchara, sino para que yo entendiera que aquí había que entrar. Usaba siempre, hablara o no, un lenguaje eficaz que habría entendido un perro.

Dentro del Strada caminamos todavía unos pasos por un piso pintado de color azul. A la derecha nuestra había por lo menos ocho o nueve hileras de mesas bajas, de las cuales unas pocas estaban ocupadas. La música estaba lejos de recordar ese bullicio asqueroso y artificial que abunda en las discotecas. Desde la izquierda nos llegaba la franja larga e iluminada del bar. Había allí apenas nadie, aparte de un grupo de mujeres jóvenes rubias y altas, de aspecto eslavo, que en cualquier lado habrían sido una bellezas, aunque en el Strada estaban vestidas de una manera que difícilmente podría poner en cuestión el oficio que practicaban y las lealtades a las estaban sometidas. La música tenía un motivo y una particularidad. Los músicos, eran cuatro y en vivo, estaban al fondo y a la derecha del escenario. Alguien, un hombre de pelo largo, estaba al piano; otro, gordo y calvo, el acordeón. Había un tercero agazapado detrás de una batería, al cual no distinguía. El cuarto, una mujer, tocaba el violín. Sobre el escenario, delante de ellos, un par de mujeres que parecían haber salido del grupo de eslavas arrimadas junto al bar estaban bailando cualquier cosa y sacándose la ropa, en un ir y venir tan estudiado e como interminable, pues lo que se quitaba una se lo ponía la otra. Como única decoración había un escritorio blanco, con cajones abiertos y el par de sillas que las rubias requerían para hacer lo suyo.

Acostumbrado a la luz y aburrido ya del strip-tease perpetuo de las eslavas, mis miradas terminaron descansando en la mujer del violín. Podría tener cuarenta o más años. A la distancia, su rostro era el de una niña; su cuerpo, delgado y bien formado; su piel era muy blanca y su pose el de una jovencita tocando su instrumento ante la mirada severa y enamorada del maestro, que lo mismo termina por interrumpirla con insultos, reproches, aplausos o besos. Ella, la violinista, estaba sentada más adelante que el resto de los músicos, abría ampliamente las piernas como si hubiese estado tocando violonchelo y vestía de largo y de negro. Había en ella la elegancia en la figura y en el vestir que habría tenido que tener si hubiera estado haciendo de primer violín en una sinfónica. Pero estaba ahí, de todos los lugares, en el Strada de Budapest. Supe de inmediato que ella era lo único que valía la pena contemplar de lo que se ofrecía allí. Entonces Lucian se inclinó hacia mi y me dijo que la mujer que estaba mirando, la del violín, era María Petrescu, su madre.

Los músicos parecían apernados al escenario. Acompañaron primero a las strip-tiseras, después hicieron fondo musical a un mago bastante diestro que transformaba palomas en mujeres con poca ropa y viciversa. A continuación vino un cantante gitano, que llegó de la mano con su guitarrista e interpretó algo que se anunció como 'muro shavo' auténtico, de ritmo muy rápido, que obligaba a los del cuarteto a hacer prodigios para cubrir con notas lo que iba creando el cantar de los gitanos. Me gustó el número, dudé de su autenticidad, ejecutado como estaba en un cabaret de mala muerte, para turistas extraviados. Detrás de los gitanos llegaron más mujeres como si piernas, senos y nalgas eslavas fueran la única atracción posible, en Bucarest, a esas horas.

En una pausa de los músicos se acercó Maria Petrescu a la mesa a saludarnos. Sabía, por lo visto, quién era yo y a qué venía. Nos besó a los dos en la boca. Era una mujer de mediana estatura. Mirándola de cerca se notaba que estaría por llegar a los cincuenta, aunque muy bien conservada. Se empinaba a abrazar, lo tomaba a uno por los hombros y sus besos eran cualquier cosa, menos inocencia. Al grupo se incorporó a poco el resto de la orquesta. Ella iba presentándolos por nombres que yo iba olvidando a medida que ella los pronunciaba. Nos sentamos todos. Maria Petrusco se ubicó al lado mio. Pedimos más vino, tomamos unas copas y las alzamos en un salud que uno de ellos reforzó con un prosit. Se habló del espectáculo, en rumano y en inglés pero yo no escuchaba nada. Maria Petrescu me había tomado por su cuenta y me musitaba cosas al oído. Por momentos me parecía que me estaba ofreciendo su cuerpo, todavía firme y bello. Sentía una alegría de borracho estando allí muy cerca de ella. Olía bien y tenía su rostro tan cerca del mio, hablándome todo el tiempo, que no había forma de girar la cabeza hacia ella sin que los labios se tocaran. Amparados por la oscuridad del local, terminamos abrazados, besándonos, sin disimulo. Seguimos hasta que los músicos empezaron a retirarse de la mesa para preparar la segunda parte del espectáculo. Lucian fumaba y nos observaba, en silencio. No era la primera vez que veía a su madre con un extraño. Ella se levantó por fin, le hizo un cariño al hijo como disculpándose y después se volvió hacia mi y me volvió a besar en los labios.
A las dos de la madrugada el show terminó. Maria Petrescu regresó algo más tarde a nuestra mesa, ya cambiada de ropa. Vestía ahora una blusa blanca debajo de una chaqueta de cuero negro corta y ajustada al cuerpo, blue jeans. Llegó acompañada de un tipo, que venía a cargo del violín. Dio la impresión de que era el hombre de ella. Sin inmutarse, ella nos volvió a besar efusivamente a su hijo y a mi. Hacía un rato Lucian y yo habíamos pagado la cuenta. Había llegado el minuto de largarnos de allí.
Salimos del Strada. El hombre propuso algo. Parece quería ir a otro local y tomar algo más. Se llegó a la conclusión de que a esa hora no había nada abierto en Budapest que valiera la pena. Mientras tanto marchábamos juntos hacia el auto. Lucian y el hombre iban adelante. Noté que el hombre era más ancho que Lucian, al caminar se le quedaba una pierna atrás, podría tener 35 o 40 años, era menos blanco que la madre y el hijo, pero no moreno. Usaba anteojos oscuros, parca azul, pantalones sueltos y arrugados. Maria Petrescu y yo marchábamos detrás, tomados del brazo, ella algo inclinada hacia mi. Mientras caminábamos me preguntó si Brauser había sufrido mucho y dije que no. Me hizo otra pregunta y dije respondí cáncer al estómago. Hizo un gesto, mientras avanzaba, y se tocó el estómago. Preguntó más cosas. Yo la llevaba ahora ligeramente tomada de la cintura. Mi mano se deslizaba por su cadera, subía hasta su hombro, la afirmaba apretándola suavemente contra mi. Había estado deseándola antes de conocerla, ahora la deseaba aún más.
En el auto nos sentamos siguiendo el patrón impuesto por la caminata. Lucian al volante, el hombre de las gafas oscuras, a su lado, nosotros en el asiento de atrás, yo a la izquierda, Maria Petrusco a la derecha. Allí cambió ligeramente la situación, o no cambió nada: ellos habían estado hablando rumano todo el tiempo, sólo que yo no me daba cuenta. Maria Petrescu tomaba parte en la conversación. El hombre de las gafas oscuras era el que más hablaba, levantando ligeramente la cabeza a veces, como para hacerse oír, pero sin mirar hacia atrás. Tampoco se dirigía particularmente a Lucian, que no decía nada. Tuve la impresión que estaban discutiendo algo que ellos sabían que yo no entendía y que nadie pensaba traducir para mi. Maria Petrescu hablaba menos, pero cuando lo hacía daba la impresión que estuviera negando, acaso resistiendo a una propuesta que uno de los otros había lanzado y que ella no quería aceptar. Pasamos delante de la estación de metro Stefan Cel Mare. Estábamos al norte de la ciudad. Me aíslé de ellos tratando de averiguar en que dirección marchábamos. Ahora no había contacto físico con ella, estábamos sentados uno al lado del otro, en distintos planetas. Al poco rato el auto se detuvo. Caminamos unos pasos hasta la esquina y entramos después a un edificio de departamentos de Cristea Mateescu. Cruzamos un patio interior mal iluminado y después entramos por una segunda puerta, tomando primero un pasillo largo y después una escalera, otro pasillo, con piso de madera. Maria Petrescu iba adelante, yo trataba de caminar junto a ella, los otros cerraban la marcha. El de las gafas oscuras no dejaba de arrastrar la pierna. Lucian traía un aire circunspecto e idiota, que había ido adquiriendo mientras su madre y yo nos abrazábamos en el Strada. Cuando llegamos a la puerta del 33-A , el hombre de las gafas se apresuró a hacernos pasar, a Maria Petrescu y a mi. Entramos. Lucian y el hombre de las gafas se quedaron todavía en la puerta y sus voces se sentían llegar como si estuvieran discutiendo. Por un momento me dio la impresión que nos iban a dejar a Maria Petrescu y a mí solos. Que ellos se iban a largar y que era esto lo que habían discutido en el auto y en el pasillo. Finalmente sentimos cerrarse la puerta y ambos hombres hicieron su aparición en la sala.
Una vez en el departamento el hombre de las gafas oscuras trajo una botella y sirvió unas copas. El vino era más malo que los que había tomado hasta allí y sabía peor aún ahora que los rumanos parecían haberse desentendido de mi persona. No hablaban mucho entre ellos tampoco, parecía que estaban vacilando en tomar una decisión. Entendí que en uno u otro caso la decisión que tomaran me afectaba. Me sentía como un pariente lejano, sentado mientras tanto a la mesa, con una copa de vino en la mano, muerto de hambre y sueño, esperando saber si los dueños de casa le van a dar casa y comida o lo van a tirar a la calle. Debe haber pasado una media hora, o cuarenta minutos, en los cuales bebimos sin parar, en silencio. Calculé que eran alrededor de las tres de la madrugada y que Maria Petrescu había terminado por imponer su voluntad.
Ella acercaba a ratos su rostro hacia mi, levantaba apenas el vaso, como en gesto de salud, y después farfullaba algo que yo no lograba entender. Repitió varias veces el nombre de Juan Carlos Brauser. También le oí mencionar a Ceaucescu. Parecía protestar, entre el silencio de los otros, de cualquier cosa. De lo mal que estaba Bucarest; de lo carajo que se había sido Brauser, o peor aún, de lo carajo que había sido Ceaucescu. Borracho, en mi mente, en el drama de Rumania, se mezclaban los nombres de Brauser y de Ceuacescu arrojando nueva luz a una historia que hasta ahora estaba mal entendida.
Ella estaba borracha y bebía con resentimiento. El hijo bebía por pura estupidez. El hombre de las gafas negras bebía como debe ser, sin prestarle atención a emociones ni rencores. Estaba allí para agregar lo que fuera necesario: traer más vino, o golpear duro, o hacer cualquier otra cosa que se le ocurriera a la mujer. Por mi parte bebía de miedo, lo sentía subir lentamente por mi espina dorsal, me imaginaba no poder ya contenerlo.
La protesta rencorosa de la mujer iba conmigo. Por momentos se alzaba del sillón, se movía de un lado a otro, dirigiendo la protesta al hijo o al hombre de las gafas. Tuve la sensación de que, faltando Juan Carlos Brauser y desaparecido Nicolai Ceuscescu, quedaba yo y que cualquier cosa que ella dijese me inculpaba, que no había perdón, ni encuentro alguno.

El de las gafas oscuras salió al pasillo y lo sentí abrir una puerta. Todo se calmó entonces, menos el miedo que se había apoderado de mí. La mujer dejó de murmurar, el hijo seguía serio, poniendo cara de estúpido. Sentí latir mi corazón, batiendo asustado y aprisa. Observé que el hijo se había puesto intranquilo, que había perdido la confianza ahora que el de las gafas andaba afuera. Después se escucho al hombre mear allá adentro, en algún pieza vecina, tirar después la cadena, abrir la puerta, repetir los pasos, arrastrando el andar por el pasillo. Los segundos se hicieron infinitos. En ese instante recordé que él era el hombre que había visto el día anterior con el nochero Gacitúa, en la esquina del Hotel Aleea. Fue eso y darme cuenta que el miedo podía transformarse en terror, en miedo físico, lejano y ajeno de la idea de intranquilidad que había sentido hasta ahora. Los otros seguían como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida. La estupidez del hijo seguía en dónde estaba antes. El hombre de las gafas se entretuvo un poco en la cocina y llegó portando otra botella, idéntica a la anterior. Mientras tanto la mujer había abierto un cajón de un mueble ancho ubicado al lado de la mesa y estuvo rebuscando. Por fin sacó un bolsón de porte mediano, lo abrió para verificar su contenido, lo cerró de nuevo y se vino, agitándolo, hacía mi. Yo entendí que ahora venía la escena final y que todo estaba por acabarse.

Por un instante pensé que me iba a presentar la prueba irrefutable de que ella era la mujer legítima, madre del chico estúpido, su único hijo, hecho hombre por obra y gracia de Juan Carlos Brauser, sepultado (sin haber resucitado) en Estocolmo meses atrás y no una farsa mal planeada por ellos para asustarme. Intuí que lo que estaba ocurriendo significaba aumentar de algún modo mi deuda con la mujer. Después entendí que estaba errado: lo que mostró, agitó en el aire y, finalmente, volcó arriba de la mesa, desafiando las protestas del hijo y del hombre de las gafas que se sumaban a las de ella que yo recibía como insultos dirigidos a nombre mió, de Brauser, del de las gafas, del hijo, de Bucarest entera, fue un montón impresionante de billetes, de marcos alemanes, puede que cincuenta o cien mil marcos, no sé. Lo irreparable, lo que la agitaba a ella, lo que transformaba el bello rostro de Maria Petrescu en la cara de una mujer perdida, consumida por la mentira de la vida, era el hecho burlesco de que esos billetes, otrora una fortuna, ahora no valían nada, cero, menos que cero todavía, que lo mismo daba ir a tirarlos al tarro basurero. Pero ella no se conformaba. Entendí también que ni Brauser, ni ninguno de los presentes, excepto yo, podía hacer algo para reparar algo que fuera de la injusticia, la miseria de la vida que se prolongaba ahora hasta el rostro endurecido de la mujer.

Entonces me serené, perdí el miedo, concebí una salida. Empecé a juntar billetes dispersos arriba de la mesa y me puse a ordenarlos, como si pensara hacer algo con ellos. Este gesto tuvo un efecto inmediato. La mujer dejó de pasearse y mascullar y se instaló a mi lado. Los otros también se animaron y me miraban con curiosidad. Me sentí en ese momento cual empleado de casa de cambios, barajando billetes ajenos después de una noche de juerga, contando dinero, ante la mirada impaciente de un grupo de turistas borrachos. Reinó alrededor de la mesa la impresión de que podía haber una solución que devolviera su valor a los billetes inservibles mientras yo comenzaba a contarlos.

Quedaba media botella de vino. Llené mi vaso y vertí lo que quedaba en el de mujer. Puse la botella vacía a un lado, a la vista del hombre de las gafas oscuras. El tipo miraba la botella, después a la mujer. Recogí un montón de billetes de a cincuenta y empecé a contarlos lentamente. Eran tantos, que a poco andar perdí la cuenta y tuve que empezar de nuevo, agrupando esta vez los billetes en lotes de a diez, los que iba colocando uno arriba del otro, sujetando cada lote por medio de un billete doblado. Había en la mesa tantos billetes que después de quince minutos todavía no había acabado. Llevaba contados treinta y seis atados, diez y ocho mil marcos en billetes de a cincuenta. Quedaba mucho por ordenar y contar arriba de la mesa, en valores de diez, veinte, cincuenta y cien marcos. Cualquiera veía que había allí un capital en dinero inútil. Saqué un trozo de papel y un lápiz del bolsillo y anoté la cifra.

Ninguno de ellos hacía gesto alguno para ayudarme a ordenar billetes. Era como si temieran romper un orden introducido por mí, joder la solución que yo y nadie más parecía percibir. Le pregunté a la mujer si había más maletines con monedas. Vaciló primero, sorprendida, después afirmó que si con la cabeza. No dije nada. Seguí contando billetes de a diez marcos por otros veinte minutos, hasta que tenía contados 9 mil marcos más. Encendimos cigarrillos y fumamos en silencio. Acabé el vaso de vino. Maria Petrescu había terminado el suyo, mientras yo contaba. El de las gafas seguía inmóvil, sin articular palabra. Lucian se había parado y se había vuelto a sentar otra vez. No decía nada, miraba a la mesa y a los montones de billetes como si fuera la primera vez que los veía. El aíre idiota había sido reemplazado por sueño puro y simple. Miré la hora. Vi que faltaban pocos minutos para las cuatro. Hice gimnasia con los dedos de ambas manos y sonreí suavemente mirando a mis compañeros de mesa, Me sentí tranquilo y despejado, seguro de haber ganado, seguro que aquí no iba a pasar nada si yo mismo no lo iniciaba, que ellos no iban a tomar ninguna iniciativa en tanto hubieran billetes sin contar encima de la mesa.

Los había embrujado haciendo la misma cuenta que ellos habían hecho veinte veces antes. Pensé en abrir mi billetera y ofrecer unos pocos euros por el montón de dinero inservible. Decidí esperar un poco y seguí contando billetes.Tenía anotados sumas por cuarenta mil marcos, quedaba mucho más por contar aún, cuando el hombre de la gafas se paró y se fue a la cocina, exagerando la cojera, como si la noche se la estuviera aumentando. Lucian dormitaba en la silla al frente mió, la mujer permanecía muda a mi lado, desde hacía mucho rato no decía una palabra. Escuché al hombre en la cocina, corriendo trastos, buscando probablemente las últimas botellas. Cuando sentí que el de las gafas oscuras cerró la puerta de la alacena me levanté bruscamente y empujé a Lucian con la palma abierta de la mano sobre su frente, de modo que cayó hacía atrás, la silla se desplomó y Lucian cayó con silla y todo al piso. La mujer trató de levantarse. Intento socorrer al hijo. Mientras ella se movía hacia Lucian y éste empezaba a moverse en el suelo, buscando incorporarse y el hombre de las gafas oscuras maldecía al tiempo que apuraba su renguera por el pasillo, yo ya estaba abriendo la puerta y saliendo al pasillo.

Tiré un puñado de marcos alemanes mientras corría hasta encontrar la escala y bajarla, cruzar el patio interior, encontrar la segunda puerta y seguir corriendo, acensando furiosamente, hasta encontrar la puerta de calle. En el pasillo sentí las pisadas de los otros corriendo detrás. Una vez en la calle corrí a toda velocidad, por el medio de la calle, hasta llegar a la esquina de la calle donde habíamos aparcado. Pasé corriendo delante del Colt sin detenerme. De los otros no se veía señales. A prudente distancia, sabiendo que podía correr varias cuadras más y ellos no, esperé un rato. No se tomaron la molestia de seguirme. A las cinco de la mañana estaba aclarando en Budapest. Encendí un cigarrillo, caminé fumando, me gustó caminar sin rumbo, por las calles de Budapest. Caminé hasta tropezar con un obrero que iba camino de su trabajo. Me mostró como encontrar la estación más cercana del metro. ENtonces regresé al hotel.

Gacitúa, el chileno, estaba dormitando, echado sobre el sofá en la pieza de al lado de la recepción, cuando irrumpí en el hotel. Se despertó inquieto, intentó incorporarse, me reconoció de inmediato y el miedo se reflejó en sus ojos. Se hizo pequeño y trató de protegerse como si pensara que le iba a golpear en la cara. Yo estaba sereno, no pensaba pelear una segunda vez, encendí un cigarrillo y le ofrecí uno, para que se serenara. Lo tomó entre los dedos, lo encendió. Entendió que si no peleábamos había que hablar.Y hablámos.

Aunque todo lo que se dijera era igualmente inútil tratándose de Brauser o de Maria Petrescu. No se podía saber qué era mentira y qué no. Pero Gacitúa habló y lo dejé hablar, sin interrumpir. Primero estuvo calmado, fumando el cigarrillo, sujetando con la mano libre el bolso, como si pensara que yo planeaba quitárselo a tirones. Su voz fue cambiando, perdiendo la timidez inicial, hizo incluso algún sarcasmo. Sentí que había perdido el interés por la familia de Brauser. En pocas horas más estaría en un avión alejándome definitivamente de Bucarest. Solo que Gacitúa se fue calentando con el sonido de su propia voz. En algún minuto se irritó conmigo, consigo mismo y con todos, terminó levantando la voz: Qué Brauser conoció, me dice usted! Si usted no lo puede haber conocido a Brauser para nada. Qué va a venir a contarme cosas! Si ése nunca se casó con ninguna de las mujeres que tuvo. Nunca tuvo hijos con ninguna. Todo eso eran patrañas que se inventaba, igual que todos nosotros, para sentirse mejor. Qué películas que no le habrá pasado a usted. ¿Quiere que le diga la firme, de una vez por todas? A todas las mujeres con las que estuvo, el Brauser, o las dejó en la calle o si fueron tan pelotudas que le aguantaron hasta el final las puso de putas, en cualquier lado por ahí. Si a Maria Petrescu fuí yo, con mi mujer, que se compadecía harto de ella, cuando la encontraba tocando el violín y pidiendo monedas afuera de la estación del metro, si fuímos nosotros y mi compadre, el rengo ese que vio usted, que le encontramos algo, para que se ganara la vida y ya lo ve, acabó tocando en el Strada, mejor que de puta.

Hizo una pausa, y siguió más calmado. ¿Y sabe que nos mandó Brauser, a mi, a otros chilenos, a Maria Petrescu y a unas cuantas minas más que tuvo por acá? Nos mandó marcos, francos y billetes que había en Finlandia y que ahora no me acuerdo cómo se llamaban, cuando metieron el euro. No sé cómo Brauser llegó a tener en su poder todos esos billetes, pero le digo que se podía tapar las calles de Bucarest con ellos. Los juntaban en algún lugar para quemarlos y de ahí se los robaban y los mandaban a los países del Este, porque de aqui era más fácil meterlos, para estafas, para pagar mujeres que traían engañadas a Europa desde lo que quedó de la Unión Soviética, en el negocio de la trata de blancas, sabe usted, buscaban lugares en donde no sabían qué países habían pasado al euro y cuales no...¿Me dirá usted de donde sacaba él esas ideas?

Regresé a Estocolmo. Pasaron los días. De Maria Petrescu no he vuelto a saber nada. No sé que pensará ella de lo que pasó aquella madrugada en Bucarest. No sé si ella entendió y yo tampoco sé que fue lo que pasó. A veces siento deseos de escribirle, de regresar a Bucarest y verla de nuevo, sentado en una mesa del Strada, observarla a la distancia, como esa vez. Verla corrigiendo la posición del violín en el hombro, levantando después el arco para sacarle las primeras notas.



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